sábado, 16 de marzo de 2019

EL NACIMIENTO DEL JAPÓN

I
Takamagahara
Antiguamente no había nada en el universo excepto materia espesa y descuidada.
Era disforme y sin hechura y se extendía hasta el infinito. Todo era caótico. El cielo y
la tierra estaban mezclados como la clara y la yema de un huevo que hubieran sido
batidas a través de incontables siglos. Un eón seguía a otro eón sin variabilidad. Pero
de repente empezó a tener lugar un gran trastorno y el universo silencioso e ilimitado
se llenó de extraños ruidos. De la masa caótica se destacaron la luz y la porción más
pura, que empezaron a elevarse y extenderse suavemente mientras que los elementos
más pesados y densos comenzaban a juntarse gradualmente y a caer, hasta que hubo
una clara separación entre las dos partes.
La masa de luz se movió decididamente hacia arriba. Se propagó y extendió hasta
ponerse completamente encima de la sólida masa de abajo. Algunas partes de ella,
como si dudaran y estuvieran inciertas en cuanto a lo que debían hacer, se juntaron
para formar muchas nubes. Sobre ellas formaron un paraíso que fue llamado
Takamagahara o llanura alta del cielo.
Entre tanto la masa más pesada estaba todavía hundiéndose y parecía tener
grandes dificultades en adquirir forma. Pasó otro eón. Desde las alturas celestiales la
masa parecía vasta y negra, y fue llamada tierra.
De esta manera llegaron a formarse el cielo de Takamagahara y la tierra, y con
ellos la leyenda del nacimiento del Japón.
II
Izanagi e Izanami
Con el paso del tiempo, en la llanura alta del cielo nacieron tres dioses: Ame-no-
Minaka-nushi o dios del augusto centro del cielo; Taka-mi-musubi o alto y augusto
dios del crecimiento; y Kami-mi-musubi o divino y augusto dios del crecimiento.
Estos tres dioses miraron abajo, a la tierra, y vieron que no había orden en ella; todo
estaba confuso y no había signo de progreso o vida en la masa inerte y ponderosa.
Los dioses miraron a la tierra y la contemplaron largamente, consultando entre
ellos sobre lo que podían hacer para poner en ella orden y vida.
—Incluso si siguiéramos hablando hasta que nuestras fuerzas nos abandonaran,
seríamos impotentes para cambiar estas materias —dijeron desesperados.
Casi en respuesta a sus ansiosos interrogantes, en la llanura alta del cielo surgió
una nueva raza de dioses jóvenes y viriles. Éstos eran enviados por el señor del cielo
cuya divina presencia se dejaba sentir a través de Takamagahara y quién, según las
crónicas, era el mismo creador de la propia Takamagahara. Los recientes dioses se
incorporaron a las consultas con las tres deidades más viejas y después de largas
deliberaciones decidieron enviar a la tierra a dos de los más jóvenes y mejor
formados, con el fin de que sojuzgaran el caos y crearan la belleza sobre su faz
turbulenta.
El primer joven dios al que eligieron para esta gigantesca tarea se llamaba
Izanagi, y era alto y fuerte como un renuevo de sauce. Su compañera se llamaba
Izanami y era delicada en el habla y en los modales, y tan bella como el aire que
llenaba la llanura alta del cielo.
Todos estuvieron de acuerdo en que no podían haber escogido mejor de lo que lo
habían hecho. Izanagi e Izanami eran esforzados y guapos. Después de hacer la
elección, el señor del cielo llamó a los dos jóvenes dioses para decirles:
—Ya habéis visto el caos que reina allí abajo, en la tierra. Durante muchísimo
tiempo ha estado en esa situación, sin columna vertebral e inerte, como si fuera una
gigantesca medusa que hubiera estado flotando en un océano de espacio. No hay
vida, no hay crecimiento, no hay orden; sólo tinieblas y miseria. Por tanto, marchad
hijos míos a cumplir vuestra gran labor. Las partes más ligeras, apretadlas; y las más
pesadas, unidlas; disponedlas de tal modo que haya gusto en su contraste. Cread el
orden donde no hay ninguno; y en vez de la anarquía disponed leyes de progreso y
desarrollo. Sois vosotros, hijos míos, los que debéis hacer para mí un lugar digno y
bello de la tierra.
