miércoles, 27 de marzo de 2019

EL ANILLO DE GIGES

Durante el famoso reinado de Creso, había en Lidia un joven bien formado lleno de vigor y muy virtuoso, llamado Calímaco, descendiente de reyes, pero tan pobre que había tenido que hacerse pastor. Paseando, cierto día, por las apartadas montañas donde llevaba su desventura guiando su rebaño, se sentó al pie de un árbol para descansar. Estando de esta suerte, divisó un hueco abierto en una peña. La curiosidad le indujo a penetrar por él, hallando una caverna larga y profunda. Al principio no vio nada; pero luego sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, y vio como una sombra de una urna de oro y luego una inscripción labrada en ella, que decía: 
«Aquí hallarás el anillo de Giges, ¡oh, mortal, quienquiera que seas! Puesto que los dioses te han destinado un bien tan grande, obra de modo que no seas ingrato, y guárdate de enturbiar jamás la dicha de ningún hombre.» 
Calímaco, abriendo la urna, halló en ella un anillo; lo cogió en sus manos y, en un transporte de alegría, dejó la urna, a pesar de ser tan pobre y ser de tanto precio aquélla. Salió de la caverna, apresurándose a probar el anillo de que había oído hablar en su infancia. Vio desde lejos al rey Creso que pasaba, yendo a Sardes, con objeto de morar en una villa deliciosa, asentada en las riberas del Páctolo. Vio que le precedían esclavos esparciendo perfumes por los caminos por donde debía pasar, y Calímaco se mezcló con ellos, después de haber dado vuelta a su anillo; nadie se apercibió de él. Hizo ruido a propósito y hasta pronunció algunas palabras; todos demostraron atención, y quedaron admirados al escuchar una voz y no ver a nadie. Y se decían los unos a los otros: 
-¿Es un sueño una realidad? ¿No habéis notado que alguien hablaba junto a nosotros? 
Calímaco, contento del resultado de esta experiencia, abandonó los esclavos y se acercó al rey. Ya junto a él, sin ser descubierto, sube a su carro de plata adornado de maravillosas esculturas. La reina y el rey hablaban sobre los más grandes secretos del Estado que únicamente confiaba Creso a su esposa. Calímaco les escuchó durante todo el camino. 
Llegaron a la casa, cuyos muros eran de jaspe, la techumbre de cobre fino y tan brillante como el oro; los lechos eran de plata, lo mismo que los demás muebles, y todo eran adornos con engastes de piedras preciosas. Sin cesar, los más dulces perfumes llenaban aquel palacio, y para que siempre fuesen agradables, se les cambiaba con frecuencia. Todo el servicio real era de oro. Los jardineros habían logrado el arte de hacer brotar las flores cuando el rey se paseaba por sus jardines; y la decoración de éstos se variaba con frecuencia para que le fueran más agradables, como una decoración de teatro. Con grandes máquinas se transportaban gruesos árboles con sus raíces para que, cada mañana cuando el rey se levantaba, pudiera contemplar jardines nuevos. Un día contemplaba granados, olivos, mirtos, naranjos y un bosque de limoneros; otro día era una selva espesa de pinos salvajes, grandes encinas y abetos tan viejos como la tierra; otro día veíanse floridos céspedes y fina hierba esmaltada de violetas, regada por las corrientes de claros arroyuelos; en las riberas de éstos habían plantado jóvenes sauces de tierno verdor, erguidos álamos que llegaban a las nubes, olmos frondosos y bienolientes tilos que, sin orden, encantaban con su irregularidad. Luego, de golpe, habían desaparecido los pequeños canales y se veía un gran río de aguas puras y transparentes. Era el río Pactolo, cuyas aguas fluyen sobre arenas doradas. Navegaban por allí bateles cuyos remeros iban ricamente vestidos con bordados de oro, los bancos eran de marfil, los palos de ébano, la proa de plata, las cuerdas de seda, las velas de púrpura y el casco de maderas odoríferas como el cedro. Las cuerdas estaban festoneadas y las velas orladas de flores. Algunas veces se escurría por los jardines, bajo las ventanas de Creso, un río de esencia, cuyo perfume invadía el palacio. Creso tenía leones, tigres y leopardos con dientes y garras lirnadas, que tiraban de pequeños carros de carey y plata. Estos feroces animales eran guiados por riendas de seda. Servían al rey y a la corte en sus pasos por los vastos caminos de una floresta que conservaba las sombras de una noche impenetrable. 
