miércoles, 27 de marzo de 2019

INDISCRETA PLEGARIA DE NELEO, HIJO MENOR DE NÉSTOR

Entre los mortales amados de los dioses, ninguno lo fue tanto como Néstor; pues volcaron sobre él los dioses los dones más preciosos: la sabiduría, el profundo conocimiento de los hombres y una elocuencia dulce e insinuante. Todos los griegos le escuchaban con admiración: al llegar a su extrema vejez dominaba en el corazón y en el espíritu de todos. Al fin de sus días, los dioses le otorgaron el favor de ver nacer a un hijo de Pisístrato. 
Cuando vino al mundo, Néstor lo recibió sobre sus rodillas, y levantando los ojos al cielo, exclamó: -¡Oh, Palas! Habéis colmado la medida de vuestros favores; ya no puedo desear otra cosa sobre la tierra más que queráis llenar el alma del niño que me habéis dejado ver. Yo espero -¡oh, diosa poderosa!- que querréis colmar vuestros beneficios con este nuevo que os pido. Yo no os ruego que me dejéis ver el tiempo en que se cumplirán mis votos: cortad -¡hija de Júpiter!- el hilo de mis días. 
Y habiendo pronunciado estas palabras, un dulce sueño cayó sobre sus párpados, pasando al de la muerte: así, sin esfuerzo y sin dolor, su alma abandonó el cuerpo helado y casi aniquilado por las tres edades del hombre que había sufrido. Aquel pequeño hijo de Néstor llamóse Neleo. Néstor, a quien la memoria de su padre había sido siempre tan querida, quiso que su hijo llevase su nombre. Cuando Neleo salió de su infancia fue a un bosque vecino de la ciudad de Pilos, consagrado a Minerva, con el fin de hacer un sacrificio a la diosa. Cuando las víctimas coronadas de rosas eran degolladas, mientras que los que lo habían acompañado se ocupaban de las ceremonias consiguientes a la inmolación; cuando unos cortaban ramas y los otros hacían brotar el fuego de la piedra, y otros abrían las víctimas alejadas del altar y las cortaban en muchos pedazos, entonces Neleo permanecía aparte. 
Le pareció que la tierra temblaba, que de las grietas de los árboles salían espantables mugidos, que el altar era de fuego y que de entre sus ramas surgía una mujer de aire tan majestuoso y venerable, que Neleo quedó arrebatado. Su estatura era mayor que la humana; sus miradas, más claras que los relámpagos; su belleza no tenía nada de molicie y afeminamiento; aparecía ungida de gracia, demostrando fuerza y vigor. Neleo, impresionado por la divinidad, se prosternó en tierra: Un violento temblor agitaba sus miembros, la sangre se helaba en sus venas; la lengua se le pegaba al paladar, no podía pronunciar palabra alguna y permanecía arrobado, inmóvil y casi sin vida. Entonces Palas le devolvió la fuerza que le había abandonado, diciéndole: 
-No temas; he bajado de lo alto del Olimpo para testimoniarte el amor que manifesté a tu abuelo Néstor; yo pongo tu felicidad en mis manos; escucharé tus votos; mas antes piensa discretamente lo que me hayas de pedir. 
Entonces Neleo, volviendo de su éxtasis y animado con la dulzura de las palabras de la diosa, sintió en su corazón que no se hallaba en presencia de un ser mortal. Acababa de entrar en la juventud; en aquella edad en que los placeres se comienzan a sentir y ocupan y distraen el alma entera y en que no es conocida la amargura siempre inseparable de los placeres, y, por tanto, cuando aún la experiencia no lo había instruido. 
-¡Oh, diosa! -exclamó-: Si puedo gustar siempre la dulzura de la voluptuosidad, todos mis deseos serán cumplidos. 
La diosa, antes hermosa y complaciente, tomó a estas palabras un aire frío y serio, contestando: -Tú no aprecias lo que causan los sentidos. ¡Bien! Ahora serás colmado de los placeres que tu corazón desea. 