Cuando el señor del cielo terminó de hablar, entregó a Izanagi un primoroso
venablo tallado y adornado con una eminencia ornamentada y llena de piedras
preciosas de insuperable magnificencia y exótica belleza. Se trataba nada menos que
del legendario venablo Amanonuboko, uno de los mayores tesoros de la llanura alta
del cielo.
—Este venablo es mi símbolo —dijo el señor del cielo—, y con él lo conseguirás
todo. Al inclinarse reverentemente ambos jóvenes dioses, el señor del cielo levantó la
mano y al instante apareció un punto de luz en el maravilloso espacio que había sobre
la llanura alta del cielo. Era un solitario y pequeño círculo de espuma que bajaba
impulsado y a lomos del mar del cielo. Al irse acercando, todos vieron que era una
bola de nube blanca que iba rodeada por una escolta de nubecillas más pequeñas
cuyos ribetes tenían unos colores tan intensos como los de la misma llanura alta del
cielo. Al llegar la bola de nube blanca hasta el trono del señor del cielo, éste dijo a
Izanagi e Izanami:
—Éste es vuestro carruaje sobre el que podréis viajar a través del espacio a
vuestra voluntad. Ahora es el momento de que os vayáis.
Izanagi y su bella compañera se montaron en el carruaje de nubes, y todos los
dioses observaron atentamente cómo bajaba hacia la tierra llevando a sus celestes
pasajeros.
Al irse alejando de la vista de los atentos dioses, apareció un arco iris luminoso
que se curvaba desde el cielo a la tierra en bandas de muchos colores. Era el puente
del cielo que bañó de resplandor a Izanagi e Izanami según iban éstos descendiendo.
III
El puente del cielo
Izanagi e Izanami bajaron flotando hasta que alcanzaron el nivel del punto más
alto del arco iris. Allí se detuvieron y, agarrados de la mano, se apearon de su nuboso
carruaje para posarse sobre el colorido puente. Se pararon para ver dónde estaban y
encima tenían el azul claro de la bóveda celeste; pero abajo todo era oscuro y estaba
inmóvil. Al irse alejando de ellos la curva del arco iris y desaparecer en una densa
niebla, dejaron de ver la flotante masa de tierra.
Así estuvieron un rato, mirando por encima de ellos, hasta que Izanagi dijo a
Izanami:
—Debemos descender hacia la niebla de abajo, porque allí está la tierra y nuestro
trabajo.
Cogidos de la mano y llevando Izanagi el venablo Amanonuboko, comenzaron a
bajar por el puente del cielo. Pronto se vieron envueltos en una niebla tan espesa que
todo a su alrededor era como la oscuridad de la noche. No obstante siguieron andando
hasta que llegaron al final del puente. Aquí se detuvieron. Los dos estaban en un
grave aprieto, ya que ninguno podía ver o sentir nada sino sólo el contacto de la mano
del otro.
—Entonces, ¿es ésta la tierra? —preguntó ansiosamente Izanami.
Izanagi no contestó. Se limitó a zambullir su venablo en los remolinos de la
niebla. El venablo se hundió con tanta facilidad que Izanagi volvió a probar con él
una vez más, esperando encontrar alguna base firme para asentar el pie. Pero no había
nada. Lo volvió a sumergir otra vez y otra y otra, en todas las direcciones, pero la
niebla no opuso resistencia en ninguna parte a su venablo.
—¡Ay! —dijo tristemente—. Como ha dicho nuestro señor del cielo, se parece a
una medusa.
No había acabado de hablar cuando la niebla empezó a evaporarse lentamente y a
fluir otra vez la luz a su alrededor. Una vibración sacudió el venablo en su mano y vio
que un grumo de barro adherido a la punta del venablo se soltaba de éste y caía.
Después, milagrosamente, se formaron muchos más grumos de barro que siguieron al
primero, y a medida que se desarrollaba y caía el barro, se iba amasando junto, al
mismo tiempo que de la punta del venablo manaba también agua que empezó a
rodear poco a poco la masa de barro.
Cuando se dispersaron los últimos rastros de la niebla, el cielo se mostró,
brillantemente iluminado. Los dos jóvenes dioses miraron hacia abajo desde el puente
del cielo. Todo relucía con el azul que se reflejaba del cielo y en medio del vacío que
había debajo surgió una isla rodeada de un mar azul en calma.
