Enorme, con un solo ojo y devorador de hombres, el cíclope Polifemo era una de las criaturas monstruosas del mundo fabuloso de la Antigüedad. El gigante fue inmortalizado en la Odisea por el poeta griego Homero: el coloso encerró en su cueva al astuto Odiseo, que vagaba por los mares tras la destrucción de Troya junto con doce compañeros. Poco a poco Polifemo iba devorando a los hombres, uno tras otro. Cuando ya se había comido a seis de ellos, Odiseo y los restantes guerreros consiguieron clavar una estaca ardiendo en el ojo que el cíclope tenía en medio de la frente. Trémulo de dolor y de ira, el gigante abrió la entrada de la cueva y los hombres lograron escapar.
La leyenda de la Odisea se basa seguramente en un hecho cierto: tras el cíclope de un solo ojo se oculta un ser vivo que existió de verdad. El ser humano siempre ha necesitado explicar lo desacostumbrado, lo inquietante, lo desconocido: en algunas islas del Mediterráneo se han encontrado cráneos que poseen justo debajo de la frente un extraño agujero, asombrosamente grande. ¿Qué podía ser? Hoy pueden atribuirse esos restos sin la menor duda: pertenecieron a elefantes diminutos, formas insulares enanas cuyos restos se descubrieron en Sicilia, Creta, Malta, Tilos y Chipre. Estos miniproboscídeos, con unos 90 centímetros de alzada, eran apenas mayores que un poni de los Shetland y solo pesaban la centésima parte de sus parientes africanos. Las diminutas criaturas habían surgido cuando el nivel del mar aumentó, separando de tierra firme regiones enteras y convirtiéndolas en islas. Los elefantes que vivían allí solo disponían de una oferta limitada de comida. Para subsistir tenían que disminuir de tamaño; en las islas del Mediterráneo también existieron ciervos e hipopótamos enanos. Los últimos proboscídeos enanos del Mediterráneo debieron de extinguirse hace unos 4.000 años: quizá tras un cambio climático, un largo periodo de sequía, o posiblemente por haber sido cazados en exceso por los humanos. Así permiten deducirlo al menos las huellas encontradas en la isla de Tilos, en el Mediterráneo oriental, donde, junto a utensilios de piedra y fragmentos de cerámica de la Edad del Bronce, se descubrieron también restos de elefantes enanos.
Los primeros griegos, sin embargo, ya no conocieron a los elefantes enanos, y de alguna manera tenían que explicar esos cráneos monstruosos con un agujero grande debajo de la frente. ¿Cómo iban a saber ellos que ahí —como es típico en los elefantes— existe una gran ventana nasal en la que nace la trompa? Así que los hombres de entonces llenaron el agujero con algo que conocían: un gran ojo. Había nacido la fábula del cíclope de un solo ojo.
El descubrimiento de la existencia de elefantes enanos también arroja nueva luz sobre otra antigua leyenda: en las historias orientales de Simbad el Marino, la prodigiosa ave roc, una gigantesca ave rapaz, vuela por el aire con elefantes enteros entre las garras para alimentar a sus crías en el nido con los proboscídeos capturados. ¿No podría ser que marinos anteriores presenciaran cómo las águilas atrapaban y se llevaban a bebés elefantes no más grandes que un cordero? Pero en el ámbito arábigo, donde solo se conocían los elefantes grandes, ese pájaro creció en las narraciones hasta alcanzar dimensiones gigantescas. Porque solo con unas garras descomunales era posible imaginar las fidedignas historias que se referían una y otra vez.
En la Prehistoria, una gran variedad de animales parecidos a los elefantes se extendían por casi todo el mundo: por todos los continentes excepto Australia y la Antártida. Había mamuts peludos y tremendos mastodontes, dinoterios de colmillos curvados hacia abajo, y estegodontes con grandes jorobas en la frente, proboscídeos descomunales y paquidermos enanos, no solo en la región mediterránea. De la vasta familia solo dos especies han sobrevivido hasta nuestros días: el elefante asiático Elephas maximus —el de las orejas pequeñas— se extiende en varias subespecies por Asia sudoriental; del elefante africano de grandes orejas Loxodonta africana viven dos subespecies, una en los terrenos esteparios, la otra en las selvas lluviosas del centro del continente negro. Pero continuamente surgen indicios de que podrían existir otras formas desconocidas del grupo de los proboscídeos.
Parece que en las selvas de África central viven elefantes de pequeño tamaño, no tan diminutos como las especies insulares prehistóricas, pero sí claramente más pequeños que los tipos conocidos: los nativos hablan desde hace mucho tiempo de un proboscídeo de una alzada apenas superior a 1,80 metros, piel rojiza y más peluda que la de los demás elefantes. A pesar de su menor tamaño, este proboscídeo sería mucho más agresivo; vive sobre todo en las zonas más espesas y pantanosas de la selva lluviosa en la que los elefantes grandes no pueden adentrarse. Los nativos de algunas regiones de la República Popular de Congo denominan wakawaka —o elefante de los pantanos— a la modalidad enana del elefante corriente de bosque; ese animal se llama messala en Camerún y mussaga en Gabón.
En 1905, la ciencia pudo estudiar por vez primera un elefante enano: Carl Hagenbeck, un traficante de animales, llevó a Hamburgo un elefante macho de acaso seis años de edad y apenas 1,50 metros de altura, que en enero de 1906 fue examinado por el zoólogo Theodor Noack y descrito como una subespecie del elefante africano: Loxodonta africana pumilio. Poco después, el animal fue vendido a Nueva York, y en el zoo del Bronx lo bautizaron con el nombre de Congo, donde en otoño de 1915 —con apenas 2 metros de alzada— falleció de una infección.
Sin embargo, la mayoría de los zoólogos pensaban que los elefantes enanos eran meras formas raquíticas, ejemplares aislados retrasados en su crecimiento. Y creían saber por qué precisamente los cazadores de caza mayor insistían tanto en que en África vive un tipo enano de elefante: porque si un cazador abatía animales jóvenes de la variedad «normal» con pequeños colmillos, podía infringir fácilmente las leyes de caza que protegen a los animales jóvenes. Pero si en África existiera otra especie de elefante más pequeña, los traficantes de marfil siempre podrían alegar que el valioso «oro blanco» había pertenecido a un animal de esa especie enana completamente adulto. De ahí que todas las noticias sobre elefantes enanos fueran acogidas con desconfianza.
En 1989, un estudio de los zoólogos Martin Eisentraut y Wolfgang Böhme, del Museo Alexander Koenig de Bonn, volvió a llamar la atención sobre el «más desconocido gran mamífero de África». Ambos científicos habían recopilado y estudiado todo el material disponible. Partieron de los trabajos de Ulrich Roeder, un entusiasta zoólogo aficionado y antiguo traficante de animales que, tras retirarse, se consagró en cuerpo y alma al problema del elefante enano: desde 1969 hasta 1985, emprendió dieciséis viajes a Camerún; Roeder había proyectado el decimoséptimo para 1987, pero falleció poco después de su nonagésimo cumpleaños. En sus excursiones a los bosques pantanosos de Camerún había medido numerosas huellas del pequeño proboscídeo, todas ellas de un diámetro entre 26 y 29 centímetros; las de elefantes de bosque adultos, por el contrario, miden de 45 a 50 centímetros. En 1974 pudo estudiar incluso un macho de elefante enano que había sido abatido por unos cazadores: era un animal de cuerpo bajo y rechoncho, corto, acaso de 16 a 18 años y plenamente adulto, como demostraban con claridad los dientes. Sin embargo el elefante solo pesaba 1.400 kilos. Los machos de elefante de bosque adultos, por el contrario, duplican fácilmente ese peso. Roeder estaba convencido de que el elefante enano no era una mera subespecie, sino una especie autónoma.
También otros han contemplado pisadas de elefantes enanos en los bosques de Gabón y del Congo, huellas de manadas enteras en el suelo de la selva virgen que solo había sido hollado por patas pequeñas cuyas plantas no eran más anchas que las de elefantes de bosque jóvenes. Sin embargo, en medio de ese grupo jamás aparecían huellas de elefantes grandes normales.
Fotografías tomadas por Harald Nestroy, antiguo embajador alemán en la República de Congo, demuestran que manadas de elefantes de bosque y enanos aparecen en el mismo hábitat. En mayo de 1982 Nestroy viajó por el norte del Congo, un territorio despoblado en el que ni siquiera viven los pigmeos, no lejos de la frontera de la República Centroafricana. En un corto intervalo de tiempo consiguió en un claro muy pantanoso de la espesa selva lluviosa fotos de ambos tipos de elefantes desde una distancia de unos 10 metros.
