El príncipe maya Balankín era admirado por su pueblo. Su gallardía,
su valor, su destreza con el arco, su lucha constante con las fieras,
le daban, a los ojos de sus súbditos, la calidad de semidiós.
Todos los días, al caer la noche, salía de su palacio, contento y feliz
y se internaba en la selva. Iba solo y caminaba hasta que, rendido, se
sentaba en un tronco, y a la luz de un claro de luna entonaba una canción
de amor.
Las hojas se abrían y daban paso a un rostro de virgen que así respondía
a la canción:
-Aquí me tienes, dueño mío...
El la estrechaba contra su corazón y la cubría de besos y le hablaba
al oído:
-Mis flores y mis campos son menos bellos que tú; el trino de mis
pájaros no iguala tu dulce voz, y tus caricias son más suaves que las que
prodiga la paloma Cucú.
La selva era de ellos durante largas horas. Al despuntar la aurora, la
bella joven desaparecía en el boscaje.
Balankín se dedicaba a su caza y siempre llegaba cargado, ya de un
venado, ya de pavos o codornices.
El rey tenía prometido que su hijo se casaría con la hija de un rey vecino
con el cual deseaba hacer una alianza. Y cuando comunicó su plan
al príncipe, éste pensó que no podía destrozar el corazón de su amada,
y que antes estaba su amor que el trono.
Pero los príncipes son obedientes, y él no se opuso a su padre. También
ocultó su tristeza a su amada. Mas balankín ya no era el mismo: ya
no corría por los campos, y su canto era un lamento. El padre advirtió
el cambio, mandó espiar al melancólico mancebo, y supo de los amores
de su hijo.
-La doncella debe desaparecer -ordenó el rey.
Y una noche en que el agua de un cenote servía de espejo a la feliz
pareja, se presentó un indio, el que no dio tiempo a Balankín a defenderse,
y disparando sus mortíferos dardos atravesó el corazón de la
bella amada de Balankín. Este la sostuvo entre sus brazos, y mirando al
criminal, exclamó:
-¡Que los dioses te maldigan!
Del templo mayor bajó el dios bueno y Balankín, en su dolor, le
rogó:
-No me separes de ella; no quiero la vida sin su amor.
Y tendiendo los brazos hacia él, dejó caer el cuerpo de la doncella,
el cual, al chocar con las cristalinas aguas del cenote, se convirtió en
un loto.
El dios bueno, señalando a la flor, dijo:
-Nictehá, tu amada Nictehá, tu amor.
Y sacando de su cintura un filoso puñal, el hermoso príncipe se cortó
las venas del cuello y la sangre enrojeció sus vestidos.
El dios levantó la diestra sobre el joven muerto y convirtióle en cardenal.
Y dice la leyenda que por las noches, del fondo del cenote, sale una
bella mujer vestida de espuma, y un príncipe vestido de púrpura le da
el brazo, y entonando una canción de amor, se pierden envueltos en un
rayo de luna.
Pero lo verdadero es que al amanecer los cardenales buscan los lotos
para posarse en ellos y beber agua de los cenotes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario