I
La reunión secreta de Shishi ga Tani
Kiyomori se había retirado del servicio activo y estaba viviendo en reclusión
como un monje. Había sido el dirigente del clan Heike y había tenido una alta
posición en la corte. Dividido entre las obligaciones que estos cargos conllevaban y
su deseo vehemente de escapar de todos los placeres terrenales y de aprovechar el
resto de sus días en el rezo y la contemplación, se decidió finalmente durante un
período de paz que hubo entre las facciones bélicas de tos clanes. Envainó la espada,
se rapó la cabeza y cambió la atmósfera de las intrigas de la corte y el tumulto de los
campos de batalla por la paz del templo. Sin embargo todo el mundo sabía, y nadie
mejor que el enclaustrado emperador Goshirakawa, que incluso retirado, Kiyomori
era una autoridad en cualquier cuestión relacionada con el Estado o con el ejército.
Goshirakawa tenía muchos favoritos en la corte, por ejemplo Narichika, un
pariente lejano de Kiyomori aunque de otro clan, quien anhelaba tener un cargo en el
ejército. Aprovechando el retiro de Kiyomori, Narichika preparó inmediatamente
todas las cosas para que le nombrasen general. Sus sutiles intrigas pronto tuvieron
fruto. Consiguió una audiencia con el emperador y le expuso sus méritos con fuerza y
elocuencia. Goshirakawa no estaba desfavorablemente dispuesto a esta idea pero,
temiendo el enojo del poderoso Heike, pensó que no sería sabio precipitarse
demasiado en la promoción de Narichika.
El cargo que pretendía Narichika era de suprema importancia y desde hacía
tiempo Kiyomori tenía decidido que ese cargo lo ejerciera a toda costa uno de sus
hijos. Por eso, al oír hablar de las intrigas de Narichika y de su audiencia con el
emperador se llenó de ira. El nombramiento de Narichika representaría un grave
peligro para el Heike y Kiyomori actuó inmediatamente. Decidió abandonar su retiro
de la montaña y dirigirse al enclaustrado emperador para oponerse vigorosamente a
cualquier sugerencia en el sentido de que Narichika ocupase el cargo de general en el
ejército y para exigir abiertamente que este grado se lo concediese a su hijo
Munemori sobre la base de que el país se sumergiría otra vez en la guerra civil si
Narichika ocupaba un cargo tan importante y estratégico como aquél. Pero
Goshirakawa, que favorecía en secreto a Narichika, se negó a admitir la grave
advertencia que le hacía Kiyomori, quien tuvo que marcharse colérico y amargado,
sin haber conseguido lo que se proponía.
Las noticias de la visita de Kiyomori al palacio llegaron hasta Narichika. Al
comprender éste que la negativa a dar el nombramiento al hijo de Kiyomori
demostraba la preferencia del emperador, Narichika decidió presionar para que, sin
dilación, le diesen a él la responsabilidad. Y con esa idea pidió una audiencia al
emperador.
—Kiyomori es cruel, arrogante y egoísta —argumentó Narichika al emperador—.
No le interesa la paz ni el bienestar del país sino sólo conservar el poder sobre el
ejército dentro de su propia familia, y para ello está dispuesto a entregárselo a su
estúpido, obstinado y débil hijo. Por esta causa le odian las facciones de sus propios
soldados, quienes aguardan la primera oportunidad que se les presente para rebelarse
contra él. Vuestra divina majestad siempre ha deseado ver humillado al Heike. Ahora
tiene la ocasión. Le aseguro a vuestra augusta majestad que puedo ganarme a la
facción insatisfecha del ejército del Heike y destruir para siempre a Kiyomori y a sus
seguidores.
Goshirakawa quedó grandemente impresionado ante este argumento, y como
estaba deseando secretamente ver la derrocación y humillación de Kiyomori, aprobó
la petición de Narichika y le nombró general.
Sin perder tiempo Narichika se puso a buscar diversos aliados de los más afines,
como por ejemplo Shunkan, un viejo sacerdote; Yasuyori, oficial del gobierno; y su
hijo Naritsune, que ya se había distinguido como guerrero en una serie de batallas.
Con estos tres y un buen número de otros disidentes que odiaban al Heike y que por
tanto estaban dispuestos a apoyar a Narichika, éste convocó un cónclave secreto. El
sacerdote Shunkan, quien tenía una amplia reputación por su sabiduría e instrucción,
cualidades que ocultaban una naturaleza astuta y prudente, poseía una pequeña casa
en la región de Shishi ga Tani, y todos estuvieron de acuerdo en reunirse allí en
medio del más alto secreto.
En la noche de la reunión, cada uno de los grupos viajó por separado hasta Shishi
ga Tani y de aquí a la cabaña de Shunkan. A una señal prevista de antemano cayó una
cortina y las figuras de los conspiradores desaparecieron en el oscuro interior de la
casa. Una vez dentro, Shunkan les condujo a una habitación más interior sin
ventanas, donde sus oscuras ropas exteriores y sus susurrantes voces desaparecieron
inmediatamente. Shunkan había preparado una pródiga cena, y después de que el
vino hubo fluido libremente, la animosidad contra Kiyomori y el Heike fue expresada
por completo, y todos ellos juraron entregar sus vidas si era necesario para
derrocarlos.
Según avanzaba la noche, los espíritus se soliviantaban. Las copas de vino eran
intercambiadas y por turno todos hicieron su brindis. Narichika pasó su copa a
Shunkan. Éste estaba a punto de llenarla del jarro de porcelana cuando le crujió el
cuello de repente y la cabeza le cayó suavemente a un lado. Durante un momento
imperó el silencio. Después Shunkan gritó:
—¡Un agüero, un agüero! ¡Que caigan así las cabezas de los del Heike!
Con esto siguieron intercambiando más copas, y ya intoxicados por el alcohol
sintieron que la victoria estaba asegurada. Continuaron bebiendo durante toda la
noche y la mañana les sorprendió dormidos a todos; los cuerpos tendidos adonde
habían caído con el sopor de la borrachera.
Pero había uno que estaba despierto, un amigo de Shunkan que detestaba a
Narichika y que en realidad era seguidor de Kiyomori. Había llevado mucho cuidado
en el control de sus bebidas con el fin de no perder el juicio, y viendo a los demás
borrachos y dormidos, decidió que era mejor marcharse. Silenciosa pero rápidamente
salió de la cabaña y fue derecho a Kiyomori a quien le contó todo con detalle.
Kiyomori actuó veloz y decididamente. Envió correos a todos los cuarteles dando
instrucciones urgentes a cada capitán para que armara a todos sus hombres y
encarcelaran a todos cuantos simpatizasen con Narichika. Cuando éste y sus
conjurados regresaron a la ciudad, la encontraron en estado de sitio y en rebeldía.
Narichika, que ya había sospechado de la desaparición del amigo de Shunkan,
comprendió en seguida que había sido traicionado, y decidió que su única esperanza
era refugiarse en uno de los escondrijos de la ciudad.
Mientras tanto Kiyomori, furioso y colérico por la traición de que había sido
objeto, se dirigió en seguida a Goshirakawa y le pidió que le dispensara de sus votos
de monje. Estaba decidido a tomar las armas de nuevo y a guiar a sus hombres hasta
que la oposición hubiera sido arrasada. El emperador consintió de mala gana, pero
como se negó a escuchar el informe sobre las actividades de Narichika, Kiyomori
cayó de pronto en la cuenta de que el emperador pudiera estar simpatizando
realmente con los traidores. Al aumentar sus sospechas, estuvo más decidido que
nunca a aniquilar a Narichika y a sus simpatizantes. Dando un rodeo por la costa
desembarcó a sus soldados en la ciudad y les mandó que buscaran casa por casa.
Narichika, su hijo, Shunkan y Yasuyori fueron pronto cogidos por sorpresa
escondidos en un templo de los suburbios. Fueron obligados a rendirse y llevados
ante Kiyomori.
En un sitio de honor, junto al emperador, estaba sentado Kiyomori, vestido con
toda su armadura y con el noble casco de general. Al entrar los prisioneros, su rostro
se cubrió de un rojo encendido mientras que sus ojos casi se cerraban de odio. Como
el emperador estaba poco dispuesto a condenar a su favorito Narichika, escuchó con
simpatía las súplicas de perdón de los prisioneros. Kiyomori, sentado en silencio, al
ver que el emperador estaba dispuesto a aligerar cuanto fuera posible la sentencia, e
incluso a absolverlos, pensó que cualquier cosa que él dijera en esta coyuntura sería
una pérdida de palabras. Pero su rostro desdeñoso y airado no presagiaba nada bueno
para los prisioneros.
Cuando éstos fueron devueltos a sus celdas mientras se investigaba más
ampliamente et caso, y el emperador hubo salido, Kiyomori llamó en Seguida a sus
capitanes para decirles:
—Siempre he condescendido con nuestro augusto emperador y por honrarle y
respetarte nunca he cedido ante nada. Pero tengo la obligación de informaros que está
en contra nuestra. Ha tenido el oído dispuesto a las intrigas de Narichika; le ha hecho
general del ejército; e incluso ahora, cuando la deslealtad de Narichika casi ha
sumergido de nuevo a nuestro país en la guerra civil, el emperador está haciendo sus
manejos para que los traidores sean absueltos. Después de considerar cuidadosamente
sus últimas acciones relacionadas con Narichika, me inclino a pensar que nuestro
augusto señor es parte del complot iniciado para derrocar al Heike, y que no debemos
consentir. El remedio que impongo es drástico e inapelable; si tenemos que salvarnos
y prevenir la hemorragia de sangre en nuestro país, debemos dirigirnos en seguida a
palacio y hacer prisionero al emperador.
Después de estas palabras, el silencio se adueñó de la sala. Todos los presentes
conocían al dedillo la gravedad de la situación y que se necesitaba la acción
inmediata para controlarla. Pero forzar la entrada en palacio y arrestar al emperador
era harina de otro costal. ¿Cómo iba a reaccionar el pueblo si se enteraba —y desde
luego se iba a enterar pronto— de que el palacio del hijo del cielo había sido violado
y que el emperador había sido hecho prisionero? ¿No se levantaría el pueblo contra el
Heike? De cualquier modo la alternativa era cruenta, con el posible derrocamiento del
Heike y la muerte de sus componentes. Sin embargo sus mentes no tardaron en
decidirse: seguirían a Kiyomori adonde fuera en su audaz pian de custodiar la sagrada
persona del emperador.