Las fotos de los elefantes enanos muestran a un grupo de seis animales, entre ellos un ejemplar joven que según las indicaciones de Nestroy apenas debía de medir más de 50 centímetros, el tamaño de un perro pastor. Los bebés de elefante «normales», por el contrario, vienen al mundo con una alzada de 80 a 90 centímetros, es decir con el tamaño de un poni. Por desgracia Nestroy no consiguió captar en la película ambos tipos de elefantes al mismo tiempo. No obstante, se puede utilizar como patrón de medida una garza blanca que aparece en una de las fotos en el pantano justo detrás de una hembra de elefante enano. Seguramente se trata de una garceta grande, la mayor especie de garza blanca de cuello largo de África: en ese caso la hembra de elefante debía de medir entre 1,50 y 1,60 metros. Si el pájaro blanco perteneciera a una especie de garza más pequeña, disminuirían asimismo las dimensiones de la hembra de elefante comparada con ella. Pero Eisentraut y Böhme no podían imaginarse a los animales enanos más pequeños.
El zoólogo francés L.-P. Knoepfler comunicó a los científicos otro dato: en un poblado pigmeo de Gabón estudió dos elefantes enanos abatidos, un macho de unos 1,80 metros de alzada y una hembra de 1,60 metros, con un embarazo muy avanzado según se puso de manifiesto al descuartizarla; los pigmeos sacaron de su vientre un feto maduro para el alumbramiento.
Tras todos estos datos y observaciones, los zoólogos de Bonn consideran al elefante enano una especie autónoma (Loxodonta pumilio) y refutan todos los demás intentos de explicación:
a) Los «enanos» no pueden ser desviaciones individuales de la norma, porque aparecen en manada. Tampoco son «formas raquíticas» que pudieran haberse originado a consecuencia de malas condiciones del hábitat, escasez de alimento por ejemplo, que frenasen el crecimiento de los animales impidiéndoles alcanzar su pleno desarrollo, porque en el mismo sitio viven elefantes de bosque que alcanzan las medidas normales.
b) Si los elefantes enanos fueran una subespecie de Loxodonta africana no podrían vivir simultáneamente en el mismo hábitat con los elefantes de bosque, porque entonces ambas formas se cruzarían entre sí y se mezclarían, difuminando las diferencias. Pero no es este el caso. Según las observaciones de Nestroy, ambos tipos de paquidermos viven en manadas separadas.
c) Algunos científicos creían que los elefantes enanos eran elefantes de bosque jóvenes que formaban manadas propias. La hembra de elefante preñada abatida y el bebé del tamaño de un pastor alemán contradicen esta hipótesis. «En realidad, ¿qué pruebas adicionales se precisan todavía para convencer a los escépticos más recalcitrantes de que el problema de los elefantes enanos, de su evolución, de su biología y de su protección no puede resolverse ignorando el objeto mismo?». Así concluyen Eisentraut y Böhme su investigación sobre el miniproboscídeo de las selvas lluviosas africanas. Desde entonces se ha hecho el silencio en torno al «más desconocido gran mamífero de África»; estos hallazgos fueron ignorados. Pero ¿por qué? ¿Porque lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible?
En el siglo XIX aún irrumpían con regularidad en el mundo occidental rumores procedentes de Siberia que la ciencia «oficial» explicó mucho más fácilmente: las fábulas de las tribus aborígenes informaban de «una especie de ratas» del tamaño de elefantes, que vivían en la tierra y morían en cuanto salían al aire libre o a la luz del día. Las denominaban con las palabras mas (tierra) y mutt (topo) y con ese nombre se conoce hoy en todo el mundo al formidable «topo de tierra», una de las «rarezas» más populares: el mamut.
Era el único modo en que los pueblos primitivos podían explicarse la aparición de los gigantescos cadáveres que una y otra vez eran liberados de los hielos perpetuos de la tundra siberiana. Al fin y al cabo parecía como si esos «cadáveres helados» acabaran de morir, pero los humanos no encontraban por ninguna parte mamuts vivos. Por tanto, debían de llevar —nada más lógico— una vida subterránea. Los yakutas, tunguses y otros pueblos incorporaron a los enigmáticos seres del hielo a su mundo imaginario, animado por espíritus de la naturaleza; los elefantes prehistóricos se convirtieron en místicos seres prodigiosos, y los chamanes los incluyeron en sus cultos y construyeron chozas con colmillos de mamut.
