miércoles, 6 de marzo de 2019

EL PUEBLO DE SABA

Hablando de tontería, me viene a la memoria la historia del pueblo de Saba. Su
tontería era, en efecto, contagiosa como la peste.
Saba era una gran ciudad, tan grande como las ciudades de que se habla en los
cuentos para niños. Decimos cuentos para niños, pero estos cuentos son estuches de
perlas que contienen muchas enseñanzas. Tomad en serio las palabras insensatas de
los cuentos.
La ciudad de Saba era, pues, incomparable por su tamaño. Pero sus habitantes
eran incapaces de apreciarlo. La distancia a recorrer para ir de un extremo de la
ciudad al otro era inconmensurable. Sólo en esta ciudad se encontraba la población de
una decena de ciudades. Esta población se componía en todo y por todo de tres
personas de cara sucia. Aunque fuese innumerable, se resumía en estos tres banales
personajes. En efecto, las almas que no ven al Amado no valen si siquiera media
persona, aunque fuesen incluso millares.
Uno de ellos era un ciego cuya vista era penetrante. Es decir, que podía ver una
hormiga, pero que era incapaz de divisar a Salomón.
El segundo era un sordo cuyo oído era muy fino. Es como decir un tesoro sin oro.
En cuanto al último, era un hombre desnudo cuya túnica era muy larga.
El ciego dijo de pronto:
«Veo un ejército que se acerca. Puedo distinguir incluso de qué pueblo se trata».
El sordo dijo a su vez:
«¡Tienes razón! Oigo el rumor de sus conversaciones».
El hombre desnudo dijo entonces:
«¡Temo que desgarren la orla de mi túnica!».
El ciego añadió:
«¡Ya llegan! Tenemos que huir si queremos evitar ser capturados».
El sordo:
«Su estruendo se acerca. ¡Huyamos lo más aprisa posible!».
El hombre desnudo:
«¡Socorro! ¡Van a destrozar mi túnica!».
Así es como dejaron la ciudad para refugiarse en un pueblo abandonado. Allí
encontraron un ave muy grande, pero que no tenía carne. Era una carroña que había
sido devorada por los buitres y sus huesos estaban esparcidos. Nuestros tres hombres
devoraron esta ave como un león devora su presa. Y cada uno de ellos creyó haber
encontrado satisfacción. Pero se pusieron a engordar hasta tal punto que se hicieron
enormes como elefantes y el mundo fue demasiado pequeño para ellos. Y así fue
como pasaron por la rendija de la puerta.
El sordo es el deseo. Oye venir la muerte de los demás, pero no la suya. El ciego
es la ambición. Ve los defectos del pueblo hasta en el menor detalle, pero es ciego
para los suyos. El hombre desnudo teme que le corten la orla de su túnica, pero
¿cómo sería eso posible? El pueblo de esta tierra está arruinado, pero teme a los
ladrones. Todos hemos llegado desnudos a este mundo y así es como lo dejaremos.
Pero todos tememos a los ladrones. En el momento de la muerte, los ricos
comprenden que no poseen un céntimo. Los hombres de talento sienten que han
errado el camino. Son como esos niños que toman unos trozos de cerámica por bienes
preciosos. Si se les quitan, lloran. Y si se les devuelven, se alegran. El niño, hasta que
es adulto, no distingue el bien del mal. Sus lágrimas y su risa no tienen valor alguno.
Los aristócratas tiemblan por sus bienes como si los hubieran adquirido en sueños. Si
se les despertase, se burlarían de su temor a los ladrones. Los sabios de este mundo
son semejantes. Temen a los ladrones y se quejan diciendo:
«¡Los ladrones derrochan nuestro tiempo!».
Pero el que cultiva lo verdaderamente útil no se preocupa del tiempo, pues el
tiempo no existe para él.

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