Después de ganar la aprobación de sus capitanes, Kiyomori ordenó a Munemori
que reuniera a mil soldados escogidos y que avanzara en seguida hacia el palacio del
emperador.
—Tratad al emperador con la máxima cortesía —ordenó Kiyomori—. Bajo
ningún pretexto violéis su persona. Explicadle la razón y la necesidad de nuestra
acción y decidle que no debe temer por su vida o sus propiedades. En cuanto a los
otros… ¡acabad con ellos! ¡Degolladlos a todos instantáneamente! Sobre todo
procurad que Narichika y su engendro Naritsune no escapen a vuestras justicieras
espadas.
Mientras Kiyomori hablaba, su hijo mayor Shigemori, vestido con un kimono
ordinario, entró en la sala y con el ceño fruncido escuchó lo que estaba diciendo su
padre. Cuando éste hubo terminado de hablar, Shigemori, incapaz de contenerse,
gritó: —¡Padre, te ruego que aguardes un momento! He oído tus órdenes a Munemori y
te imploro que lo pienses nuevamente antes de llevar a cabo esta acción tan temeraria
y mal concebida.
Munemori se interpuso entre su padre y su hermano, miró con desdén a éste y
gritó:
—¡Vaya un soldado! ¿Y te atreves a discutir la palabra de tu general? ¿Dónde está
tu armadura? ¿Has adquirido de pronto el corazón de una mujer?
Pero Shigemori observó con calma a su padre y éste, que amaba y confiaba en su
hijo mayor y había tenido frecuentes razones para agradecerle su sabiduría y
adecuado consejo, se quedó silencioso ante la resuelta fijeza de su hijo.
—Munemori, estás hablando sólo por la ira y no sopesas las razones de tus actos
—dijo Shigemori volviéndose a su hermano menor—. Sin embargo te entiendo
porque siempre has sido impetuoso y no has pensado nada tus resoluciones.
Luego se dirigió solícita y profundamente a su padre y a la compañía reunida.
—Y en cuanto a ti, padre, ¿dónde está tu paciencia y sabiduría? ¿Has
reflexionado sobre las consecuencias de esa temeraria acción? Sabes a qué han
conducido en el pasado acciones de este tipo. Sus memorias están demasiado
recientes para que las hayas olvidado tan pronto. Ellas son las que han producido las
sangrías, traído la violencia y devastado el país. Hoy tenemos la paz, la primera que
gozamos en muchos años. Todas las censuras y odios estén siendo lentamente
borrados de las mentes de los hombres. ¿Por qué quieres revivirlos otra vez y
provocar un estado de guerra aún peor que antes? Te prevengo que si llevas a cabo
esta violenta acción, el nombre del Heike sufrirá una mancha que los siglos de sangre
y lágrimas derramadas no podrán limpiar. ¿Vas a creer, padre mío, que te has
dedicado a una vida santa, que porque te quites tus ropas sacerdotales puedes
eliminar tus votos? ¿No te quitaste la espada y te afeitaste la cabeza porque ya estabas
harto de sangrías? ¿Por qué entonces la tomas otra vez y arrebatas la paz que tú y
todos nosotros hemos deseado durante tanto tiempo?
Al oír estas palabras de su hermano, Munemori bajó la cabeza y lleno de
vergüenza se apartó a un rincón. Kiyomori cogió el manto sacerdotal y salió de la
casa debido a la lucha que se desarrollaba en su interior por la emoción que
amenazaba con abrumarle. En su corazón estaba el convencimiento de que Shigemori
llevaba razón, pero su cólera contra el emperador y contra los traidores era tal que no
podía apaciguarse fácilmente. Se puso las ropas sacerdotales sobre su armadura,
volvió a la sala y se sentó, pero permaneció en silencio. Ahora se asemejaba al
sacerdote que había sido, pero en cuanto el manto se subía un poco, surgía la
armadura que había debajo. Viendo este contraste, Shigemori se dirigió nuevamente a
él:
—Mi querido y honrado padre, perdona la violencia de mis palabras. Ahora te
hablo como soldado y sacerdote que eres. Perdona a Narichika y a su hijo porque han
actuado únicamente de acuerdo con lo que creían era su obligación.
Pero el rostro de Kiyomori se puso rígido otra vez y replicó:
—Hijo mío, lo que yo hago, lo hago por el honor del Heike y por el bien tuyo y el
de tu hermano.
Este Narichika es un traidor y Naritsune seguirá en todo a su padre. Si se les deja
vivir no nos crearán más que problemas a todos, a nosotros y a nuestra familia.
—Padre, aunque sean traidores también están conectados con nosotros por lazos
familiares. No podemos echar sobre nosotros su sangre. Y recuerda que Narichika es
uno de los favoritos predilectos del emperador. Mándalos al destierro pero respeta sus
vidas.—
Shigemori, conozco muy bien la nobleza de espíritu que te incita a decirme
todo eso. Pero el emperador ha mostrado que apoya a esos traidores y jamás
podremos sentirnos a salvo si están libres para conspirar contra nosotros. Es mucho
mejor exterminar a Narichika y a sus seguidores y mantener guardado a Goshirakawa
donde no pueda dañarte ni a ti ni al Heike.
Kiyomori había hablado suavemente. Se notaba que cada palabra había sido
serenamente considerada y era evidente que estaba emocionado. Sus capitanes
estaban sentados en silencio; sus cabezas seguían bajas y ninguno se movía. Entonces
habló Shigemori:
—En este mundo tenemos que consagrarnos a cuatro lealtades: la primera es
Dios, la segunda la patria, la tercera la familia, y la cuarta el hombre. Aquellos que no
cumplen sus obligaciones con estas cuatro no son dignos de vivir entre nosotros. El
emperador es hijo de la divina diosa del sol. Para nosotros, él es como Dios sobre la
tierra y nos gobierna a nosotros y a nuestro país. Al jurar lealtad a Dios estamos
jurando también nuestra lealtad al emperador, y al dársela al emperador se la estamos
dando a Dios. Dios, el divino emperador y nuestra sagrada patria son una y la misma
lealtad. Nuestra obligación con ellos es la primera y la más sagrada que tenemos. Lo
que se hace contra el emperador se hace contra Dios y la patria. La violación de este
sagrado deber de lealtad traerá vergüenza y oprobio al Heike. Yo, por ser soldado,
debo proteger a mi emperador. Y si tú persistes en tu proyecto, deberé luchar contra
ti.
—¿Contra mí? ¿Contra tu padre? ¿Lucharías tú contra mí?
Shigemori se arrodilló ante su padre y le dijo angustiado:
—Padre, ¿es que no lo comprendes? Como soldado debo luchar por mi
emperador. Pero como hijo tuyo no puedo volverme contra ti. ¿Qué puedo hacer? Si
nada de lo que te diga puede disuadirte y estás determinado a atacar el palacio,
entonces, antes de que envíes allí a tus soldados te ruego que me garantices esta
última petición: ¡degüéllame con tu espada!
Al terminar de hablar, Shigemori lloró amargamente, y sin sentir ninguna
vergüenza por ello, las lágrimas empezaron a caer de los ojos de Munemori y de los
soldados congregados que lloraban por simpatía. Kiyomori puso suavemente su mano
sobre el hombro de su hijo y con voz triste y resignada, dijo:
—Shigemori, me has derrotado. No puedo más. He querido protegerte a ti y a
nuestra familia. Pero llevas razón. No te aflijas más. Narichika y su hijo serán
perdonados y al emperador no se le molestará. Haz con los prisioneros lo que desees.
Sin mirar a la compañía congregada, Kiyomori se arrebujó más firmemente las
ropas de sacerdote y salió de la habitación.
Entretanto, Munemori y los capitanes se reunieron alrededor de Shigemori. Pero
éste no les disculpó. A todos les amonestó, pero en particular a Munemori por no
haber disuadido antes a Kiyomori de realizar tales acciones perversas. Les recordó
que Kiyomori se estaba haciendo viejo y que necesitaba la guía y el consejo de
aquellos que le iban a suceder. Si el poder del Heike pendía de un hilo, también
pasaba lo mismo con la paz del país. Pero las dos cosas podrían preservarse si
prevalecía la sabiduría y el buen consejo.
Sin decir nada más Shigemori abandonó la habitación y se dirigió adonde estaba
Kiyomori. Con el permiso de éste marchó a ver al emperador para pedirle el urgente
exilio de los traidores. Goshirakawa, después de oír el razonamiento de Shigemori,
fue lo bastante sabio para ver que a pesar de su deseo de proteger a Narichika era
necesario ese castigo para aplacara Kiyomori y al Heike. Por eso consintió en mandar
al destierro a Narichika, concretamente a Bizen, una parte solitaria del continente.
Para Narichika ésta era una sentencia dolorosa pero algo la mitigaba el hecho de que
aún era una parte del continente, y si las cosas cambiaban, él estaría relativamente
cerca. Pero para su hijo Naritsune fue muchísimo más penoso; porque Naritsune, el
oficial Yasuyori y el sacerdote Shunkan fueron condenados al exilio a una lejana y
desagradable isla de Kyushu hasta que la muerte los liberara del castigo.
II
El poema del mar
En el barco que los conducía al exilio, bastante más allá de las costas del sur de
Kyushu, Naritsune y sus dos compañeros, el oficial Yasuyori y el sacerdote Shunkan,
sufrieron muchas semanas de confinamiento en los grillos. Se hallaban encadenados
en la parte más honda de la bodega. El calor era insoportable y el aire hediondo.
Como sólo recibían una escasa ración de arroz y agua cada día, padecían una sed
ardiente y un hambre voraz, y eso durante todo el largo trayecto. Sus tobillos y
muñecas estaban desollados por el roce de las cadenas, y cada bamboleo del barco les
producía nuevas agonías de dolor. Como sus pensamientos estaban centrados en sus
sufrimientos inmediatos, no podían pensar en el futuro y en el destino que les
aguardaba. Y era mejor así para ellos. Porque este conocimiento unido a sus presentes
miserias se hubiera convertido en un castigo insoportable, ya de por sí más riguroso
que lo que la peor imaginación hubiera podido alcanzar.
