viernes, 29 de marzo de 2019

EL OJO DE DIOS

Se cuenta entre los pueblos nómadas del Sahara, que cierta vez se llegó hasta
aquellas montañas doradas de sol y hielo nocturno una caravana de cinco
extraños seres presidida por un hombre blanco que hacía llamarse padre Alexandr
Elm. Se decía de él que había cruzado ya gran parte del desierto, e iba en busca de los
peligrosos djinns, malignos seres, monstruosos, que vivían en la llamada Tercera
Tierra, o inframundo.
Este buen hombre, en realidad, había sido enviado por el Sultán de lo que hoy se
conoce como Marruecos, a comparecer ante Iblis, también llamado Seitán (el diablo)
entre los tuaregs, señor de la Tercera Tierra y padre de estos demonios que, en una de
sus infinitas «travesuras» en el mundo de los hombres, habían secuestrado para sus
fines inescrupulosos a la bella, bellísima, hija del Sultán.
Tal era la situación que relato, cuando esta caravana se detuvo frente a un pozo
donde solía haber agua dulce, pero a simple vista seco y abandonado, sin uso, ni
siquiera la soga colgaba de la roldana, aunque a los ojos del buen santo era signo
propicio de estar acercándose a su cometido. Hizo descender de sus monturas a
quienes lo acompañaban, y en una ceremonia de silenciosas miradas, los hombres
asintieron al instante, luego de observar las profundidades del pozo. Uno de ellos
tensó las riendas de su dromedario para acercarlo y tomó de sus alforjas, redondas y
pesadas, algo bastante grande, enrollado delicadamente en terciopelo. El animal
pareció inquietarse cuando el hombre desenvolvió aquel objeto. Una cadena se
deslizó de pronto, y su brillo sesgó por un momento la luz del día. El hermoso
cuerno, engarzado en oro, blanco como marfil, se estremeció al contacto con aquellas
manos ásperas que lo sostenían. Continuó el silencio como único sello de todos los
labios; sólo el zumbido de algún viento cargado de arena ululaba entre las ropas de
esos hombres enigmáticos.
Con un movimiento despojado de los matices naturales de ansiedad o descuido,
aquel hombre, cuyas facciones estaban cubiertas por el izar (tela con que se realiza el
turbante), elevó el marfil por la cadena y lo hizo suspender sobre la boca del pozo. La
luz que el cuerno emitía en principio fue de pálido color teñido de azules, pero a
medida que el hombre lo hizo descender por el agujero, su luminosidad fue en
aumento, hasta convertirse en un círculo de llamas celestes.
Los hombres observaron su bajada lenta con ojos suspicaces. Esperaban que en
cualquier momento la luz les mostrara alguna cosa horripilante, o eso parecía, pues ni
un pestañeo los arrancaba de su tarea. La cadena llegó a su tope. El viento, o algún
fenómeno ajeno a ellos, la hizo balancear suavemente. Un leve quejido quebró la
oquedad del pozo, y vieron, allí en lo profundo, que las llamas del cuerno se tornaban
algo rojizas. Un vaho aromático subió de pronto.
«Están aquí», murmuró uno, y se sintió escalofrío en las nucas sudadas.
«El hamdulillah (Gracias a Dios)», se escuchó por fin la voz del santo, y la
tensión en su rostro se contrajo. El aroma a almizcle que exudaba el cuerno era cada
vez de mayor intensidad. Y los demás, tras la seña gestual del padre Elm, se pusieron
en movimiento. La cadena fue enganchada a la roldana con un hilo de acero, y el
resto de los hombres comenzó a extraer de sus alforjas otros objetos inextricables al
conocimiento simple de un testigo cualquiera. Sobre las blancas arenas del desierto se
realizó un dibujo con sales teñidas de rojo, y pronto los cinco hombres quedaron
cercados por una estrella de cinco puntas, rodeando la boca del pozo. Cinco
dromedarios sintieron el temblor de la tierra. Aquellos hombres estaban por
sumergirse en algo siniestro.
La tarde caía con rapidez. Sintieron
cómo el aire iba refrescando poco a
poco. La luz que emitía aquel pozo se
convirtió en una especie de llamarada,
anunciando la presencia de los
demonios. Uno de los hombres golpeó
las manos para saber la profundidad
exacta, y otro echó algún conjuro
murmurado contra la débil emanación de
mal que ya comenzaba a subir por la
cadena.
«Es hora de bajar».
«Aywa (vamos)», la voz del padre
fue la señal, y de a uno los cinco se
deslizaron pozo abajo, movidos
por quién sabe qué fuerza descomunal que poseían. Fuera de la estrella roja, todo