En reiteradas ocasiones han aparecido en Siberia cadáveres lanudos de esos animales extinguidos que muestran con fidelidad cómo eran los proboscídeos de la Edad del Hielo. En 1901 se consiguió por primera vez no solo recoger distintos colmillos, osamentas o cuerpos conservados en parte, sino el cadáver completo de un animal primitivo hoy conocido como mamut de Beresovka. El animal debió de precipitarse por la grieta de un glaciar y se fracturó la pelvis. En su estómago se encontraron 11 kilos de restos de comida, sobre todo hierbas que hoy siguen creciendo en Siberia. Gran popularidad alcanzaron también Dima, una cría de mamut descubierta en 1977 que cayó en un agujero cenagoso hace unos 40.000 años, y la pequeña Masha, de unos 10.000 años de antigüedad, que marinos fluviales hallaron en 1988.
«Se busca elefante prehistórico»: en Siberia hay carteles ofreciendo recompensas por informaciones sobre cadáveres de mamuts.Andrei Sher
La mayoría de los mamuts lanudos se extinguieron hace unos 10.000 años. Solo pervivieron en una isla de unos 2.000 kilómetros cuadrados situada en el océano Glacial Ártico ruso: en Vrangel, al norte del círculo polar, aún vivían mamuts hace 4.000 años, en la época en la que el faraón egipcio Sesostris I conquistó Nubia e hizo erigir en Tebas su tumba. Desde entonces estos animales lanudos han desaparecido de la faz de la tierra, aunque hay personas que confían en que algún día los mamuts vuelvan a poblar las tundras siberianas.
En efecto, el veterinario japonés Kazufumi Goto, de la Universidad de Kagoshima, quiere resucitar al mamut con ayuda de la moderna medicina reproductora. Goto había demostrado antes que óvulos de vaca fecundados con esperma de toro muerto pueden originar novillos viables. Ahora Goto quiere intentar algo similar con los elefantes asiáticos, a los que supone un parentesco más cercano con los gigantes prehistóricos que sus primos africanos. Para ello pretende fecundar óvulos de hembras de elefante indio con el esperma de un mamut, confiando en que surja descendencia viable, es decir un híbrido, una mezcla de ambas especies. En sucesivas etapas, esos mestizos serían reiteradamente fecundados con esperma de mamut, de manera que con el paso de las generaciones surgirían animales cada vez más parecidos a los mamuts.
Otra posibilidad de resucitar a los mamuts sería la clonación, lograda por vez primera en 1998 con la oveja Dolly. Para eso se introduciría un núcleo celular intacto de mamut en el óvulo desnucleado de una hembra de elefante indio, y este se implantaría en una «madre de alquiler». La ventaja es que, si esta vía diese resultado, no nacería un ser «mestizo», sino un genuino mamut: una copia clonada, casi perfecta, genéticamente idéntica al animal original fallecido muchos milenios antes.
Solo que para esto es preciso encontrar primero un mamut bien conservado: hasta ahora solo se han descubierto seis de esos «cadáveres helados», y únicamente los órganos sexuales de uno de ellos habían resistido la prolongada estancia en el hielo. Goto, sin embargo, está convencido de que en Siberia existen muchos más mamuts intactos de lo que se divulga oficialmente. Ya en dos ocasiones, en 1996 y 1997, ha estado «cazando mamuts» junto al río Kolymá, al noreste de Siberia, con la ayuda de un aparato de alta tecnología usado por la policía británica para descubrir cadáveres enterrados por sus asesinos. Al parecer este equipo de radar es especialmente útil en el suelo permanentemente helado de Siberia, y Goto confiaba en hallar entre los 5 y los 20 metros de profundidad mamuts ocultos que de otro modo permanecerían enterrados en los hielos perpetuos. Goto pretende descongelar el suelo helado alrededor de uno de esos cadáveres con fuego y chorros de agua caliente, para después extraer esperma del cadáver y congelarlo rápidamente. Hasta el momento su búsqueda ha sido en vano.
En cambio dos miembros de los dolganos, los habitantes primitivos de la península siberiana de Taimyr, descubrieron en octubre de 1997 dos grandes colmillos en la tundra. Del hielo asomaban mechones de pelo, olía a carne en putrefacción. Bernard Buigues, empresario turístico y aventurero del polo norte, se enteró de la noticia en la ciudad siberiana de Chatanga, pero primero hubo que convencerlo para que examinase el lugar del hallazgo. Luego, cuando escarbó in situ en el hielo y sacó de la rojiza piel hirsuta una flor azul que parecía tan fresca como si no llevara ya 20.380 años en el hielo —según pusieron de manifiesto posteriores exámenes—, se quedó sobrecogido: en lo sucesivo la fiebre del mamut se apoderó de él e hizo todo lo posible para desenterrar al animal intacto que suponía en ese lugar. Buigues vendió los derechos cinematográficos a la emisora de televisión norteamericana Discovery Channel, habló de clonar mamuts a partir de la herencia del animal congelado, y después de trabajar durante meses con martillos neumáticos, secadores de pelo eléctricos y el equipo de radar de suelo ya mencionado, dejó al descubierto un enorme bloque de hielo de unos 3 × 3 × 2,50 metros. El 17 de octubre de 1999, el bloque de hielo más caro del mundo —la empresa había costado hasta entonces unos dos millones de dólares— fue transportado en helicóptero a Chatanga, donde se descongelará de forma controlada. Para ofrecer a la prensa internacional presente la imagen del mamut volando, Buigues volvió a hundir en el hielo los colmillos que en realidad ya había retirado. Pero está por ver cuánto mamut encierra de verdad el hielo.
La mayoría de los científicos dudan de que el esperma del macho u otras células corporales permitan obtener material genético apto para la clonación: «Según los conocimientos actuales, es improbable que el material hereditario permanezca intacto en su interior. Las largas cadenas de ADN hace ya mucho que se habrán deshecho en pequeños fragmentos», opina Adrian Lister, un especialista en mamuts del University College de Londres. La resurrección del gigante lanudo seguirá siendo seguramente ciencia ficción.
Sin embargo, la noticia de que en 1987 aparecieron por primera vez en Nepal, junto al río Karnali, unos animales parecidos a mamuts provocó gran asombro. Los gigantes aterrorizaban a la población de los alrededores de la reserva de Bardia y asolaban los campos. A partir de 1991 el naturalista John Blashford-Snell emprendió varias expediciones a esa región remota en busca de los insólitos proboscídeos. Y realmente encontró dos elefantes machos de figura en extremo desusada, completamente distintos a todos los que había visto hasta entonces: el mayor de los dos es denominado por la población Raja Gaj, «rey de los elefantes», y con una alzada de 3,35 metros supera claramente a los elefantes asiáticos habituales. El más pequeño se llama Kancha, «el más joven». El lomo de ambos animales presenta un extraño declive, pero lo más curioso son las dos grandes jorobas que se abomban en la frente de cada animal. También los rabos son raros, más gruesos de lo normal y con unas curiosas estrías.
¿Qué animales eran esos? ¿Elefantes asiáticos? Su aspecto era en cierto modo deforme. ¿Mutantes? ¿Habían trastornado las hormonas el crecimiento de los animales? ¿O tal vez se encontraban ante un elefante prehistórico superviviente?
A Adrian Lister, paleontólogo y experto en mamuts, en un principio le recordaban a un estegodonte, el antecesor de los actuales elefantes, que vivió hace unos centenares de miles de años en el sudeste asiático. Más tarde comprobó que en Nepal había fósiles de otra especie, el Elephas hysudricus, que seguramente era el antecesor directo de los elefantes asiáticos actuales. Este elefante primitivo poseía también dos grandes jorobas en la frente; si se distribuyera «carne» alrededor de los cráneos fósiles, obtendríamos un ser parecido a Raja Gaj.
Lister y Blashford-Snell volvieron a salir en 1995 para recoger el estiércol de las «bestias de Bardia», como denominaron a los grandes elefantes. De esa manera esperaban conocer más detalles del parentesco de los animales con los elefantes corrientes. Este método ya se había ensayado en algunas especies de animales salvajes: en efecto, los excrementos contenían siempre células procedentes de la mucosa intestinal que permiten aislar material hereditario e investigarlo con los métodos de la genética molecular. Esta metodología se aplicó por primera vez en elefantes, y el mero hecho de que funcionase constituyó un gran éxito. Pero al que confiaba en su intuición le esperaba una decepción: Raja Gaj y Kancha no son mamuts, ni estegodontes, ni tampoco elefantes asiáticos primitivos, sino que pertenecen a la misma especie de los elefantes asiáticos normales.
Sin embargo, Lister cree necesario realizar más estudios. En su opinión, esta población podría haber pasado a través de un «cuello de botella» por vivir aislada y de ese modo haber desarrollado esa anatomía desacostumbrada, quizá incluso una especie de «regresión» a sus primitivos ancestros. Es posible, no obstante, que Raja Gaj, Kancha y los miembros de su manada pertenezcan a una nueva subespecie, aunque esto está por ver. En cualquier caso la idea de que las «bestias de Bardia» poseen ciertos rasgos prehistóricos no era, por tanto, del todo falsa
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