Cuando el barco atracó por fin en una bahía y cesaron los ruidos rítmicos de los
remos, les quitaron las cadenas y los subieron a cubierta. Sus ojos, por tanto tiempo
acostumbrados a la oscuridad de su prisión, se violentaron y vertieron lágrimas por la
brillante luz del sol, y sólo veladamente podían percibir las desoladas costas de la isla
a la que habían sido desterrados y que estaba a corta distancia. Los crueles guardias
los empujaron y les hicieron desembarcar. Bamboleándose y tropezando cayeron al
fin en la orilla de la costa, demasiado exhaustos para darse cuenta de la marcha de los
guardias, quienes casi ni volvieron la vista para mirar a las tres figuras que parecían
guiñapos a la orilla del agua.
Durante largo tiempo estuvieron tendidos, sin hablar o moverse, cada uno de ellos
consciente sólo de haber salido de la odiosa bodega del barco y de haber sido
liberados de sus horrorosas cadenas. Lentamente se fueron recuperando, pero cuando
empezaron a mirar a su alrededor les invadió el pánico y la desesperación. Rocas
amarillas y sulfurosas y piedras desparramadas acá y allá constituían todo el terreno.
Ni un árbol, ni una raíz, ni una hierba para alegrar la desolación de la escena. El sol
pegaba implacable sobre la enjuta tierra, y la deslumbrante expansión del mar se
extendía invariable en todas direcciones. Las humaredas del sulfuro caliente surgían
acá y acullá de la isla en espirales que se elevaban hacia el cielo, y sólo el lamido de
las olas sobre las rocas rompía el silencio. Estremecidos y espantados por estos
parajes, anduvieron vagando por allí con la esperanza de encontrar habitación o
vegetación; pero cuando llegó la noche, sólo pudieron constatar la misma escena.
Hambrientos, sedientos y exhaustos, se tendieron juntos al amparo de una roca, para
dormir como pudieran hasta que llegase la luz del día.
Pasaron semanas y meses. De alguna manera llegaron a tener una sencilla
existencia a pesar de la desnudez de la isla. Haciendo unos anzuelos improvisados,
cogían peces de la superficie de las aguas y cualquier hierba que colgase de las rocas
del mar o de la tierra era demasiado poco para su hambre continua. Cada vez se
fueron asemejando menos a seres humanos procedentes de un mundo civilizado, y
cada vez se parecían más a los aborígenes posibles de su cruel medio ambiente. Sus
ojos estaban enfermos de mirar al despiadado resplandor de las corroídas rocas
sulfurosas; su pelo creció tanto que les caía por los hombros; y la carne fue
desapareciendo de sus flacos y mal alimentados cuerpos. El más mínimo ejercicio
agotaba sus débiles miembros y la muerte parecía estar siempre al acecho.
Hora tras hora permanecían indiferentes a la orilla del mar, observando la
interminable expansión del agua. Cualquier pequeña esperanza que alimentaran de
ver aproximarse una vela, daba paso rápidamente a la desesperación cuando se ponía
el sol, y los humos de las vetas sulfurosas arrojaban un nauseabundo flujo sobre la
superficie de las olas y transformaban el mar y la tierra en una pesadilla de
fosforescencia.
A veces se sentaban en el refugio de una roca y charlaban tristemente de sus
anteriores días felices. Después Shunkan hablaba bárbaramente de Kiyomori y con
amargo odio lanzaba juramentos de venganza. Sin embargo, los dos hombres más
jóvenes sentían poco resentimiento hacia Kiyomori. Éste les había cogido en seguida
en lo que era un acto de traición, y ellos estaban sufriendo únicamente su merecido.
En estos largos y aburridos días de reflexión habían llegado a sentir que en su juvenil
entusiasmo estuvieron seducidos peligrosamente hasta llegar casi a traicionar al
emperador Goshirakawa, y de ello estaban profundamente arrepentidos. Por eso
dijeron a Shunkan que tuviera paciencia y esperanza de que algún día llegaría la
liberación. Pero Shunkan, lejos de confortarse con estas palabras, encontraba ocasión
en ellas para alimentar un rencor más profundo y los maldecía con tal violencia que
cuando los jóvenes se alejaban de él y le abandonaban a sus resquemores, se sentían
contentos.
Yasuyori lo sentía sobre todo por su madre. Era anciana y desde que su padre
había muerto, muchos años atrás, él había sido su único apoyo y consuelo. Lo habían
obligado a embarcar sin verla y esto era una constante fuente de pena y amargura
para él.
Una noche que se encontraba tallando un trozo de madera seca con una concha
afilada, concibió la idea de escribir un poema a su madre y echarlo a las aguas. La
idea se convirtió en seguida en apremiante pasión, y día tras día estuvo buscando
trozos de madera sobre los que cincelar las palabras con las que describiría a su
madre el lamentable estado en que se hallaba. Cada vez que terminaba uno lo
arrojaba al reflujo de la marea. Llegó el día en que echó al mar el trozo número cien
para que realizara su descuidado viaje, y murmuró una oración pidiendo que al menos
uno pudiera llegar a las manos de su madre.
Un día, un sacerdote de la lejana costa de Itsukushima que había acabado de
oficiar en el altar de Akima, estaba meditando en una roca a la orilla del mar cuando
una avanzada ola arrojó sobre su sandalia un pequeño trozo de madera. Con cierta
curiosidad lo cogió y con gran sorpresa comprobó que era un poema firmado por
Yasuyori cuyo padre había sido un viejo amigo suyo. El poema estaba dirigido a su
madre y el sacerdote, que era sabedor del exilio de Yasuyori, dedujo rápidamente que
éste había lanzado al mar el poema con la esperanza de que de alguna manera llegara
a la mujer.
El sacerdote no perdió tiempo y se puso en camino hacia Mikoto, lugar donde
vivía la madre de Yasuyori. Al llegar le entregó el trozo de madera y le contó el
milagro de su descubrimiento. Cuando la mujer leyó el poema y supo por él que su
hijo estaba sufriendo una vida insoportable en la isla de su destierro, se inquietó
profundamente. Colocó el poema delante de ella, en la estera de paja que había en
suelo, para ver el callado mensaje de padecimientos y penalidades que estaba pasando
su hijo; con ello empezó a llorar y empapó sus mangas. El sacerdote, no menos
emocionado, permaneció silencioso. Observaba la pena de la anciana y decidió llevar
el poema al emperador, contarle la historia de su hallazgo y, humildemente, pedirle el
perdón de Yasuyori.
Cuando las lágrimas de la anciana cesaron, le dijo lo que iba a hacer. Ella,
agradecida, se inclinó profundamente y envolviendo cuidadosamente el precioso
poema en un pañuelo de seda, se lo dio al hombre. Con las llorosas bendiciones de la
mujer, el sacerdote comenzó su viaje.
Al llegar al palacio, el sacerdote fue recibido en audiencia. Cuando el emperador
escuchó la historia del pedazo de madera y leyó para sí el poema, se sintió
hondamente conmovido y perturbado. Al ver su interés, el sacerdote presionó más
aún y habló con sentimiento en nombre de la madre de Yasuyori, terminando con el
ruego ferviente de que perdonara al joven. El emperador dijo que iba a considerar
favorablemente la petición, pero añadió, que también debía consultar al señor
Kiyomori.
A la mañana siguiente el emperador llamó a Kiyomori, a su hijo Shigemori y al
sacerdote para que hablaran. A Kiyomori y a Shigemori les mostró el trozo de madera
y una vez más el sacerdote volvió a describirles la extraña historia. Shigemori se
hallaba visiblemente afectado por lo que estaba oyendo, y hasta el inflexible
Kiyomori estaba evidentemente conmovido.
—Vuestra augusta majestad —empezó a decir Kiyomori inesperadamente—,
aunque Naritsune y Yasuyori cometieron el grave crimen de traición, jamás les ha
faltado valor o humildad. Si ambos se vieron envueltos en esta conspiración, estoy
seguro que más fue debido a la influencia de Narichika y Shunkan que a su propio
deseo de ser traidores. Los dos son todavía muy jóvenes; los dos han sufrido
indudablemente muchas penas en el exilio, y por este poema es evidente que están
arrepentidos de sus acciones. Han aprendido la lección y no hay razón para que se
pierdan dos vidas jóvenes y prometedoras. Yo ruego a vuestra divina majestad, pues,
que reconsidere su sentencia y los vuelva a llamar a la capital.
Después la cara de Kiyomori se oscureció y sus cejas se juntaron al añadir:
—En cuanto a Shunkan, ese cobarde sacerdote, ¡dejadle que se pudra allí! No
tendré misericordia de él. Él y Narichika fueron los principales implicados en la
revuelta; si regresa no nos traerá más que problemas.
—Padre —dijo Shigemori—, todos nosotros pensamos como tú, y uno mi
petición a la tuya para que Naritsune y Yasuyori sean perdonados. Mi corazón
desearía que también Shunkan pudiese participar de la consideración de clemencia de
vuestra graciosa majestad, pero sé muy bien el peligre que corremos todos los que
participamos en su destierro si le libertamos y le dejamos hacer para vengarse. Tiene
una naturaleza tenebrosa e imaginativa y si volviera ahora con la carga de-su presente
castigo y amargura, sin duda qué extendería la revuelta y la traición entre aquellos
sacerdotes que están demasiado dispuestos a cambiar sus ropas sacerdotales por la
armadura, y sus oraciones por la espada.
Goshirakawa estuvo en seguida dispuesto a que finalizara el exilio de Naritsune y
Yasuyori y a llamarlos a la capital. Enormemente regocijado, el sacerdote fue
corriendo a la madre de Yasuyori para referirle las alegres noticias. Mientras tanto se
preparó un barco y se envió un mensajero a la isla.