Cogidos fuertemente de la mano presenciaron este milagro divino. Sin hablar,
Izanagi probó con el venablo en distintas partes de la isla.
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—¡lzanami, es tierra firme! ¡Es firme! —gritó excitado mientras volvía la cabeza
y mostraba a Izanami el venablo—. ¡Este venablo divino la ha producido!
Ambos volvieron a mirar otra vez a la isla que tenían debajo y se llenaron de
alegría. De pronto Izanami gritó ansiosamente:
—¡Vamos a explorarla toda!
Antes de que Izanagi tuviera tiempo de contestar, ella se había bajado del puente
del cielo hasta la arena caliente y blanca de una de las playas. Izanagi la siguió; y
ambos se llenaron de júbilo al sentir la tierra bajo sus pies y oír los latidos del mar
entre las lenguas de las rocas que rodeaban la playa.
Recorrieron de lado a lado la isla. Todo lo que veían les regocijaba y ante la
expansión del océano que circundaba su nueva tierra se quedaron boquiabiertos.
—Nuestra isla es muy pequeña, pero es encantadora, ¿no es verdad? —dijo
Izanami, pero Izanagi sólo contestó con una sonrisa de felicidad.
Llegaron a una pequeña planicie y al sentarse juntos a descansar, viendo sobre
ellos el cielo, Izanami dijo de repente:
—Izanagi, somos los primeros dioses de la llanura alta del cielo que ponen sus
pies sobre esta tierra. Ésta va a ser nuestra casa para siempre. Edifiquemos un altar en
esta planicie donde podamos servir a los grandes dioses y vivir nuestras vidas en paz.
A Izanagi le gustó la idea, y añadió:
— ¡Sí es verdad! Lo construiremos con nuestras propias manos y en el centro
edificaremos una columna que llegará al cielo. Así nos sentiremos siempre cerca de
nuestro primer hogar.
Ambos se arrodillaron y levantaron sus ojos a la llanura alta del cielo, rogando a
los dioses que los bendijeran y los ayudaran en sus esfuerzos.
Trabajaron día tras día. Lentamente, el altar empezó a tomar cuerpo y la gran
columna del centro comenzó a extenderse hacia el cielo. Cuando al fin terminaron su
trabajo, Izanagi e Izanami hicieron las preparaciones formales para consagrarlo.
Como ya habían escogido los nombres para la isla, el altar y la columna, se
arrodillaron para rezar vehementemente al augusto señor del cielo con el objeto de
que les santificara el altar. A la isla la llamaron isla de Onokoro; al altar le pusieron el
nombre de Vashirodono o Palacio de las Ocho Brazas; y a la columna
Amanomihashira o Augusto Pilar del Cielo.
Después de poner los nombres cayó sobre ellos una grandísima paz; el aire se
aquietó y la marea dejó de hacer ruido; la luz del atardecer abrazó la tierra y el mar.
Izanagi e Izanami inclinaron reverentemente sus cabezas porque sabían que sus rezos
habían sido oídos.
IV
El nacimiento de las islas
El tiempo transcurría feliz sobre la hermosa isla. En todas las direcciones se
extendía un vasto espacio de mar azul. Frecuentemente Izanagi subía al punto más
alto de la isla por si acaso bajaba algún visitante del cielo para honrarles con su
presencia. Un día que estaba observando y reflexionando, por todos los alrededores
empezaron a levantarse unas nubes de niebla y vapor, las aguas empezaron a agitarse
y a bullir y las olas a arrojarse contra las costas de la isla. Pero según siguió mirando,
el vapor empezó a aclararse para dar paso a un brillante techo, o así lo parecía, que
emergía por encima de él. Era el firmamento que se separaba al fin de los océanos y
que ahora llenaba con su luz la bóveda celeste. Izanagi se regocijó con esta visión y
llamó a voz en grito a Izanami:
—¡Ven en seguida, ven en seguida! ¡Está naciendo un nuevo mundo!