La diosa desapareció; Neleo abandonó el altar y tomó el camino de Pilos. A su paso vio que nacían y se abrían unas flores de un perfume tan delicioso como los hombres jamás han olido. El país se embelleció alegrando los ojos de Neleo. La belleza de las Gracias, compañeras de Venus, aparecía en todas las hembras que pasaban junto a él. Todo lo que bebía sabía a néctar, y cuanto comía era ambrosía. Su alma se anegó en un mar de placeres. La voluptuosidad se apoderó del corazón de Neleo; ya no vivió más que para ella; ya no se ocupó más que de las diversiones, que se sucedían las unas a las otras, sin cesar, ni existía un momento en que sus sentidos no fueran satisfechos. Y cuanto más gustaba de los placeres, más ardientemente los deseaba. Su espíritu fue dominado por la molicie y perdió el vigor: los negocios le fueron horriblemente pesados y todo lo que exigía seriedad le causaba un tedio mortal. Alejó de su presencia a los sabios consejeros formados por Néstor, que habían sido conservados como la más preciosa herencia que aquel príncipe dejara a su hijo menor. La razón, las útiles advertencias causaban en él una total aversión y rugía cuando alguien abría los labios con el fin de darle un sabio consejo. Hizo edificar un magnífico palacio donde brillaron el oro, el mármol y la plata, prodigándolo todo para contentar a los ojos y aumentar el placer. El fruto de tantos desvelos produjo el enojo y la inquietud. En cuanto deseaba algo, perdía el gusto de ello; fue preciso cambiar de morada: cambiaba sin cesar de palacio en palacio: los demolía y reedificaba seguidamente. 
Ya no le afectaba lo hermoso, ni lo agradable, ni lo singular, ni lo curioso, ni lo extraordinario: lo natural y lo simple le resultaba insípido, cayendo en tal entorpecimiento que ya no veía ni sentía nada si no era a fuerza de sacudidas y de sobresaltos. Pilos, su capital, cambió completamente. Allí antes se trabajaba y honraba a los dioses: la buena fe reinaba en el comercio: todo estaba en orden, y el mismo pueblo encontraba en las ocupaciones útiles, que se sucedían sin cesar, la comodidad y la paz. Un lujo desenfrenado tomó el lugar de la decencia y las verdaderas riquezas; se prodigaron las diversiones y todo se dio a la molicie rebuscada. La casa, los jardines y los edificios públicos cambiaron de forma; todo resulto a propósito. La grandeza y la majestad, que son cosas modestas, desaparecieron. Y lo más lamentable fue que sus habitantes, siguiendo el ejemplo de Neleo, no amaban ni estimaban, ni deseaban otra cosa que la voluptuosidad, persiguiéndola a costa de la inocencia y de la virtud. Se agitaban y se atormentaban para obtener una sombra vana y fugitiva de dicha, perdiendo la tranquilidad y el reposo. Nadie estaba contento, porque el que quiere ser demasiado feliz llega a no poder sufrir nada, ni atender a nada; se envilecieron la agricultura y las artes útiles; solamente se apreciaban las que proporcionaban molicie, honores o riquezas. 
Los tesoros que Néstor y Pisístrato habían amasado pronto fueron disipados, las rentas del Estado fueron presa de la usura y de la codicia. El pueblo murmuraba, los grandes se lamentaban y solamente los sabios guardaban silencio. Por fin, éstos hablaron y su voz respetuosa se hizo escuchar de Neleo. Por fin sus ojos se abrieron y su corazón se enterneció. Buscó el auxilio de Minerva, lamentándose de que la diosa hubiese atendido a sus temerarios votos, conjurándole a que retirase tan pérfidos dones y le concediera la sabiduría y la justicia. 
-¡Qué ciego he sido! -exclamaba-; ahora conozco mi error, detesto mi falta y la quiero reparar aplicándome a mis deberes, con el fin de aliviar a mi pueblo y encontrar en la inocencia y en la pureza de las costumbres el descanso y la felicidad que vanamente he buscado en el placer de los sentidos. 

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