Habían pasado casi tres años desde que los exiliados languidecían en la isla, y
aunque los dos jóvenes nunca habían abandonado la esperanza de la liberación, se
encontraban ya casi en el límite de su resistencia. No obstante seguían manteniendo
su diaria vigilancia, pues creían que mientras hubiera vida había esperanza. Pero
Shunkan los maldecía por idiotas y tontos al confiar en el perdón mientras viviese
Kiyomori. Por eso les volvía la espalda y se retiraba al amparo de su roca donde
permanecía sentado durante horas, mirando fieramente alguna visión interior.
Una mañana Naritsune, que estaba mirando al horizonte como hacía todos los
días, quedó sobrecogido por un repentino destello blanco que se dibujaba a lo lejos.
Casi sin respiración, volvió a mirar. ¡Otra vez! ¡Algo blanco! ¿Una ilusión? ¿Una
nube? O… ¿una vela? Agarrando a Yasuyori por el brazo, señaló a lo lejos:
—¿Qué es aquello, Yasuyori? ¿Lo ves? ¿O es otro espejismo?
Empezaron a mirar juntos mientras que el corazón les latía violentamente y sus
miembros temblaban. Durante lo que pareció una eternidad el fugitivo destello blanco
se sumergió y volvió a emerger en el horizonte, haciéndose mayor a cada instante. De
repente, con un grito, los dos jóvenes echaron a correr hacia la orilla del mar. ¡Era
una vela y estaba poniendo proa hacia la isla! Casi sin dar crédito a lo que veían,
presenciaron cómo se iba acercando y que al fin anclaba a alguna distancia. Luego
vieron la figura de un hombre que descendía a una pequeña barca manejada por un
remero, quien se acercó velozmente a la orilla. El hombre descendió, vadeó el agua y
se paró ante ellos. Por un instante tenso se miraron, el elegante mensajero real a ellos
y ellos, los náufragos y rotos des terrados, a él. Luego el mensajero habló:
—¿Eres tú Naritsune, el hijo de Narichika? ¿Y eres tú Yasuyori, el antiguo
oficial?
El mensajero extrajo de su bolsa un papel que traía enrollado y continuó:
—Soy portador de un libre perdón para vosotros dos de parte de su graciosísima y
augusta majestad. Si sois los dos mencionados, decidlo.
Los años de privaciones les habían debilitado muchísimo, y ahora, vencidos por
la emoción, casi no tenían fuerzas suficientes para continuar hablando y contestar al
mensajero. Sin embargo se arrodillaron, hicieron una ceremonial reverencia y
contestaron que, en efecto, eran Naritsune, el hijo de Narichika, y Yasuyori, el
antiguo oficial. El mensajero les entregó el escrito del perdón y ellos volvieron a
inclinarse hasta que sus cabezas tocaron la arena, pero sus lágrimas caían
rápidamente y las palabras del papel real danzaban locamente ante sus ojos cuando
intentaban leerlo.
De repente una figura salvaje y desgreñada salió corriendo de detrás de una roca.
Era Shunkan. Riendo como un demente y empujando y arañando a los otros, les quitó
el papel.
—¿Qué es esto? ¿Te ha enviado el alto y poderoso Kiyomori a degollarnos? ¿Me
teme tanto todavía que viene a nuestro exilio a perseguirnos? ¡Pero yo no moriré!
¡Tengo que vivir para vengarme de él y de toda su casa! —gritó Shunkan.
El mensajero lo miró severamente y contestó:
—De eso yo no sé nada. Sólo he venido con una orden para liberar a Naritsune y
Yasuyori.
Shunkan se quedó estupefacto. Luego, locamente, se llevó el papel al rostro para
escudriñarlo más de cerca.
—¡Mi nombre, mi nombre! —chilló—, ¿dónde está mi nombre? ¡Tiene que estar
aquí! El emperador no puede haberme olvidado. ¡Estás mintiendo!
El mensajero lo empujó hacia atrás y pidió a los otros dos que montaran en la
pequeña barca. Shunkan se abalanzó sobre ellos y les cogió sus desgarradas mangas,
rogándoles que por piedad no lo abandonaran. Ellos, tan rotos como él, suplicaron al
mensajero que lo llevaran con ellos. Pero el mensajero se negó diciendo que el
perdón era únicamente para ellos dos y que él debía obedecer las órdenes. Fuera de sí,
Shunkan los seguía corriendo, ora delante para empujarlos hacia atrás, ora junto a
ellos para sujetarlos. Naritsune y Yasuyori le pidieron con voz atormentada que
tuviera paciencia porque ellos seguramente persuadirían al emperador para que le
perdonara. Al fin tuvieron que luchar con él para verse libres y montar en la barca. El
remero la empujó hacia mar adentro, pero Shunkan se agarró desesperado a ella. La
pequeña barca se bamboleaba con sus tirones y el remero tuvo que luchar
abiertamente con él para liberarse,
Por su parte, Naritsune y Yasuyori presenciaban angustiados y desesperados la
insistencia del demente sacerdote. Centímetro a centímetro, Shunkan se vio obligado
a penetrar en el agua, hasta que sólo sus crispados dedos se vieron agarrados a la
barca. Ésta seguía penetrando en el mar y las olas sacudían a Shunkan, pero éste
parecía insensible a todo menos a este último y desesperado contacto. El remero le
golpeó la mano con el remo y Shunkan se vio forzado a soltar su presa, roto y
derrotado, hasta que las mismas olas lo volvieron a sacar a la orilla. Se levantó,
magullado y sangrante, y sollozó en una desesperada enajenación al ver a los otros
que se alejaban hacia el barco.
Largo tiempo permaneció allí tirado, ofuscado y exhausto y sintiéndose
miserable, olvidado de todo excepto de su inagotable odio hacia Kiyomori. Sus dedos
se agarraban a la arena como si estuviera clavando las garras en el cuello de su
enemigo, y la saliva le salía por las comisuras de los labios como si estuviera echando
un diluvio de maldiciones sobre las cabezas de Kiyómori y de todo el clan del Heike.
Al llegar la noche se medio incorporó y fue arrastrándose dolorosamente hasta una
roca que dominaba todo el mar. Fuera de sí, llenó las tinieblas con gritos salvajes
hasta que, demasiado débil para articular ningún otro sonido, cayó en un sopor y en
un olvido temporal del período de solitario exilio que le aguardaba.
III
La batalla de Ichi-no-Tani
Algún tiempo después de que Munemori hubiera sucedido a su padre como líder
del Heike, los ejércitos del Genji le declararon la guerra por el norte y el este. Las
provincias iban alzándose una por una y uniéndose tras tos líderes del Genji llamados
Yoshitsune y su primo Yoshinaka, por lo que Munemori comprendió que cualquier
intento de defender la capital sólo conduciría a la derrota y a la matanza inútil.
Después de consultar con sus capitanes, decidió retirarse al palacio de Fukuwara,
cerca del valle de Ichi-no-Tani. Pocos días más tarde la huida era completa y no
mucho después los ejércitos de Yoshinaka ocupaban la capital.
Deliberadamente, Munemori había elegido el viejo palacio de su padre para que
el Heike pudiera recuperar su fuerza y su espíritu. El palacio se hallaba situado en
una región amiga del clan y era un auténtico baluarte. Edificado sobre un bajo
saliente de la cima de una montaña cuya base caía perpendicular a una estrecha
llanura que se inclinaba sobre el mar, estaba protegido por detrás por la ferocidad del
terreno montañoso y por arriba por la dificultad del descenso. Por la parte de delante
disponía de una visión continua de toda la estrecha llanura hasta el mar, y cualquier
atacante que viniera por este lado sería divisado inmediatamente desde las torres de
vigilancia. Por ambos laterales, a cierta distancia, surgían pequeños montículos que
proporcionaban alguna protección contra el ataque de la caballería. Munemori, pues,
creyó que allí estarían seguros y si el enemigo daba la batalla, ésta no sería de ningún
modo en Ichi-no-Tani.
Aprovechándose de una sangrienta disensión que se produjo en las filas del Genji
y que terminó con el aplastamiento de la facción de Yoshinaka por Yoshitsune,
Munemori convirtió el palacio en una plaza fortificada. Grandes contingentes de
guerreros procedentes del sur reforzaron a los que ya había en Fukuwara, y un nuevo
espíritu de lucha surgió entre los hombres. Munemori llamó a sus capitanes y les dijo:
—¡Hombres del Heike! Ha llegado el momento de la acción. Nuestro ejército es
ahora fuerte y está lleno del deseo de la victoria. Nuestros guerreros están inflamados
con el espíritu de la lucha y determinados a restaurar el glorioso nombre del Heike al
lugar que le pertenece en la capital. El enemigo se ha debilitado con disensiones
internas y nuestra fortaleza es inexpugnable. No esperaremos a que nos ataque el
Genji; nosotros empezaremos la ofensiva. Por tanto, os ordeno preparar la marcha
sobre la capital. Id en seguida y disponedlo todo. Luego volved aquí y ultimaremos
los detalles.
Pero el Genji tenía en Yoshitsune un dirigente incansable. Después de triturar a su
primo Yoshinaka en el río Uji, había urgido a sus hombres para que destrozaran el
ejército de su enemigo. Aprovechando la noche, y quemando casas y granjas para
iluminar el camino de sus guerreros, Yoshitsune y su gran ejército se presentaron de
pronto ante la fortaleza del Heike. Cogido por sorpresa, Munemori llamó
urgentemente a sus capitanes y les dijo:
—Tenemos el enemigo a las puertas. Pero necesitarán descansar antes del ataque
y cada minuto de esta tregua debe usarse para desplegar a nuestros soldados en
formación de combate. Estamos seguros de que no nos pueden atacar por detrás. Por
tanto, podemos concentrar las tropas dentro del fuerte contra un ataque frontal y
extender el flanco de la izquierda hasta llegar a las orillas del río y el de la derecha
hasta el valle de Ichi-no-Tani. Anclaremos nuestros barcos en la bahía y desde ellos
nuestros arqueros podrán barrer al enemigo que ataque por la llanura y ponernos a
cubierto cuando nos toque atacar a nosotros. ¡Soldados del Heike, debemos luchar
con valor para aniquilar al enemigo y entronizar de nuevo en la capital el glorioso
nombre del Heike!