Izanami, al oír sus gritos, echó a correr hacia él. Juntos, la joven pareja veía
maravillada cómo los encantos de la isla se les revelaban nuevos. Luego Izanagi
habló:—
Cuando fuimos enviados desde Takamagahara a este mundo más bajo, el señor
del cielo convirtió aquella masa esponjosa en esta tierra firme y amable. Y lo hizo así
para que nosotros viviéramos aquí y pudiéramos crear la bondad y la belleza donde
había imperado el caos. Esta isla, a la que hemos llamado Onokoro, es bella y
encantadora, pero muy pequeña. Debemos pedir la ayuda del cielo para construir
otras islas más grandes con el fin de que el mundo pueda crecer y aumentar.
Izanagi había hablado con una voz plena de emoción,-porque ya estaba lleno de la
visión de una nueva creación. Cogió de la mano a Izanami y la condujo al altar en
donde rezaron fervientemente para que fueran bendecidos en sus tareas. Al final se
alzaron e Izanagi, volviéndose hacia Izanami, dijo de pronto:
—Izanami, para crear estas otras islas debemos convertirnos en hombre y mujer.
Vamos a rodear la columna terrena, tú por la derecha y yo por la izquierda, y cuando
nos encontremos nos conoceremos verdaderamente el uno al otro.
Los dos pues fueron a rodear la columna, Izanami por la derecha e Izanagi por la
izquierda. Al encontrarse en la otra parte de la columna, Izanami habló primero y
dijo:—
¡Qué agradable es encontrarse con un joven tan apuesto!
Y aunque Izanagi replicó:
—¡No puedo expresar el placer que siento al ver a una doncella tan guapa como
tú!
Había disgusto en su voz. No obstante se abrazaron y se convirtieron en hombre y
mujer, pero ya no hubo alegría entre ellos.
A su debido tiempo Izanami dio a luz un hijo, pero para su espanto, era débil y
pulposo como una sanguijuela.
—Seguramente éste es el resultado del disgusto que tiene conmigo el señor del
cielo —dijo Izanagi—. No debemos quedarnos con este niño. Todo él es un mal
presagio.
Y lo colocó en una barca de cañas y lo echó al océano.
Durante muchos días permanecieron los dos deprimidos e infelices. Hasta que
una mañana, después de consultar a los dioses de la llanura alta del cielo, el joven
marido dijo a su esposa:
—Los dioses están descontentos porque tú hablaste antes que yo cuando nos
encontramos después de rodear la columna celestial. «El hombre tiene precedencia
sobre la mujer», me han dicho, y por lo tanto debemos rodearla otra vez.
Los dos se dirigieron a la columna y después de haberla rodeado como la vez
anterior, Izanagi habló primero diciendo:
—¡Qué buenos son los dioses que han puesto en mi camino tan maravillosa
doncella!
E Izanami replicó:
—¡Los dioses me quieren de verdad por cuanto me han permitido conocer a un
joven tan divino!
Ambos se miraron fijamente durante mucho tiempo; estaban poseídos de una
extraña admiración y se estaba operando en ellos un profundo cambio. Empezaron a
sentir una sensación de unidad con la tierra que les rodeaba, al tiempo que en cada
uno de ellos nacía un nuevo amor por el otro.
Aquella tarde los dos jóvenes semidioses, porque ahora eran parte de la tierra que
les circundaba, hablaron vehementemente de las nuevas islas que esperaban crear.
Después rezaron ansiosos en demanda de ayuda. Al arrodillarse ante la brillante
columna Amanomihashira, el firmamento empezó a inflarse con un resplandor tibio y
dorado. Lentamente, el majestuoso sol descendió sobre el arco del cielo; cada vez
más roja, la luz cayó sobre el mar y las olas devolvían reflejos purpúreos, rosas y
azules. Las sombras se prolongaron y oscurecieron y al caer el sol se encendió de un
carmesí más acentuado. La isla estaba radiante de calor y la columna
Amanomihashira brillaba con una luz extraterrena según se adentraba en el
firmamento. A medida que las profundidades del vasto océano se tragaban
calladamente al sol, éste tocaba momentáneamente a las olas con sus últimos rayos y
sus crestas se elevaban y caían en cascadas de estrellas al compás de su flujo y
reflujo. Todo se oscureció y un negro de ébano cayó sobre el mar hasta que envolvió
a la isla en sus pliegues. No había ningún ruido y sobre todo imperaba el silencio. En
el altar Izanagi e Izanami seguían arrodillados, absortos y consagrados.