era una noche que se avecinaba, helada pero calma. Pero por dentro, las llamas cada
vez más rojas anunciaban la entrada de aquel santo en lugar maldito.
El cuerno había quedado a pocos centímetros del suelo arenoso y blando, e
iluminaba todo alrededor, incluso a los pequeños y malignos seres que habían
encontrado en aquellas paredes sus sitios de descanso. El silencio más sepulcral
habitaba con ellos. Alimañas de todo tipo escalaban y se ocultaban en sus hendijas, y
algún que otro diablillo menor escapó a las miradas, escabullándose enseguida.
«Es por aquí», dijo uno de los hombres, que había encontrado señales claras en la
arena. Y en procesión avanzaron, caso omiso de los más horribles signos del mal con
que se encontrarían. No tardó mucho, incluso, en presentarse la oportunidad de
demostrar su valentía, ya que infinitos seres de la oscuridad, los más impensados y
los más aterradores, se cruzaron en el camino de los cinco, a quienes con suspiros,
murmullos y gestos acabaron por alejar del todo.
La caminata, aunque dificultosa, resultó breve. Enseguida se desplegó ante ellos
la verdadera entrada a la Tercera Tierra, donde nada resulta como lo imaginaron
nuestras peores pesadillas. Nada allí tiene sentido, y quienes logran observar sus
figuras, tal vez nunca puedan relatar lo que han visto. Pero los hombres siguieron
avanzando, como si todo aquel espectáculo siniestro no los amedrentara, lo cual era
verdad, pues sus ojos estaban vedados al mal y sus espíritus eran puros y sin mancha.
Se detuvieron frente a un pequeño pozo de agua, infestado de alimañas. Y allí
esparció sus polvos mágicos el santo padre, que no eran otra cosa que la raíz del
cuerno molida. Fue instantáneo. Las aguas infectas trocaron en limpias, y se oyeron
rugidos y gritos y expresiones de espanto, en tanto cada ser que era tocado por el
líquido quedaba muerto.
La voz amarga y ronca de Iblis surgió como la bocanada de fuego de un volcán:
«¿A qué han venido?», y la calma volvió al aire, por un momento en ebullición.
«Es salâm aleikum (La paz esté con ustedes)», dijo el padre, y otra horda de
diablos en ataque cayó seca a sus pies, bajo su conjuro santo. «Venimos por Naila»,
volvió a hablar, y un coro de risas se escuchó a sus espaldas y por encima, y pudo ver
a los djinns bailando en burlonas muecas sobre su cabeza, a unos cuantos metros de
distancia. «Hemos venido a llevarla con nosotros», y las risas continuaron, esta vez
más burlonas. Uno de los hombres atravesó el aire con su voz y atrapó bajo hechizo a
un demonio danzante, y lo hizo caer frente al padre. Sus gruñidos y quejidos se
volvieron insoportables, aquel pequeño ser se revolcaba en la arena, imposibilitado de
seguir a sus compañeros en la danza.
«Atraparemos uno por uno si es necesario», lanzó con estrépito su amenaza uno
de los cinco, pero enseguida habló el padre Elm:
«Nos iremos sin mayores daños si nos devuelven a Naila, la hija del Sultán», y
dio otro paso hacia el señor de aquel inframundo, que lo observaba inmóvil. Iblis era
el padre de aquella raza maléfica, y tenía especial poder sobre los djinns, quienes no
podían sino obedecerlo, aunque no siempre estaba al tanto de todos sus asaltos a los
hombres. Las miradas se cruzaron una y otra vez, sopesando internamente las fuerzas
sobrenaturales de ambos, hombres y seres maléficos. Para qué describir gruñidos y
aullidos, y luego dientes y garras que se preparaban para la masacre. Agazapados
unos, erguidos los otros, una multitud de engendros se atropellaba por entre las
paredes mohosas y el suelo poblado de rocas, acercándose para un ataque mortífero.
Pero ninguno de los cinco hizo siquiera un gesto, tal era el coraje que los sostenía. Y
cuando el primero de los diablillos chistó o se atragantó en una burla, el padre Elm
desenfundó una larga vara, el cuerno de un unicornio, rematado en su extremo con el
mismo carbúnculo del color de la sangre, y engarzado con las más finas hebras de oro
rojo que se hayan visto, y lo sostuvo en lo alto. Cimbraron las paredes de aquel
mundo subterráneo, y cayeron sin sonido las más débiles criaturas malignas,
estrellándose en las piedras del suelo.
«¿Cómo te atreviste a traerla?», graznó Iblis, señalando la vara, conocida en esos
tiempos como el «ojo de Dios», pues, se decía, se lo podía ver reflejado en la espesa
sangre del carbúnculo.

El santo hombre no respondió nada, y se quedó allí parado, amenazante.
Desaparecieron en un segundo los seres que antes se acercaran, deseosos de muerte.
Se los veía en los rincones, agazapados y temerosos, pero expectantes al llamado de
su señor, para un ataque. El aire era tenso, y la espera, un silencio que se iba
deformando en rasguños contra las ásperas rocas, y el tintinear del agua del pozo,
fresca y clara. Iblis volvió a hablar, pero esta vez fue en un idioma hosco, una
seguidilla de gruñidos y sonidos guturales, al cual respondieron los djinns, astutos
monstruos, que se hablan apiñado a un lado.
«La muchacha no está aquí», dijo tras unos momentos el demonio. «La dejaron en
un oasis, no muy lejos, llamado Menseid, vendida como esclava a unos mercenarios»,
y con el último movimiento de sus ojos, disolvió las rocas que ocultaban a los djinns
para que tuvieran su merecido. Algunos diablillos se disolvieron también y el polvo
fue arrastrado por la brisa hedionda.
El grupo de hombres dio media vuelta y emprendió su regreso, no sin antes
expedir un breve «sukrân, ma`a salâme (gracias, hasta siempre)», y mirar con algo de
compasión a los maldecidos por el Creador. Y así como entraron, ya estaban de nuevo
junto a la cadena y el trozo de cuerno que oficiaba de señal lumínica, y con la misma
fuerza salida de nunca sabremos dónde, con poco esfuerzo ya estuvieron los cinco
alrededor de la boca del pozo, rodeados por la estrella protectora, que había quedado
intacta a pesar del terrible viento que parecía arrollarlo todo en el desierto.
Los dromedarios, recostados al pie del pozo, también estaban protegidos por el
influjo de la sal roja.
Pero si ellos por un momento creyeron que se habían librado de los malditos
djinns, estaban muy equivocados. Porque fueron estos seres de la maldad quienes
iniciaron una tormenta de arena, que empezó a soplar con toda la fuerza de la
naturaleza sobre los cinco hombres y sus animales, aunque sin lograr su cometido. Si
el poder de un solo cuerno había hecho retroceder a miles de diablillos, ¿qué harían
dos, y en las manos adecuadas? Pues, lo que sucedió entonces: la más terrible y sin
descanso de las luchas que se conocieron en aquella parte del desierto. Los djinns, los
los kel essuf y los rul aparecían por centenares, y los hombres, dispuestos a defender
sus vidas, rechazaban todo ataque con atrevidos conjuros y otras armas, como varas
protectoras forjadas por gigantes y con metales desconocidos, dagas y polvos
mágicos. Los resplandores de sus choques eran un magnífico despliegue de colores y
sonidos, y los hermosos bastones de cuerno de unicornio brillaban en la noche como
estacas de luz incandescente.
No hubo criatura animal ni humana del desierto que no se percibiera aquella
ocasión de la lucha. Los dromedarios se encomendaron en su viaje hacia el oasis de
Menseid, que quedaba a unos kilómetros de allí, y en la retaguardia iban los santos,
destrozando a unos y malhiriendo a otros demonios que intentaban retenerlos. Las
oraciones se elevaban describiendo espirales lumínicos contra el cielo, y cada conjuro
y cada hechizo se expandía en el aire, junto a las estrellas fugaces. No hubo

espectáculo similar de horror y liberación más grande en todo el Sahara, y la arena
fue un mar de cadáveres que pronto se desintegraban y se unían al polvo que
arrastraba el viento.
Aquella masacre signó los tiempos y todas las generaciones siguientes la
recordaron con estupor y encanto, pues significó la conquista de esa parte del
desierto, antes propiedad de los demonios que impedían la circulación pacífica. Se
sabe que el padre Alexander Elm llegó salvo al oasis de Menseid junto con sus
acompañantes, y logró rescatar a la bella hija del Sultán, pagando abultadas cifras a
los mercenarios que la tenían, por cierto después de muchas y acaloradas discusiones.
Pero ningún otro esfuerzo fue mayor que el de aquella oportunidad, cuando sembrara
la noche de hechizos, como estrellas fugaces contra los malditos demonios.

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