Los capitanes salieron y aquella noche desplegaron los ejércitos del Heike en
formación de combate de acuerdo con el plan de Munemori. Y ya era tiempo, porque
al día siguiente Yoshitsune lanzó su primer ataque concentrando sus fuerzas sobre el
fuerte y estableciéndose en el valle de Ichi-no-Tani. Durante todo el día estuvieron
atacando, pero sus soldados se vieron forzados a retroceder varias veces con grandes
bajas y muchos de sus mejores capitanes quedaron muertos en el campo de batalla.
Por la noche el ataque empezó a amainar y los ejércitos del Genji recibieron la orden
de retirarse. Yoshitsune mandó llamar en seguida a Benkei, su mejor amigo y recién
nombrado capitán. Después de realizar las ceremonias de salutación, y cuando se
hubieron ido los criados, Benkei aceptó agradecido la pipa y el tabaco que le ofrecía
su señor.
—Amigo mío —comenzó diciendo Yoshitsune—, nuestro plan ha fracasado.
Nuestras bajas han sido numerosísimas y no hemos debilitado por ninguna parte las
posiciones del enemigo. Sus fortificaciones son demasiado fuertes para tomarlas
mediante el ataque frontal y si seguimos con esta táctica acabarán con nosotros. Sin
embargo, si pudiéramos atacar por detrás los cogeríamos completamente por sorpresa
y la victoria sería nuestra.
Benkei sacó la pipa de su boca y miró con espantada incredulidad a Yoshitsune.
—¿Qué estáis diciendo, señor? ¿Atacar por detrás? —clamó—. Pero eso es
imposible. Los declives de las montañas son tan perpendiculares como los biombos
de oro de vuestra señoría. Ningún hombre ni tampoco bestia puede esperar jamás
poner allí el pie. Moriríamos todos antes de que pudiéramos llegar a los soldados del
Heike.
La cara de Yoshitsune adquirió una familiar expresión obstinada.
—Conozco muy bien las dificultades —replicó—, pero nada es imposible y nada
es inexpugnable. No importa lo formidable que parezca, no importa lo fuerte que sea,
nosotros lo que tenemos que hacer es buscarles el punto débil. Hemos atacado desde
el mar y hemos fracasado. Hemos atacado por los flancos y hemos fracasado. Por
tanto sólo nos queda una posibilidad: la aproximación por las montañas y el ataque
por detrás. Nuestra primera consideración, pues, es encontrar a alguien que conozca
bien las montañas y que sea capaz de aconsejamos en los pasos a seguir. ¿Podemos
encontrar a esa persona?
—Eso, señor, no ofrece grandes dificultades —replicó Benkei—. En estos parajes
hay muchos cazadores y si existe algún camino por el que nuestros soldados puedan
escalar las montañas seguro que ellos lo saben. Con vuestro permiso, señor, saldré en
seguida a buscar a uno de ellos.
Toda aquella noche Benkei se la pasó rastreando aquella zona en busca de alguien
que les guiase. Al fin encontró a un mozo, hijo de un viejo cazador que había pasado
toda su vida entre las montañas. El muchacho conocía las montañas tan bien como su
padre, y cuando se le explicó lo que se requería de él, estuvo de acuerdo en
acompañar a Benkei.
Benkei lo condujo ante el señor Yoshitsune. El mozo, intimidado por estar en
presencia de persona tan distinguida, fijó sus atemorizados ojos en el suelo y tuvo que
pasar un buen rato antes de que pudiese articular palabra.
—¿Puede bajar un hombre los declives que hay detrás de Ichi-no-Tani? —
preguntó Yoshitsune.
—Es demasiado difícil, señor —tartamudeó el muchacho.
—¿Puede bajarlos un caballo? —preguntó Benkei.
—Nunca he visto hacerlo a ninguno —replicó el mozo—, pero sí he visto bajarlos
a un ciervo.
—¿Has dicho que un ciervo puede bajarlos? —gritó Yoshitsune—. Pues si puede
bajarlos un ciervo también puede hacerlo un caballo.
Después de despedir al muchacho, Yoshitsune y Benkei siguieron haciendo
planes hasta elaborar un plan de ataque que parecía viable. La mitad del ejército tenía
que atacar por cada lado del palacio con el fin de crear una táctica de diversión. La
otra mitad, guiada por el mozo, tenía que seguir a Yoshitsune.
Cada soldado debería conducir a su caballo tan silenciosamente como fuera
posible a través de las montañas hasta llegar al extremo en donde caían los declives
hasta el valle por detrás de la fortaleza. La primera mitad que hemos mencionado,
tenía que atacar por tres frentes: a través de los flancos rocosos de los laterales, y a
través de la llanura desde el mar pasando por las fortificaciones que se extendían
desde el valle a la fortaleza. Todo este ataque debería ir acompañado de gritos de
guerra de cada hombre con el fin de crear un tumulto que penetrara todos los rincones
de la fortaleza. Una vez empezado el combate el plan de Yoshitsune consistía en
descender con sus hombres y caballos por los declives y atacar al enemigo por detrás.
—¡Requerirá el máximo de cada hombre y de cada caballo! —gritó Yoshitsune
con voz inflexible al día siguiente, cuando explicó a sus guerreros el plan de ataque
—. Pero allá donde pueda descender un ciervo, también lo podrán hacer los hombres
y los soldados del Genji.
Los hombres recibieron la orden de descansar lo que pudieran hasta que llegara la
hora de ponerse bajo el mando de sus respectivos capitanes para empezar la ofensiva,
y que hicieran el camino en silencio y bajo el cubierto de la oscuridad.
Al caer la noche, Yoshitsune y sus hombres montaron en sus caballos y siguieron
al muchacho hasta el pie de las montañas. Allí desmontaron y cada hombre vendó
con sacos los cascos de sus caballos y quitaron cualquier cosa que pudiera ocasionar
algún ruido. Furtivamente, y sin decir una palabra, comenzaron el difícil ascenso.
Poco después de media noche llegaron a la cima de la montaña sin haber sufrido
ninguna desventura y en seguida lo dispusieron todo para descansar junto a los
caballos. Los soldados recibieron la orden de no hablar o silbar con el fin de que ni la
más mínima brisa pudiera transportar su sonido a los centinelas de abajo.
Yoshitsune se situó al borde de la cortina de declive y con sólo el sonido de la
respiración de los caballos en sus oídos, observó el fuerte, abajo, a lo lejos, y las
defensas que se extendían varios kilómetros a cada lado. Hasta allá arriba le llegaban
los ruidos ocasionales de cantos y música a través del aire de la noche, lo que hacía
evidente que los pensamientos de sus enemigos estaban muy lejos de suponer un
ataque de la naturaleza del que se les avecinaba. Al oír un ligero chasquido, se volvió
y vio junto a él una figura oscura. Era Benkei. Ambos se pusieron a pensar en
silencio y de vez en cuando alargaban sus cabezas para mirar abajo. Sus
pensamientos se hallaban perdidos en la peligrosa tarea que tenían ante ellos y ante
sus soldados, y Yoshitsune murmuró una oración con el fin de que su voluntad y su
corazón no flaquearan en el momento decisivo. Gradualmente empezó a iluminarse el
cielo y un ligero destello sobre el horizonte anunció el primer rayo del amanecer.
Rápidamente Benkei se movió entre los hombres y en pocos instantes todos estaban
sentados en sus sillas y dispuestos para el ataque. A medida que avanzaban los
minutos, los unos se miraban a los otros y aquí y allá los guerreros acariciaban los
cuellos de sus inquietos caballos.
Al frente de sus hombres Yoshitsune observaba rígida y ansiosamente lo que
pasaba abajo. En el horizonte las nubes estaban teñidas de rojo y el alba arrojaba su
plata sobre la superficie del mar. Detrás de Yoshitsune un caballo pateó el suelo y
rompió el silencio con un agudo relincho. De repente Yoshitsune se tensó al divisar
abajo una oscura sombra que se alargaba y se dirigía desde los flancos y el mar hasta
las fortificaciones. El canto de las gaviotas y los gritos y el clamor de la batalla
desgarraron el aire de la mañana y el eco resonó aquí y allá contra los declives de la
montaña y a través del valle. Las luces iluminaron el fuerte y los atentos hombres que
estaban arriba pudieron escuchar el clamor y los gritos de los soldados del Heike que
ya se aprestaban a repeler el ataque frontal. Ni un movimiento se apreciaba detrás; ni
tampoco quedaba un centinela para anunciar la amenaza que se cernía sobre ellos.
Todo sucedía como Yoshitsune había calculado: la parte de atrás quedaba
desguarnecida.
Con una voz que superaba claramente al clamor que venía de abajo, Yoshitsune
gritó:
—¡Ha llegado el momento! Seguidme e imitad la forma en que actúo. Asíos a
vuestras sillas y sujetad bien las riendas. No perdáis la cabeza ni un segundo o
estaréis sentenciados. Alzad vuestras espadas al cielo y poned vuestra confianza en la
divina voluntad.
Tiró de la brida a su caballo y lo contuvo hasta que el cuello del animal estuvo
casi arqueado como un arco. El caballo pateó el suelo con sus cascos delanteros al
sentir la fuerza que le obligaba a ir hacia la orilla del declive. Yoshitsune se echó para
atrás en la silla, casi tocando el lomo de su caballo, y lanzó furiosamente a éste hacia
adelante. El aterrorizado animal dio un bufido y se lanzó por la cuesta desprendiendo
a su paso tierra y rocas. Con un chillido salvaje Benkei y los soldados le siguieron.
Los alocados relinchos de los caballos y el ruido de los cascos sobre el suelo
quedaban absorbidos en las nubes de polvo que se formaban alrededor de los
hombres y los animales que descendían como locos. Muchos de ellos cayeron y
fueron pateados en su caída, pero el ataque continuó adelante y el hombre y la bestia
se magullaban y sangraban en su desenfrenado asalto hacia el fuerte.