Pero la calma era la precursora de una tormenta que se acercaba. Pronto el océano
empezó a moverse y a levantarse y, gradualmente, las olas comenzaron a ser más y
más montañosas; el aire producía el ruido de la ondulada marea y el viento batía el
agua con airados remolinos. Durante toda la noche las aguas rugieron y tronaron;
pero hacia el amanecer todo volvió a aquietarse y a quedar en silencio.
Cuando Izanagi y su esposa salieron del altar, quedaron boquiabiertos. Ante ellos
se extendía la larga y curvada costa de una vasta isla, y en el horizonte lejano se
divisaban las formas de otras. Llenos de alegría fueron a visitar sus nuevos dominios,
yendo de isla en isla, maravillándose con cada nueva tierra; al terminar de visitarlas
todas, se dieron cuenta que eran ocho y por el orden en que habían nacido les
pusieron los nombres: primero la isla de Awaji; luego Honshu; después la isla de
Shikoku, seguida de Kyushu; Oki y Sado que eran gemelas; Tsushima; y finalmente
Iki. Juntas fueron llamadas el País de las Ocho Grandes Islas, y a medida que fue
pasando el tiempo se las conoció con el nombre de Japón.
Surgieron más y más islas, y todos los días Izanagi viajaba por tierra y por mar
para verlas bien. A veces Izanami iba con él, pero el servicio en el altar le exigía
mucho de su tiempo y los largos viajes le parecían exhaustivos. Un día Izanagi le
dijo: —Izanami, esposa querida, ahora que tenemos todas estas islas para nosotros
nuestro trabajo aumenta cada día. Veo que a veces estás muy cansada y eso me
preocupa. ¿Qué es lo que te gustaría hacer para recrearte? Te ruego que no trabajes
tanto.
Izanami bajó la cabeza y escuchó sumisamente mientras hablaba su marido.
Luego contestó en tonos suaves:
—Querido esposo, no hay nada que yo desee más que vivir aquí contigo en paz y
contentamiento. Pero ahora que han nacido tantas islas rezo para que también
nosotros tengamos hijos que nos ayuden y sean nuestro deleite.
Sus rezos fueron escuchados y en los años siguientes les nacieron muchos hijos.
El primero fue el espíritu del mar, el segundo el espíritu de la montaña, y luego
sucesivamente los espíritus del campo, de los árboles, de los ríos y de todas las cosas
naturales. Con sus cuidados y su dirección las islas crecieron más y más verdes y
hermosas. En seguida nacieron las estaciones y el aliento de los vientos y de las
lluvias trajeron sus ciclos variables a las montañas y los campos. Por todas partes
crecían bosques corpulentos y densos, y en sus ramas se reunían grandes bandadas de
pájaros para cantar. Las mieses y las cosechas se multiplicaban, y las flores y el
follaje explotaban profusamente.
Izanagi y su esposa vivían en una extremada felicidad con su familia, y cuando
les nació una hija que era la diosa del sol, su gozo se desbordó. La joven era un ser
maravillosamente bello y radiante, y todo su cuerpo centelleaba y brillaba con un
lustre tan espléndido que por todas partes donde iba llenaba el oscuro aire con luz y
resplandor. La llamaron Amaterasu. Poco después les nació el dios de la luna y éste
también brillaba resplandeciente junto al sol. Su resplandor era suave y pálido y
andaba entre las sombras oscuras del atardecer dispersándolas con sus apacibles
rayos. A éste le llamaron Tsukiyomi. Por eso, cuando les nació el dios el mar, su
plateado cuerpo verdoso reflejaba en variados matices la luz esplendorosa que salía
de sus brillantes hermano y hermana.
Un día que estaban conversando Izanagi e Izanami por la mente del primero pasó
un repentino pensamiento, y dijo a su esposa sonriendo:
—Izanami, de todos nuestros maravillosos hijos ninguno representa
verdaderamente al fuego. Es cierto que nuestra hija Amaterasu es la diosa del sol,
pero necesitamos que el dios del fuego viva con nosotros. Vamos a rezar para que
nazca.
