No es extraño que todo forastero que visite Rioja fije sus
miradas en una bella iglesia, que se encuentra ubicada en el
extremo occidental de la plaza de armas y en sentido opuesto
a la iglesia matriz. Es la iglesia del Santo Cristo de Bagazán.
Día y noche sus puertas se hallan abiertas a la ininterrumpida
afluencia de devotos, que van a consagrar al Cristo oraciones
de gratitud por los beneficios que han recibido o ponerle una
vela para tener buen viaje, prosperidad en los negocios, mejoría
de salud, buen tiempo para las plantas, buenas cosechas,
etcétera. Los arrieros y los postillones de correos que van a
la sierra o vienen de ella no pasan por Rioja sin antes haber
entrado en la iglesia del Santo Cristo y ponerle una lámpara
de aceite o una vela, u ofrecerle una misa.
El Cristo de Bagazán es muy milagroso y tiene una historia
interesante. Hace muchos años, un vecino de Rioja
llamado Manuel Aspajo regresaba de las serranías de Chachapoyas,
conduciendo dos bueyes. Al cabo de tres días de
viaje, en el que pasó la puna de Pishcohuañuna24 sin ninguna
novedad y con sol espléndido, llegó una tarde al sitio
de Bagazán; después de soltar sus bueyes para que pastaran
en los pequeños y raquíticos bosquecillos de ese paradero,
preparó su cena y durmió tranquilamente esa noche.
Al siguiente día se despertó a las cinco de la mañana
y salió a buscar sus bueyes; se fue por el encajonado por
donde corre el riachuelo de Bagazán y, después de haber caminado
cuatrocientos metros más o menos, oyó en el extremo
superior del riachuelo una voz: «¡Húuuu.J ¡Húuuu...!».
Aspajo creyó que algún arriero buscaba sus acémilas y
contestó en la misma forma, pero luego todo quedó en silencio.
Después de un corto tiempo volvió a oír la misma
voz: «¡Húuuu...! ¡Húuuu...!». Aspajo respondió más fuerte;
pero, como al principio, no obtuvo contestación; entonces,
sin darle ya importancia al extraño caso, se disponía a
continuar la búsqueda de sus bueyes; mas en ese momento
resonó otra vez el grito misterioso. Entonces el hombre se
dirigió, con mucho cuidado, sin hacer ruido, hacia el sitio
de donde provenía la voz: allí encontró una espaciosa cueva,
que era como una habitación protegida de la lluvia y
el viento, y cuál no fue su sorpresa al ver en el centro de
ella un pequeño Cristo, apoyado en un banco de piedra que
le servía como especie de altar. Aspajo se arrodilló junto a
la efigie, rezó algunas oraciones y, llorando de alegría, la
tomó en sus brazos; y olvidando por completo sus bueyes,
emprendió veloz marcha al tambo. Guardó al Cristo dentro
de una petaca grande de totora y se dirigió a Rioja. Llegó
a este lugar el mismo día, a pesar de que dicho trayecto se
hace generalmente en tres días, pues la carga que llevaba a
las espaldas, en vez de aumentar, disminuyó de peso; y a él,
a Aspajo, parecía haberle crecido alas en los pies.
Aspajo entregó el Cristo a las autoridades de Rioja. La
noticia del misterioso hallazgo cundió rápidamente por
toda la población y ese mismo día se echaron las bases
de su iglesia. Aspajo se acordó entonces de sus bueyes y
emprendió el regreso a Bagazán para buscarlos, pero a un
kilómetro de distancia de Rioja tuvo la sorpresa de encontrarlos;
estaban trotando lentamente por el camino, sin
guía alguno. Era un milagro del Santo Cristo.
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