Molidos y magullados llegaron al fin a suelo plano. Gritos de desesperación y
aviso brotaron en el fuerte al notar el Heike que estaban rodeados de un ejército que
parecía haber llovido del cielo. Los soldados del Heike que estaban en la parte
delantera tuvieron que enfrentarse al nuevo peligro que les venía por detrás y bajo un
torbellino de flechas las tropas del Genji arrasaron las empalizadas de madera con sus
antorchas hasta que todo el palacio y fuerte quedó convertido en una hoguera. Los
guerreros del Heike luchaban denodadamente para contener el alud de hombres,
espadas y saetas. Pero ya era demasiado tarde. Las defensas exteriores estaban fuera
de combate y la lucha se desarrollaba ya dentro de los patios del palacio. Con sus
líneas rotas, el Heike empezó a huir en una desbandada salvaje, dirigiéndose hacia los
barcos anclados en la bahía. Sin ninguna discreción los soldados del Heike
sucumbieron al pánico ciego y aquellos que pudieron alcanzar y montar en las barcas,
en su desesperación golpeaban con sus espadas las manos de los que se habían cogido
a los bordes. Miles de ellos se ahogaron; el mar se tiñó de rojo con la sangre de los
muertos. Y los estandartes rojos del Heike cayeron al agua como las hojas marchitas
de los árboles.
Entre los pocos que habían logrado escapara la carnicería se encontraba
Munemori. Tenía bajo su custodia a Antoku Tenno, hijo del emperador, y estimando
que tenía el sagrado deber de salvar por encima de todo al niño, escapó con él y los
miembros de su familia en cuanto empezó la derrota. La noticia de su huida se
extendió a la velocidad del rayo entre los soldados del Heike, y la moral de éstos se
desintegró por completo. Aquellos que no habían podido escapar se rindieron y los
pocos bloques de resistencia que aún quedaban en los flancos pronto se paralizaron.
Los soldados victoriosos del Genji persiguieron por todas partes a los del Heike que
habían escapado por tierra, y sólo los gritos de dolor de los heridos y de los que
agonizaban rompían el silencio del campo de batalla.
Fue precisamente en este momento de repentina quietud cuando un caballo negro
salió galopando del castillo en llamas llevando en su grupa a un joven guerrero del
Heike. Era Atsumori, el sobrino de dieciséis años de Kiyomori que se dirigía hacia la
playa. Cuando se hubieron roto las líneas del Heike, Atsumori se había entretenido en
recoger algunos de sus pequeños efectos personales. Al volver a salir se encontró
frente a tres soldados enemigos y, aunque después de una denodada lucha salió
vencedor, el retraso había sido fatal. Cuando llegó a la playa todas las barcas se
habían ido y estaban ya a bastante distancia de él.
Atsumori veía desesperado alejarse a las barcas. Y como sabía que los demás
caminos posibles de huida estaban ya bloqueados, urgió a su caballo hacia el agua
con la esperanza de alcanzar a nado la barca más cercana.
Sólo había penetrado unos metros cuando un grito le hizo volverse en la silla para
ver venir hacia él a un guerrero del Genji que montaba un corcel blanco y llevaba
levantado en su mano derecha el abanico de guerra negro con el círculo rojo brillante
en su centro.
—¡Eh! ¿Estoy viendo la espalda de uno que por el estilo de su armadura y
maneras es un noble del Heike? —aulló el guerrero—. ¿No te da vergüenza? ¿No es
la obligación del soldado el dar sólo la cara al enemigo? ¡Vuélvete y enfréntate
conmigo, que tenemos varias cosas que decirnos!
El insulto de cobarde encolerizó de tal modo al joven Atsumori, que tiró
enérgicamente de las riendas a su caballo y se dio la vuelta para enfrentarse a su
oponente. Resuelto y airado Atsumori arrojó su arco y desenvainó la espada para ir
violentamente contra su enemigo. El guerrero sacó también su espada y se dirigió
hacia el muchacho. Atsumori atacó una y otra vez, pero sus dieciséis años no podían
competir con el fuerte y veterano soldado quien, de un rápido mandoble, arrojó al
suelo a Atsumori. El estricto código de la clase bélica exigía que el guerrero vencedor
debía degollar a su prisionero, por lo que envainando su espada, el de Genji sacó el
puñal. Al quitar el casco al muchacho con el fin de cortarle la cabeza con más
facilidad, quedó al descubierto el agraciado rostro del joven. Al levantar el puñal su
brazo cayó impotente.
—¡Ay! —pensó—. ¡Tan joven y tan valiente! Su juventud y apostura me
recuerdan a mi hijo, y pienso en lo que sufriría mi corazón si él fuera capturado y
amenazado con el degüello como lo está este joven ahora.
Se inclinó sobre una rodilla, puso suavemente su mano sobre el hombro de
Atsumori, y dijo:
—Joven señor. Tú eres un noble del Heike. ¿No querrías honrarme diciéndome tu
nombre? Yo soy el general Kumagai.
Atsumori miró el rostro de aquel ilustre soldado. Ya eran legendarios por todo el
país los relatos sobre sus valientes hazañas en las batallas y su benevolencia de
corazón eh la paz. Era el orgullo del clan Genji y entre el Heike se le consideraba con
el mayor de los respetos.
—Soy Atsumori, de la casa de Taira y sobrino del general Kiyomori. No temo a la
muerte. Cumple con tu obligación y degüéllame.
Desprendiéndose de la armadura, Atsumori desnudó su cuello y lo ofreció al
soldado para que le matase. Sin embargo Kumagai se puso de pie y empezó a pensar
apenado. Este joven era de la noble familia de Taira y sus padres, aunque aristócratas
y enemigos suyos, eran tan humanos como los demás hombres y mujeres. Imaginó la
desesperación que caería sobre ellos cuando oyeran el relato de la humillante muerte
de su joven hijo. Volvió a mirar a Atsumori, y tocado en el corazón por su inocencia y
juventud, decidió perdonarle la vida y hacer todo cuanto pudiese para ayudarle a
escapar.
En aquel momento oyó el ruido de cascos de caballos; se volvió y vio a alguna
distancia que se aproximaba una compañía de soldados del Genji. Desesperado y con
los ojos llenos de lágrimas Kumagai se volvió a su joven cautivo para decirle:
—Honorable Atsumori, eres el vástago de una vieja familia. Por respeto a tus
padres y por la vida que tienes por delante me hubiese gustado salvarte. Pero ya no
podemos elegir. Mis guerreros se están aproximando; si no te mato yo te matarán
ellos; y si yo no cumplo con mi deber también seré destruido y el nombre de
Kumagai se pronunciaría siempre, a partir de ahora, con el desprecio de la cobardía.
Por tanto, prepárate joven señor del Heike. Es mejor que tu muerte sea a manos de
uno de tu propio rango que a manos de un soldado raso. Me duele en el corazón que
hayamos llegado a esta absurda carnicería entre nuestros dos clanes. ¡Perdóname lo
que voy a hacer! Se me parte el corazón, de verdad. Sólo puedo decirte, noble
Atsumori, que a partir de hoy envainaré mi espada y gastaré el resto de mis días en
oración como sacrificio por tu muerte y por el descanso de tu espíritu.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas al mover al muchacho para que se
preparara. Resueltamente levantó la espada con ambas manos y con un agudo tajo
segó la cabeza del cuerpo de Atsumori. Después envolvió tiernamente la cabeza en
un trozo de tela y la colocó delante de él en la silla. Montó en su caballo, no hizo caso
a las preguntas de sus soldados, y se marchó.
Kumagai se apartó de todos los placeres terrenales, y después de un período de
meditación, se sometió al rapado de su cabeza y se hizo sacerdote. Vivió la vida de un
ermitaño, en la pobreza y humildad más extremada, y gastó el resto de sus días
rezando por el alma del joven Atsumori.
IV
La caída del Heike
Después de la desastrosa derrota sufrida en la batalla de Ichi-no-Tani, el Heike se
llenó de desesperación. Millares de soldados de su ejército habían caído muertos y en
el caos que siguió, los hombres que tuvieron la suficiente fortuna de escapar a la
matanza quedaron diseminados por todo el país, muchos de ellos vagando sin orden
ni disciplina. Munemori había logrado escapar junto al hijo del emperador Antoku y
las insignias sagradas, así como con algunos miles de seguidores. Acosado durante
casi un año por los ejércitos del Genji, se estableció finalmente en una región amiga
del país.
Sin embargo, él sabía muy bien que el respiro iba a ser corto, porque el Genji
estaba reuniendo sus fuerzas otra vez con el fin de lanzar contra él un nuevo ataque
por tierra y mar y así añadir al reciente éxito la decisiva y final victoria. No había
tiempo que perder para reconstruir su destrozado ejército. Se enviaron correos para
recorrer las montañas y las llanuras con el fin de notificar a los restos de las fuerzas
del Heike que se dirigieran inmediatamente al cuartel general de Munemori, donde
descansarían, se reorganizarían y serían incendiados con un nuevo espíritu
combativo. De su anterior escuadra de más de dos mil barcos sólo quedaban
escasamente unos quinientos, los cuales se reunieron en la costa oriental.
Cuando consiguió juntar a los hombres y los barcos, Munemori hizo el recuento.
Rápidamente revistó sus filas y su tristeza se convirtió en desesperación al comprobar
la poquedad de sus fuerzas. Pero la esperanza renació al saber que muchas unidades
de la armada habían sido vistas en Kyushu y que una fuerza de unos cien barcos bajo
el mando de uno de los aliados del Heike, el sumo sacerdote del templo Kumano,
había sido vista en la región sur del mar de Inland, a bastante distancia de Kyushu.
Kyushu estaba bastante lejos, hacia el suroeste de su cuartel general. Si actuaba
rápidamente y dirigía sus barcos y hombres hacia aquella región con el fin de juntar
allí sus fuerzas, dispondría del tiempo precioso que necesitaba para establecer una
fortaleza y desplegar sus guerreros a lo largo de la costa antes de que el Genji
empezara su ofensiva. Estaba lleno de presentimientos. En la próxima batalla se iba a
dilucidar la supervivencia de su gran clan. El Genji intentaría aniquilarlos. Todo lo
que él pedía era que si el Heike no podía inclinar la balanza a su favor, luchara hasta
que el último soldado hubiera perdido la vida con el fin de que la gloria y la
magnificencia de su final fuera narrada y cantada por los poetas venideros.