Con frecuencia organizaban carreras de carros, a los largo del jardín, una pradera extensa corno un verde tapiz. Aquellos fieros animales que corría con tanta ligereza y con tanta rapidez, que no señalaban las pisadas sobre la hierba ni dejaban señal de las ruedas que arrastraban. Todos los días inventaban nuevas clases de carreras para ejercitar la fuerza y la agilidad de los jóvenes. Creso premiaba espléndidamente al vencedor. Así los días se escurrían entre delicias y agradables espectáculos. 
Calímaco resolvió sorprender a los de Lidia mediante un anillo. Muchos jóvenes de la más encumbrada cuna habían comenzado a correr en presencia del rey, el cual había bajado de su carro en la pradera para verlos. Cuando los aspirantes al premio hubieron emprendido la carrera y Creso pensaba quién ganaría el premio, Calímaco se puso junto al rey, subió al carro y cogiendo las riendas, los leones emprendieron veloz carrera. Parecía el carro de Aquiles arrastrando por corsos inmortales tales; o el de Febo cuando, después de recorrer la inmensa bóveda del cielo, precipita sus caballos inflamados en el seno de las ondas. 
Pensó la gente que los leones se habían desbocado y huían a la ventura, mas pronto vieron que iban guiados con mucho arte y auguraron que ganarían a los demás en la carrera; no obstante, el carro parecía vacío y todos se admiraban de ello. Como ganase el premio no se supo a quién entregarlo. Unos creyeron que había sido guiado por algún dios que se burlaba de los hombres; pero otros aseguraban que había sido su auriga, cierto hombre llamado Orodes, recién llegado de Persia, que conocía el arte de los encantamientos y, evocando las sombras de los infiernos, tenía en sus manos todo el poder de Hécate y enviaba las discordias y las furias al alma de sus enemigos. Decían también que hacía oír durante la noche los ladridos de Cerbero, y los profundos gemidos de Erebo, y, por fin, que podía soplar a la Luna y hacerla caer sobre la tierra. Creso creyó también que Orodes había guiado su carro y así le hizo llamar, hallándosele cuando tenía en su seno unas serpientes ensortijadas y pronunciaba entre dientes palabras desconocidas y misteriosas, conjurando a las divinidades infernales. No le hubiera costado mucho trabajo a Orodes persuadir al rey de que, en efecto, había sido el auriga, pero manifestó que no lo era, aunque el rey no pudo creerlo. Calímaco era enemigo de Orodes, porque éste había predicho a Creso que cierto joven le causaría contratiempos y sería la causa de la completa ruina de su estado. Este augurio obligó a Creso a tener a Calímaco lejos de todos, en un desierto, reducido a la extrema pobreza. Calímaco sentía deseos de venganza y se alegró viendo embarazado a su enemigo. Creso no pudo lograr que Orodes le confesase que en efecto era él quien había guiado el carro durante las carreras. Y como el rey le amenazara con castigarle, sus amigos le aconsejaron que lo afirmase, dándose importancia. Entonces pasó de un extremo al otro. La vanidad lo cegó, y se vanaglorió de haber logrado la carrera maravillosa por medio de encantamientos. Pero cuando hablaba, quedó sorprendido viendo que de nuevo el carro emprendía la misma carrera. Entonces el rey oyó que alguien le decía al oído: 
-Orodes se burla de ti, pues se vanagloria de lo que no hizo. 
El rey, irritado contra Orodes, le cargó de cadenas y le echó en un calabozo. 