Liego el momento en que sus rezos fueron oídos y les nació un hijo ardiente y
poderoso al que pusieron de nombre Kagutsuchi, el dios del fuego. Pero su
nacimiento fue demasiado trágico para su madre, pues el cuerpo de ésta quedó
parcialmente consumido en las llamas de su hijo, el dios del fuego. Alarmado por este
desastre imprevisto Izanagi fue corriendo hacia ella para confortarla y atenderla. Le
preparó comidas y medicinas especiales pero, en su agonía y dolencia, todo lo que
intentaba tragar lo rechazaba inmediatamente. ¡Y lo que son las cosas! Precisamente
de estos vómitos nacieron los dioses y las diosas de los metales, mientras que por
otras partes de su cuerpo surgieron el dios y la diosa de la tierra. Sin embargo con
esto pereció su vigor, e Izanami murió. Por primera vez la muerte había entrado en el
mundo y con ella su compañera terrena, la pena.
V
El descenso de Izanagi al Hades
Izanagi quedó apenadísimo y solitario. A través de incontables años él y su divina
esposa y hermana habían sometido el caos y el desorden de la tierra; juntos habían
creado las islas del Japón y habían llevado a éstas la belleza y el orden de la
naturaleza; habían creado dioses y diosas que reinaban sobre el mar, los vientos, las
montañas, el sol y la luna, el fuego y la tierra. Pero ahora ella se había ido y él estaba
solo. Durante muchos días y noches estuvo llorando y tan grande era su dolor que ni
sus muchos hijos pudieron lograr que se consolase. Izanagi llamaba a Izanami por su
nombre, pero no había respuesta a sus solitarios lamentos. Incapaz de aguantar por
más tiempo su soledad, se decidió a bajar al mundo de las tinieblas, de donde se
derivaba la fuerza ardiente del hijo que había causado la muerte de Izanami, con el
fin de buscarla y devolverla al mundo de la luz.
Una vez que hubo tomado tai determinación, su espíritu se calmó; pero no así su
pena y las lágrimas siguieron llenando sus ojos por su amada esposa. Al empezar el
viaje era sabedor de los terrores que le esperaban. Sabía que el camino estaba plagado
de peligros por todas partes y que los enemigos se hallaban al acecho de los
extranjeros que se aventuraban en sus tierras. Pero su espíritu era indomable y
después de un largo trayecto llegó sin incidente o calamidad a la prohibida y
tenebrosa región del bajo mundo.
Durante días y noches anduvo vagando entre las violentas sombras de aquel
helado lugar buscando a su esposa; pero ella no aparecía por ninguna parte. Al fin,
desanimado y exhausto, estaba a punto de echarse a descansar cuando delante de él
vio la grácil figura de su mujer, a la que llamó lleno de alegría. Ella se volvió con un
grito de asombro y corriendo hacia él le abrazó con lágrimas de bienvenida. Izanagi
la asió cariñosamente y le dijo:
—¡Ven! No sigamos aquí más tiempo. He venido para llevarte conmigo a nuestro
amable país, porque sin ti ya no hay alegría en nuestro hogar. Todavía quedan
trabajos de creación divina que completar, porque así lo han ordenado nuestros dioses
celestiales. Y ¿cómo voy a hacer esos trabajos sin ti? Te necesito, como esposa y
como ayudante.
Pero Izanami movió la cabeza y su rostro se nubló al decir:
—Deseo vehementemente volver contigo, esposo amado, pero, ¡ay!, es
demasiado tarde. Ya no es posible.
—¿Por qué? ¿Por qué? —preguntó Izanagi, atormentado por las palabras de
Izanami.
—Porque he comido el alimento y he bebido el vino de este lugar de maldad,
augusto esposo mío, y ahora jamás podré retornar a la tierra.
Izanagi quedó frío y desesperado, pero contestó intrépidamente:
—He hecho este horrible viaje para encontrarte. Nada me hará volver sin ti.
¡Nada! Haré todo lo que sea posible para que regreses conmigo a nuestra isla.
Izanami bajó la cabeza y estuvo pensando durante un buen rato. Al fin dijo:
—Perdóname si parezco tan falta de valor. Sé los peligros que has corrido por
amor a mí. ¿Qué no haría yo, pues, por amor a ti? Voy a ir al señor de este país para
rogarle que nos permita regresar juntos. Es probable que todavía vaya bien todo. Lo
único que te pido es que primero me hagas una solemne promesa.