Antes de dar la orden para llevar a cabo su proyecto, Munemori dirigió sus
pensamientos hacia el hijo del emperador. El niño necesitaba de alguien que cuidara
de su sagrada persona y recordó a la anterior esposa de su padre, la señora Nii.
Cuando Kiyomori decidió retirarse a su solitaria vida de monje, ella también, como
era costumbre, había renunciado a todos los lazos terrenales y se había retirado a vivir
recluida como una monja. Kiyomori estaba ahora muerto y ya casi nada del mundo
exterior perturbaba la paz que ella disfrutaba. Al recibir el mensaje de Munemori y
saber el enorme peligro que pendía sobre el Heike y sobre la persona del joven
emperador, Nii no pensó sino en abandonar el templo y tomar sobre sí la alta
responsabilidad que se le pedía.
En la mañana del levantamiento del campamento todo se hallaba en la confusión
de los preparativos y por todas partes los rostros tensos de los soldados mostraban el
momento decisivo en que se encontraban. Sólo el niño Antoku estaba ajeno a lo que
se avecinaba. Para él y para la señora Nii se había dispuesto ya un barco y desde allí
observaba complacido los movimientos de los oficiales y soldados. Cuando todo
estuvo dispuesto, los guerreros se alinearon en las cubiertas para recibir las órdenes y
exhortaciones finales de Munemori. Los mensajeros de éste subieron a cada barco,
desenrollaron el mensaje y leyeron en alta y enfervorizada voz:
—¡Soldados del Heike! Hoy ponemos proa al oeste. Nuestro objetivo es
establecer contacto con nuestras fuerzas de Kyushu y construir un fuerte en una de las
partes protegidas y convenientes de la costa. Sabemos que las fuerzas del Genji se
están moviendo ya para ocupar los puntos estratégicos a lo largo de las costas del mar
de Iniand. Para eludir la batalla antes de llegar a nuestro destino, necesitamos
disponer de toda nuestra fuerza y de todos nuestros recursos de marineros. Una vez
nos hayamos unido a nuestras fuerzas de Kyushu, aguardaremos al enemigo con
calma y determinación. Será una batalla a vida o muerte. De ella dependerá nuestra
supervivencia o nuestra aniquilación. ¡Soldados, os pido que limpiéis el gran nombre
del Heike del oprobio de la derrota! Si es la voluntad del cielo, venceremos… si no,
¡no habrá rendición! Cada hombre debe entregar alegremente su alma para unirla al
honor de sus nobles antepasados y nadie debe soportar la ignominia de las cadenas
del Genji.
Las palabras penetraron en las fibras más hondas de la fidelidad de los hombres al
clan, y de sus gargantas brotó un grito de adhesión. El general Munemori nunca había
recibido antes tan caluroso apoyo de sus soldados, porque su reputación había sido
frecuentemente manchada con los rumores sobre su terquedad, sus decisiones mal
concebidas y una naturaleza grosera y estúpida. Pero ahora, en estos momentos de
peligro, sus palabras incendiaban sus corazones y juraron aniquilar al Genji.
En la embarcación del joven emperador, la monja guardiana y sus damas de honor
escucharon el mensaje y los gritos de réplica de los soldados. Cada una de ellas era
consciente, al igual que los soldados, del combate que se avecinaba. Las damas de
honor lloraban. El niño se dirigió hacia la señora Nii. Sus miradas se encontraron y en
la vista serena pero interrogadora del muchacho, Nii observó que él, a su manera,
también era consciente del momento crítico en que se hallaban. El niño no habló,
pero siguió mirando fijamente a la mujer con sus ojos brillantes y nobles hasta que
ella no pudo resistirlo más. Volviéndose rápidamente, desapareció en una habitación
interior donde cayó de rodillas para rezar apasionadamente a Buda que preservara la
pura y joven vida que se le había confiado.
Afuera resonó una señal. Los gallardetes y banderas fueron izados; y con toda la
brillante panoplia bélica los barcos se hicieron a la mar. Con el rumbo puesto hacia
Kyushu, navegaron durante muchas semanas. El mar estaba en calma y el viento les
era favorable, por lo que hicieron un viaje rápido y sin ninguna oposición del
enemigo. En una brillante mañana de primavera llegaron ante los estrechos de
Shimonoseki, lugar que Munemori había elegido para desembarcar y erigir una
fortaleza que se convirtiera en el punto de reunión de sus fuerzas en Kyushu.
Día tras día viraron y navegaron tratando de encontrar un lugar para desembarcar.
Para terminar de completar su desesperación, comprobó que las fuerzas del Genji se
habían extendido ya a lo largo de toda la costa. Allá donde se dirigiera: el norte, el
sur, el este o el oeste, allá estaba esperando el enemigo, implacable y en orden de
batalla. El Heike pues había estado navegando hacia una trampa. Estaban
interceptados y cogidos en las afiladas garras del Genji. En un intento final por
establecer contacto y reunirse con sus fuerzas de tierra firme, Munemori envió
avanzadillas bajo el disimulo de las tinieblas, pero las nuevas que éstas trajeron eran
desastrosas. Los hombres que él esperaba que se le unieran, desorganizados y faltos
de líderes capaces, estaban aburridos y descorazonados por las constantes derrotas.
En consecuencia, uno tras otro habían desertado de sus destacamentos y se habían
unido al Genji. El general Yoshitsune no había perdido el tiempo tampoco y en
seguida los había organizado en sus divisiones, que junto a las tropas de que ya
disponía, formaban una impenetrable barrera para el avance del ahora disminuido
ejército del Heike.
Munemori ordenó a la escuadra que echase el ancla en un punto en el que podía
observar a los barcos del Genji y apreciar sus movimientos. Durante todo aquel día y
la noche siguiente la escuadra del Genji, ahora muchísimo más poderosa, y la del
Heike, estuvieron holgazaneando sobre las aguas del flujo de la marea. Al amanecer,
guiados por un estandarte en el que iba inscrito el nombre del dios del templo, los
barcos del sumo sacerdote del templo de Kumano se dirigieron a los estrechos. Para
desesperación de Munemori y de los soldados del Heike que lo presenciaban, la
escuadra sobrepasó a sus anteriores aliados y se unió a las fuerzas del Genji. El
desaliento cundía ahora en cada guerrero del Heike. Con sus fuerzas mermadas, sólo
les esperaba la muerte y la derrota. Únicamente un milagro podría darles la victoria.
Al sentir la desesperación que se iba apoderando de toda la flota, Tomomori, el
hermano menor de Munemori, montó en una pequeña barca y se dirigió a los barcos.
En tonos elevados que llegaban hasta las cubiertas, gritó:
—¡Soldados del Heike! Ha llegado el momento supremo. Todos vosotros sabéis
la gravedad de nuestra situación. No hay retirada. El enemigo nos rodea por todas
partes. Pero ¿vamos a esperar ociosos a que nuestros odiados adversarios nos
aniquilen? ¿Vamos a consentir que todo el Genji se ría de nosotros? Sólo tenemos un
camino posible. Debemos tomar la iniciativa. Tenemos que atacar, y atacar con toda
nuestra fuerza y voluntad de ganar. Nuestro principal objetivo debe ser la captura de
Yoshitsune. Naturalmente, con Yoshitsune muerto o prisionero, no lo tenemos todo;
pero habremos restado muchísima moral a nuestros enemigos y ésa es la mitad del
camino para la victoria. Esforcémonos pues hasta el máximo y tratemos de ganar la
batalla. Si sólo logramos esto, el encuentro con nuestros antecesores será
inmaculadamente glorioso.
Las palabras de Tomomori despejaron la atmósfera de tristeza que invadía los
barcos del Heike. Los guerreros respondieron a ellas con protestas de intensa
fidelidad. El gran espíritu de lucha del Heike fluía por los ojos de cada hombre. No
importa lo que ocurriese en la batalla venidera, estos soldados estarían cubiertos de
gloria. En medio de una declaración ferviente de devoción el joven Noritsune, de la
familia Jaira, se asomó a la borda del combés de su barco y respondió fieramente:
—Yoshitsune es famoso especialmente por sus proezas en saltos; por eso se le
denomina muy bien con el nombre de «el pájaro». Pero aquí estoy yo, dispuesto a
saltar a la eternidad para la honra del Heike. Para eso primero debo capturar al
«pájaro»; luego, cuando yo lo lleve bajo el brazo y salte con él a las olas, veremos si
puede volar.
Una serie de risotadas saludaron las palabras de Noritsune y el ánimo de los
soldados estuvo de nuevo en alza, dispuestos a afrontar su destino.
La marea estaba subiendo rápidamente. La señal para que todos estuviesen
dispuestos pasó de un navío a otro. La intención de Munemorí era levar anclas
cuando empezase a bajar la marea, dirigirse hacia la entrada de Dan no Ura, donde se
estrechan más las aguas, y allí disponer sus barcos en apretada formación de combate.
Con esta estrategia esperaba reducir el área de acción de las naves del Genji.
Mientras tanto, Yoshitsune no estaba ocioso ni tampoco desconocía el gran
peligro que suponía el espíritu ferviente e indomable de los guerreros del Heike. No
había tiempo que perder, por eso decidió rápidamente su pian de campaña. En cuanto
la marea empezó a bajar, envió una flota de sus pequeños barcos para que se
dirigieran a los estrechos donde las aguas eran más profundas. Ayudados por el
rápido reflujo de la marea, la flotilla estaba entre los barcos del Heike casi antes de
que éstos hubieran podido recoger sus anclas. Como los varios[9] se arrojan entre las
rocas, los pequeños barcos se movían arriba y abajo entre las naves enemigas.
Estuvieron lanzando continuamente una mortífera lluvia de flechas que propagaban el
pánico y la confusión entre los sorprendidos soldados del Heike.
Tomomori y Noritsune corrían de acá para allá reuniendo a los hombres,
mandándolos y exhortándolos, y pronto el Heike pudo repeler el ataque con una
despiadada granizada de saetas. El aire estaba impregnado de gritos y los chillidos
traspasaban a los hombres. Muchos se lanzaban desde los barcos del Heike y
abordaban los pequeños navíos del Genji transformando las cubiertas de éstos en ríos
de sangre con sus espadas.