Calímaco, satisfecho de haber calmado sus pasiones por medio del poder de su anillo, olvidó los sentimientos de moderación y de virtud que había adquirido en la soledad y en la desgracia y concibió el propósito de introducirse en la cámara del rey para matarle en su lecho, pero sintió horror a tan negra acción y no tuvo fuerzas para ello. Partió entonces para Persia, con el fin de ver a Ciro, manifestándole los secretos que había oído de labios de Creso y el plan de los lidios de formar una liga contra los persas, con los habitantes de las colonias griegas de Asia Menor, y explicándole también los preparativos de Creso y la manera de prevenirlos. Con esto Ciro partió por las riberas del Tigris, donde navegaba una armada numerosa, llegando al río Halis, donde Creso se presentó con unas tropas más elegantes que valerosas, porque los lidios vivían demasiado deliciosamente para poder dejar de sentir el pavor de la muerte. Llevaban uniformes bordados de oro, como las mujeres más vanidosas; sus armas eran doradas e iban seguidos de un número considerable de carros: el oro, la plata y las piedras preciosas brillaban por doquiera en sus tiendas, en sus vasos y en sus esclavas. El fausto y la molicie de este ejército no podían menos de hacer esperar la imprudencia y la pereza, por más que fuesen infinitamente más numerosos que los del ejército de Persia. Éstos, al contrario, mostraban tanta pobreza como valor; iban vestidos ligeramente; vivían con poco, nutriéndose de raíces y de legumbres, no bebiendo más que agua, durmiendo sobre el suelo y expuestos a las inclemencias del tiempo; ejercitaban sin cesar el cuerpo, fortaleciéndolo con el trabajo; su único adorno era el hierro y al formar parecía un bosque erizado de picas, dardos y espadas. Sentían, además, un profundo desprecio hacia los enemigos, que nadaban en delicias. Apenas puede llamarse combate a la batalla librada; los lidios retrocedieron al primer choque, cayendo los unos sobre los otros. Los persas no hicieron sino matar, y pronto nadaron en sangre. Creso huyó hacia Sardes. Ciro le persiguió sin perder un momento. Pronto sentó sus reales en la capital, que había sucumbido después de un largo asedio; la tomó y la desoló; en esta ocasión Calímaco pronunció el nombre de Dolón, y Ciro quiso conocer sus sabios consejos, aprendiendo que Creso deploraba la desgracia de no haber creído al griego cuando le aconsejaba, y entonces Ciro perdonó la vida de Craso. 
La fortuna comenzaba a disgustar a Calímaco. Ciro le había elevado al rango de los Sátrapas, colmándole de riquezas, otro se hubiera sentido satisfecho; pero el de Lidia, poseyendo el anillo, aspiraba a más. No consentía verse reducido a una condición en la cual tenía iguales y se hallaba sujeto a un amo. No podía tampoco resolverse a matar a Ciro, que le había hecho tanto bien, y al mismo tiempo sentía haber hecho perder el trono de Creso. Cuando vio que se le conducía al suplicio, el dolor lo abatió. Ya no podía vivir más en un país al que había causado tantos daños y donde no había podido colmar sus ambiciones. Partió, pues, buscando un país desconocido, atravesando inmensos territorios, probando por todas partes el poder mágico y maravilloso del anillo. Abatiendo y levantando reyes y estados, amasó grandes riquezas, conquistó muchos honores y se sintió devorado por los deseos. El talismán todo lo proporcionaba, a excepción de la paz y de la dicha. Es lo que no se encuentra más que en sí mismo, con independencia de todas las ventajas exteriores, a las que damos tanto valor. En la opulencia y en la grandeza se pierde la modestia, la inocencia y la moderación y, por último, el corazón y la conciencia, que constituyen las verdaderas fuentes de la felicidad; haciéndose esclavos de la felicidad, se hacen víctimas de las discordias, de la inquietud, de la vergüenza y de los remordimientos. 

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