—La haré de todo corazón. Dime lo que es —gritó Izanagi.
—Sólo esto. Voy a tardar algún tiempo y es posible que tú te impacientes. Pero te
lo suplico, querido esposo, bajo ningún pretexto debes entrar en mi habitación.
Espera aquí confiado, sin importar la tentación que puedas tener en cuanto a
buscarme o a descansar en mí casa esperando mi retorno. Por favor, júrame que me
vas a obedecer.
—Te doy mi palabra de honor, querida esposa, y te juro por nuestro amor que
esperaré aquí y que no trataré de encontrarte.
Izanami le dejó satisfecha. Su marido se quedó con la firme resolución de esperar
su vuelta y de observar su sagrada promesa. Sin embargo, las horas empezaron a
hacérsele larguísimas y todo a su alrededor parecía cada vez más oscuro y triste; y
ella no venía. Izanagi se sentía más ansioso por momentos; empezó a notar
aprensiones y a temer que alguna cosa horrible le hubiera ocurrido a su esposa. Luego
comenzó a notar un olor cada vez más nauseabundo. Poseído de una extraña
sensación de terror, y olvidando el juramento que había hecho a su esposa y diosa,
rompió uno de los dientes de un peine que llevaba en el pelo, lo encendió como si
fuera una antorcha y lo llevó delante de él buscando el origen del olor que ahora se
había hecho insoportable. El rastro le condujo hasta una pequeña puerta, se cubrió la
cara con el pañuelo y entró. Levantó la antorcha y vio que se hallaba en una pequeña
cámara. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la luz vacilante y a las sombras,
se quedó de piedra ante la visión que tenía ante él. Tendida en un paño mortuorio
estaba la figura durmiente de Izanami; y a pesar de la suave respiración que mostraba
que estaba viva, su cuerpo era el de una persona hacía mucho tiempo muerta. De ella
partía el nauseabundo hedor que le había inquietado tanto, y se quedó mirando con
horror a la putrefacta carne que sólo un momento antes había sido tan hermosa.
Agachados alrededor de ella estaban los ocho sucios demonios del trueno que
miraron al aterrorizado Izanagi con ojos malévolos al mismo tiempo que de sus bocas
salían llamas. Lleno de un repentino pánico, Izanagi se volvió y huyó, dejando caer la
antorcha en su precipitación, al salir de la terrible habitación.
El ruido despertó a Izanami quien, comprendiendo lo que había pasado, se llenó
de ira. Echó a correr por la puerta y llamó furiosamente al fugitivo Izanagi:
—¿Es así como guardas tu promesa? ¿No te había prohibido yo que entraras en
mi habitación? ¡Has visto mi repugnante forma y te has destruido a ti y me has
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destruido a mí! ¡Me has puesto en vergüenza y no tengo otra alternativa sino
perseguirte hasta que te destruya!
Izanami reunió a una multitud de demonios hembras y las envió en persecución
de Izanagi, Ellas estaban dotadas de ligeros pies por lo que, aunque él corría como el
viento, pronto le alcanzaron. Izanagi se sacó el peine de la parte izquierda de su pelo
y lo arrojó al suelo. De él surgieron unas vides que estrecharon a las demonias en un
fuerte abrazo. Luego brotaron muchos racimos de uvas y las demonias cayeron sobre
ellos. Durante bastante tiempo estuvieron comiéndolos vorazmente hasta que no
quedó ninguna uva; sólo entonces recordaron a su presa que ahora estaba muy lejos.
Corriendo a una velocidad de vértigo, las demonias comenzaron a alcanzarle otra vez
por lo que él, sintiendo que le pisaban los talones, arrojó el peine del lado derecho de
su pelo del que salió una cosecha de retoños de bambú. Sus perseguidoras se
detuvieron y vorazmente empezaron a comérselos. Izanagi apretó a correr más para
salvar su vida, pero las demonias, una vez hubieron acabado con los retoños de
bambú, pronto le dieron alcance. Entonces Izanagi fabricó agua y originó un gran río
que fluía entre él y las demonias, y éstas quedaron tan confundidas que volvieron a
toda prisa al Hades. Izanami se encolerizó cuando supo que Izanagi se les había
escapado. Llamó a los ocho dioses del trueno que habían estado anteriormente a su
alrededor y les urgió para que fueran tras Izanagi y lo trajeran al Hades.