El primer ataque del Genji fue, pues, repelido y las esperanzas de los soldados del
Heike se remontaron alto. En ese momento, una pareja de palomas rasgaron el cielo
azul con su vuelo y fueron a posarse en la popa del barco de Yoshitsune.
Inmediatamente apareció una oscura nube que ocultó el sol, y a través de la cual
surgió la bandera blanca del Genji. Los guerreros de Munemori gritaron aterrorizados
y Shigoyoshi, comandante de unos cincuenta navíos del Heike, entendiendo todo esto
como un mal presagio, desertó y se pasó a las filas enemigas junto con los barcos a su
mando. El Heike estaba ahora en franca inferioridad numérica, por lo que Yoshitsune,
guiado por la información de un traidor, reunió a todas sus fuerzas y volvió a atacar.
Delante y detrás, la batalla adquirió proporciones intensísimas hasta que los
muertos llegaron a tan espantosas cifras que casi no quedaban hombres bastantes para
manejar los navíos. Los barcos subían y bajaban sobre las olas mientras que por todas
partes de las orillas circundantes los ejércitos del Genji se aprestaban para asestar el
golpe final. Era pues cuestión de tiempo que el Heike se decidiera por la capitulación
o eligiera el camino más honroso del suicidio. El mismo Tomomori remó hasta el
navío del joven emperador y llamó a todas las damas de honor para decirles con
palabras tristes pero llenas de dignidad:
—El fin está cerca. No hay nada que hacer. Ahora debéis dirigiros al cielo. Coged
todo lo que sea impuro o sucio y echadlo a las aguas. Limpiad y purificad este navío
para que pueda convertirse en el umbral del mundo sempiterno. Como hijas
verdaderas del Heike haced lo que creáis que es noble y valioso para vosotras. Adiós.
Después de hablar con las damas de honor, bajó lentamente a la cámara donde
estaba la señora Nii vigilando al joven emperador. Tomomori se inclinó
reverentemente al entrar en la sala, y acercándose a la monja le habló en voz baja. La
expresión de Nii permaneció invariable; no movió ni un músculo que denotara la
importancia de las palabras que estaba escuchando. Cuando Tomomori acabó de
susurrarle al oído, el rostro del hombre se quebró y una expresión de apenada
angustia cruzó por todo su ser; sin embargo, inmediatamente se serenó y con
respetuosa dignidad y formalidad se inclinó ante el emperador y la monja como señal
de despedida.
Después de que Tomomori se hubo marchado, la señora Nii siguió sentada en
silencio. Luego pidió sonriendo al muchacho que la siguiera a la habitación interior
donde le ayudó a ponerse unos vestidos ceremoniales al mismo tiempo que ella se
ponía las oscuras ropas de luto. Entonces lo cogió de la mano y lo condujo a la
cubierta superior. Las damas de honor estaban ya esperando, vestidas con los
kimonos de ritual. Por todas partes el navío se hallaba limpio y engalanado como si
estuvieran de fiesta. Después de levantar en brazos al niño, la monja ordenó a las
damas de honor que se lo ataran a su cuerpo con su largo ceñidor. Una vez atado a
ella, Nii tomó los dos emblemas de la corona: la espada sagrada y la sagrada piedra
preciosa y se dirigió hacia el borde del navío. Con la ayuda de sus damas de honor,
Nii se subió al puente.
El niño la miró y preguntó:
—¿Nos vamos de viaje?
—Sí, majestad, nos vamos de viaje —contestó Nii con las lágrimas cayéndole por
las mejillas—. Vamos a hacer un largo viaje desde nuestro triste e infeliz Japón a una
tierra que está más allá del mar y en la que siempre se disfruta alegría y paz. Allí
reinarás con todas las virtudes de tu noble rango. Pero primero debemos mirar al este,
donde está el gran altar de Ise y rezar a la deidad de la guarda para que nos proteja en
nuestro viaje y decir el último adiós; luego al oeste para ofrecer nuestros rezos al
señor Buda con el fin de que nos dé la bienvenida al país de la sempiterna bendición.
Se volvieron primero al este y luego al oeste para rezar en silencio. Una intensa
serenidad interior recorría a la señora Nii y una expresión beatífica iluminaba el
agraciado rostro del niño emperador. Luego Nii abrazó a la criatura y en sus últimos y
breves momentos se asemejó a una santa. En el instante siguiente las turbulentas
aguas la acogían a ella y a su sagrada carga.
Las damas de honor que presenciaban traspasadas la escena, miraron fijamente
los círculos que formaban las aguas en el punto en que las burbujas y la espuma
surgían de los cuerpos que se hundían, hasta que el último remolino se apagó, así
como las burbujas. Después, una por una, las damas de honor ofrecieron una oración,
se subieron al borde y pidiendo reunirse con su amo real y con su noble señora se
lanzaron a las aguas.
Desde un navío cercano el bravo Noritsune presenció su heroica muerte. Las
lágrimas le rodaban por las mejillas y caían en la armadura que cubría su pecho. Con
los brazos colgándole sin fuerzas, se alejó de la insoportable escena y presenció a su
alrededor los cuerpos de sus camaradas que se debatían en las contorsiones de la
muerte. Se descolgó hasta una pequeña barca de remos y con todas sus fuerzas se
dirigió hacia el navío que llevaba la insignia de Yoshitsune.
El Heike estaba sentenciado, pero la batalla continuaba con toda la ferocidad de
unos hombres decididos a producir todo el castigo posible al enemigo antes de morir.
Las flechas llenaban el aire como si fueran lluvia; los barcos viraban y maniobraban
cerquísima en violentas luchas a muerte; y los gritos de los que morían resonaban a lo
largo de toda la costa.
Ajeno a todo peligro y colérico hasta el frenesí, Noritsune condujo su pequeña
barca a través de las agitadas aguas hasta llegar a un costado del navío de su mayor
enemigo. Yoshitsune lo vio venir y rápidamente hizo los preparativos para
encontrarse con él. Sus guerreros se aprestaron en seguida a formar una barrera entre
él y Noritsune, quien ya se había aupado por el costado del buque y había llegado a la
cubierta. El airado Noritsune atacó a los soldados con tal ímpetu que éstos
retrocedieron y cayeron, hasta que se halló frente a frente con Yoshitsune.
—Defiéndete —gritó—, porque he venido para vengar a mi pueblo. Soy
Noritsune, sobrino del gran Kiyomori. En su nombre y en el nombre del Heike, te
desafío.
Los soldados volvieron a plantarse frente a él, pero con una fuerza redoblada por
la furia y la cólera incontrolable, rompió su barrera y se lanzó fieramente sobre ellos,
hiriendo a unos y a otros y arrojándolos al mar. Los guerreros volvieron una y otra
vez, pero nada podía detener la ferocidad de sus mortíferos espadazos. Noritsune
volvió a quebrar la barrera de soldados pero Yoshitsune, que había divisado cerca uno
de los barcos del Genji y había medido la distancia que le separaba de él con una
rápida ojeada, salió disparado hacia el navío y embarcó en él. Después se volvió y se
rió burlonamente de Noritsune. Había sido un salto milagroso por lo que Noritsune, a
pesar de su odio y de la mortificación que sentía por la huida de su enemigo, lo
admiró interiormente.
En ese momento los guerreros reanudaron el ataque y Noritsune se vio forzado a
retroceder hacia la borda. Pero nada podían hacer contra él; ni los trucos de los
espadachines, ni los asaltos en masa podían contenerle. Luchaba como un demente.
Uno por uno fueron cayendo ante su espada hasta que sólo quedó un soldado.
Noritsune tiró su espada y se abalanzó sobre él. Cogiéndole con ambos brazos lo
levantó por encima de él y lo arrojó contra la borda.
—Ya no tengo nada que hacer excepto morir —gritó—. ¡Ay! Yoshitsune se me ha
escapado y tengo que contentarme contigo, mi buen amigo, para que me acompañes a
la eternidad.
Noritsune cogió bajo el brazo al soldado y con una última oración a Buda para
que lo limpiara y perdonara, saltó junto con su cautivo al agitado mar donde las aguas
los acogieron y se cerraron sobre sus pesados cuerpos vestidos con la armadura.
Por su parte Yoshitsune, que ya había recibido refuerzos de sus navíos mayores,
se había acercado al barco almirante del Heike y lo había sometido. Todo estaba
terminado excepto la aniquilación de los numerosos guerreros del Heike que ahora
iban a ser ejecutados sin misericordia. El mar se tiñó de rojo con la sangre de los
muertos y el humo procedente de los barcos ardiendo se elevaba en negras nubes
oscureciendo el cielo azul. Los soldados que habían escapado se habían cogido a los
restos de sus barcos y eran arrastrados por la rápida corriente de los estrechos, pero
sólo para encontrarse con la crueldad de la caballería del Genji que les esperaba y que
durante toda la batalla habían estado vigilando desde las playas de Dan no Ura. De
los últimos navíos del Heike que todavía no se habían hundido, salía el sonido de las
oraciones de tos que se suicidaban arrojándose a las espumosas aguas. Así ocurrió
por ejemplo con Tomomori y sus camaradas. En cambio Munemori, el último que
saltó, estaba sobrecogido de terror. En ese terrible momento en que se le exigía morir
como acto supremo de fidelidad al Heike, la naturaleza débil y vacilante de
Munemori se apoderó de él. Casi sin saber lo que hacía, se revolvió y empezó a nadar
desesperadamente. Al divisar un remo que salía de uno de los barcos del Genji se
agarró desvergonzadamente a él olvidándose de todo menos del terror a la muerte.
Fue izado a la cubierta y hecho prisionero, y algunos días más tarde era degollado
ignominiosamente en un camino desierto que salía de la capital.
Así fue como el poderoso clan del Heike encontró la ruina y desapareció. Esto
ocurría a tos cuatro años de la muerte de su más grande dirigente Kiyomori, bajo
cuyo gobierno había llegado a la gloria. Echado a perder soto por la última cobardía
de un hombre, tuvo un final lleno de heroísmo, sacrificio y pesadumbre que será
contado en narraciones y cantado siempre por los poetas de la tierra de los hijos de
los dioses.
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