viernes, 29 de marzo de 2019

Hace mucho, mucho tiempo, en los imprecisos lindes del bosque de
Brocelandia, existía un castillo cuyo señor, llamado Boroth, era muy odiado
por su pueblo. Tanto odio había engendrado entre los suyos como entre la gente de
todos los alrededores vecinos, porque estaba constantemente en guerra y discusión
con ellos. Era un malvado hombre, que no confiaba en nadie y siempre andaba
sospechando de conspiraciones en su contra. Pero no era ésta una sospecha sin
fundamentos, ya que cuanto más belicoso se volvía, más la gente anhelaba deshacerse
de él. No siempre había sido un maldito gobernador, pero el enojo y el dolor habían
envenenado su alma. En su juventud se lo conocía como Boroth el Bendito, pero
ahora se había convertido en Boroth el Desdichado. El único rayo de ternura que
quedaba en su alma, según parecía, era por su hija, Theresa. Este lazo especial de
cariño entre padre e hija no era exclusivo de ellos: ella inspiraba amor en cualquier
persona. Era una de esas personas que sólo pueden ver el bien en los demás y, de
hecho, muchos de los excesos de su padre eran perdonados por los demás para
preservar su bien.
Sucedió cierto día que un unicornio fue visto en la foresta, cerca del reino de
Boroth, más específicamente en Brocelandia. Era común en aquellas épocas que
novedades como ésta se esparciera con rapidez entre cazadores, cuidadores del
bosque y habitantes del pueblo, y había sido así que mucha gente acudió la primera
vez que en Brocelandia apareciera una criatura tan fantástica. En esa ocasión, hacía
muchos años ya, la llegada del unicornio coincidió con la muerte del padre de Boroth,
a quien él reemplazó enseguida, y se corrió el rumor de que la aparición significaba el
fin de un maldito reinado. Esto inspiró un ánimo esperanzado en la gente, y después
de muchos años de tristeza, las sonrisas poblaron muchos rostros. La alegría fue
novedad por un breve tiempo, porque a poco ocurrió la muerte prematura de la reina,
y el alma de Boroth se trastocó en un instante. Pero esta nueva aparición del
unicornio había generado emociones contradictorias en el pueblo. Boroth fue el
último en enterarse de la noticia. Olvidado de lo que la presencia del unicornio
significaba, pensó sólo en adquirir el precioso cuerno de la bestia. Así que reunió a
sus consejeros más sabios para planear cómo habrían de obtener el objeto tan
deseado.
—No puede ser realizado por la fuerza —le dijeron—. Ni los más sigilosos de los
cazadores, ni los más bravos perros de caza pueden atrapar al unicornio. Es la más
inteligente y la más fuerte de las bestias, y ya sea en la foresta o en la montaña, puede
desaparecer como la niebla. Sólo se acerca a los humanos en los que confía, y sólo
confía en las más puras doncellas.
—Entonces encuéntrenme una doncella pura y preparemos una trampa —dijo el
rey, impaciente.
—Pero si ella conoce el plan, mi señor —replicaron ellos—, el unicornio lo
percibirá y se alejará. Hasta es posible que nos devuelva el engaño con un ataque.
—Entonces no le diremos, tontos —gritó Boroth—, y si cualquiera de ustedes
siquiera suspira un palabra de esto sin mi conocimiento, vuestras cabezas servirán de
alimento para los cuervos de la entrada del castillo.
Boroth no era completamente un mal hombre, así que cuando se refirieron a que
la doncella más pura de todo el reino era indudablemente su hija, ni siquiera vaciló.
Habría podido elegir cualquier otra doncella, pero eso significaría un insulto al honor
de su hija, además de disminuir las posibilidades de éxito. Así que, finalmente, luego
de una ardua lucha contra una conciencia moral que solía vencer, decidió seguir
adelante con el plan y usar a la pobre Theresa como inocente carnada para su trampa.
Al día siguiente, Boroth invitó a su hija a cabalgar con rumbo al bosque de
Brocelandia, y salieron acompañados por una docena de sus más fieles caballeros.
Theresa anhelaba desde hacía tiempo ver a la creatura, y le hizo prometer a su padre
que sólo lo observarían a distancia, si se diera la oportunidad.
—No necesitamos tanta compañía para ver al pacífico unicornio, ¿no es así? —
observó con cautela la princesa, refiriéndose al séquito armado.
—Por supuesto, mi querida, pero el mundo está lleno de enemigos, así que por mi
tranquilidad prefiero que estén con nosotros. Además, ellos también quieren ver
aunque sea un destello de esta maravilla.
Cuando llegaron al bosque, se encontraron de frente con un agradable caballero,
que llevaba un escudo de color blanco purísimo.
El rey le preguntó, casi sin detenerse, si tenía alguna pista del unicornio.
—He buscado a la creatura toda la noche en vano —dijo el caballero—, y muchos
otros días y otras noches pasados. No hay nada en el mundo que desee más que
encontrar al sagrado unicornio.
—Quieres decir que no deseas hacerle daño, ¿no es así? —preguntó la princesa.
—Arriesgaría mi vida contra cualquiera que deseara herir a la creatura, mi señora,
y ya lo he hecho en muchas oportunidades.
—Entonces debes venir con nosotros —declaró ella—, porque nosotros buscamos
al unicornio en paz.
Para el enojo del rey, el caballero aceptó en un instante unirse a la partida, que se
acercó al cabo de la conversación a un claro en pleno bosque.
Un enorme roble crecía en el centro del mismo, y la ladera de la montaña lo
custodiaba. La princesa desmontó, cansada de cabalgar, y se sentó sobre un cojín de
seda entre las raíces del roble, mientras el rey y sus caballeros se retiraban hacia el
bosque. Una vez allí, los caballeros se apoderaron del caballero y lo ataron a un árbol
antes de dispersarse para poder continuar con la trampa.
Todo aquel día la princesa Theresa
esperó, sin señales de la creatura. Luego,
cuando el sol descendió y la luna llena se
alzó en el cielo, y ambos astros reinaron en el
cielo juntos por un momento, ella vislumbró
al unicornio.
Éste se detuvo en las sombras entre los
árboles cercanos, tan pálido e insubstancial
como un fantasma.

Por un largo tiempo, el unicornio observó a Theresa en completo silencio, y ella
tampoco atinó a moverse, por miedo a asustarlo o espantarlo. Luego, con la gracia
precavida de un ciervo, el unicornio se acercó al claro y trotó hacia ella: su melena
blanca como la nieve se balanceaba como olas, su esbelto y espiralado cuerno
brillaba contra el cielo.
Theresa casi no respiraba, maravillada, y cuando los profundos y sabios ojos del
unicornio miraron a los suyos, ella se llenó de amor y sobrecogimiento por la
creatura.

Se sintió a sí misma al borde de un desmayo, y pensó que podía oír los sones de
una música celestial en la lejanía.
El unicornio dudó hasta estar seguro de la pureza de su corazón, luego se arrodilló
y recostó su cabeza en el regazo de la joven. En tanto la acunó en sus brazos, la
princesa se llenó de una inconmensurable felicidad. Sus lágrimas de alegría cayeron
sobre el unicornio, y resplandecieron como diamantes a la luz de la luna.
De pronto, con un grito, una horda de perros de caza y golpes de armas, el rey y
sus caballeros aparecieron de entre los árboles. El unicornio se puso de pie, pero ya
era demasiado tarde. La creatura estaba rodeada, y como si desesperadamente buscara
una salida a través del anillo de acero que la rodeaba, dejó escapar un doloroso grito
de terror.
Finalmente, fue derribada por un terrible golpe de maza y Boroth saltó de su
caballo para arrancarle el cuerno.
Theresa recobró sus sentidos y comprendió lo que estaba sucediendo. Con un
grito, se abrió paso entre las crines y las patas de los caballos que cercaban a la
creatura y se arrojó sobre el cuerpo desmayado, tomándole la cabeza entre sus pálidos
brazos.
—Mátenme primero —gritó—, porque no podría vivir sabiendo que he
traicionado su confianza tan innoblemente.
Boroth estaba furioso.
—Quítenla de allí —les gritó a sus hombres. Pero ninguno de ellos se atrevió a
poner una mano sobre la princesa, tan grandioso era el amor que inspiraba.
El rey se encolerizó. Trató de
moverla de allí él mismo, pero falló, y
estuvo a punto de arrancar el cuerno de
todas maneras, sin importar siquiera si
habría de lastimarla. Pero en pleno
ataque, el filo de la espada preparado
para golpear, tomó conciencia de lo que
estaba haciendo. En un segundo de
reflexión, el rey de pronto vio en lo que
se había convertido con el paso del
tiempo. Comprendió que estaba a punto
de destruir a la única persona en el
mundo que le importaba tanto o más que
su propio ser. Boroth arrojó su espada al
suelo,
y se arrodilló. Sollozos de vergüenza
y remordimiento sacudieron su cuerpo.
En ese momento, el unicornio se despertó y, aun tembloroso, se puso de pie.
Los caballeros del rey se retiraron y se volvieron a esconder entre los árboles,
avergonzados de lo que habían tratado de hacer. El unicornio se irguió y dejó que la
doncella lo tranquilizara con sus caricias por un momento, pero se volvió hacia el rey
y lo enfrentó. La creatura se acercó a Boroth y bajó su cuerno hasta tocar con la punta
el cuello. El arrepentido rey no se acobardó ni trató de defenderse. Pensaba que
merecía la muerte.
—Por favor —rogó Theresa—, perdona a mi padre, por mi bien.
El unicornio se volvió hacia la princesa con una enigmática mirada en sus ojos, y
de pronto, con unos pequeños brincos, ya se había ido, como un rayo de plata bajo la
luna. Desde esa noche, Boroth fue un hombre distinto. O mejor dicho, se convirtió en el
hombre que solía ser, un generoso y honesto rey y no desconfiado de las intenciones
de los otros, más de lo que el mundo precisa.
Así que, justamente como la gente había pensado, la llegada del unicornio sí
presagió el final de un reinado maldito. Aunque, en esta ocasión, el rey no murió.
Simplemente se transformó en el gobernante que la gente quería.
La siguiente ocasión en que el unicornio se presentó en aquel país fue señal de la
muerte de Boroth; algunos creyeron que había venido a conducirlo de su vida a la
siguiente. Esta vez, el amor por el unicornio, en aquel impreciso lugar junto a la
foresta de Brocelandia, fue comparable sólo con el gran duelo por la muerte del rey.

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