Junto con mil quinientos demonios auxiliares, los ocho dioses del trueno echaron
a correr a la máxima velocidad hasta que muy pronto, a lo lejos, divisaron la figura de
Izanagi. Al fin llegaron a su altura y lo rodearon. Izanagi sacó su espada y empezó a
dar mandobles a diestro y siniestro. Los demonios eran tan malignos que no podía
matarlos; sin embargo sí que logró golpearlos con tanta destreza que les hizo
retirarse.
Fatigado y exhausto Izanagi consiguió llegar al fin a una montaña llamada Yomino-
horakaza, en la provincia de Izumo, donde encontró un melocotonero. Sabiendo
que los demonios aborrecían los melocotones, cogió frutos para arrojárselos. Cuando
volvieron los demonios lanzó los melocotones entre ellos y éstos echaron a correr
confundidos.
Los demonios volvieron de nuevo al Hades e informaron a Izanami de su fracaso.
Su cólera y rabia se desataron, arrojó contra ellos amenazas y castigos, y determinó ir
por sí misma en busca de Izanagi con el fin de traerle dominado.
Mientras tanto Izanagi había encontrado una peña de inmenso tamaño. Se hubiera
precisado la fuerza de mil hombres para levantarla, pero Izanagi estaba dotado de
tales cualidades nobles de mente y cuerpo que fue capaz de alzarla solo y de ponerla
ante la entrada del mundo subterráneo. Se sentó muy cansado pero sereno e
imperturbable a esperar lo que iba a pasar. No había transcurrido mucho tiempo
cuando de repente oyó la chillona voz de Izanami y vio su figura que se acercaba a lo
lejos. Se puso de pie asombrado. Estaba preparado para todo menos para ver venir
hacia él a Izanami como un amargo enemigo. Recordó sus días de alegría juntos, su
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dulzura y fidelidad, y ahora estaba lleno de angustia por el cambio que se había
operado en ella. Pero nada detenía su aproximación, nada excepto la enorme piedra
que le cerraba el paso.
—¿Qué es esto? —gritó furiosa—. ¿Por qué has puesto aquí esta piedra? ¡Quítala
en seguida!
Izanagi contestó pacíficamente que la dejaría donde estaba. Entonces la colérica
Izanami empezó a golpear la roca con las manos y a patear tan violentamente la tierra
que sus cuatro esquinas se menearon y los mares hicieron olas altísimas; pero la roca
siguió firme en su sitio. Después Izanami apeló a su marido diciendo:
—¿Por qué no guardaste la promesa de no entrar en mi habitación? Me has
humillado y has traído gran vergüenza sobre mí. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué? ¿Por
qué? ¿Por qué? —y el tono histérico de su voz fue aumentando de volumen. Izanagi
volvió a contestar pacíficamente:
—Aquí y ahora rompo nuestros lazos matrimoniales. Quiero que entiendas que ya
no somos marido y esposa. He vuelto al mundo de la luz y te ruego que, sin decir una
palabra más, tú también regreses a tu tierra de la muerte y la oscuridad.
En estos términos Izanagi impuso ja fórmula del divorcio para todas las futuras
generaciones. Pero Izanami movió la cabeza y gritó airada:
—Si haces eso, amado esposo y hermano, me vengaré con todo mi poder y todos
los días destruiré a mil personas de tu pueblo.
Con la misma pacífica voz de antes, Izanagi contestó:
—Amada esposa y hermana, si tú haces lo que dices, haré que todos los días mil
quinientas mujeres den a luz un hijo cada una y vivirán mil quinientas personas
fuertes.
Izanagi hizo una pausa, y luego añadió:
—Puesto que se han roto los lazos que nos ataban, desde ahora en adelante
nuestros países estarán separados. Vuelve con la debida sumisión a tu tierra de la
muerte, y deja que yo cumpla en paz con mi tarea de crear el mundo vivo.
A Izanami no le quedaba ya nada por decir. Agachó la cabeza, aceptó su destino y
retornó sumisa al Hades. Desde aquel momento y para siempre, todos los lazos que
había entre ellos y sus mundos quedaron rotos.

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