Tim Flannery había imaginado de otro modo su primera estancia en las montañas Torricelli de Nueva Guinea. En realidad el joven zoólogo quería hollar tierras vírgenes desde el punto de vista zoológico en uno de los rincones más apartados de la segunda isla más grande de la Tierra, rastrear los misterios de los bosques en un mundo en el que algunos pueblos viven todavía igual que en la Edad de Piedra: sin hierro, sin alfarería. Pero ahora yacía gravemente enfermo en las parihuelas, contento de que sus auxiliadores indígenas lo condujesen de vuelta a la civilización. Ya no podía andar, el tifus de las malezas se había apoderado de él. Un día más sin tratamiento médico y Flannery habría fallecido.
En sus pesadillas febriles veía la enorme garra que uno de los porteadores llevaba colgada al cuello como talismán, y a pesar de la gravedad de su estado, Flannery la atribuyó sin ningún género de dudas a un canguro arborícola. La garra era mayor que la de especies ya conocidas por la ciencia y mucho más oscura, también de esto se apercibió. Por consiguiente, tenía que proceder de una especie desconocida.
Estos acontecimientos ocurrieron en 1985, y fue el comienzo de una historia de investigación casi policial que en los años posteriores llevó una y otra vez al zoólogo Flannery, del Museo Australiano de Sídney, a las Torricelli en busca del nuevo canguro arborícola: un animal cuyos movimientos no recuerdan ni de lejos la elegancia del poderoso saltarín de las estepas australianas. Hace unos 50 millones de años, cuando el clima de la meseta continental australiana se tornó más seco, los antepasados del canguro actual bajaron al suelo desde los árboles: debían de parecerse a los pequeños lirones marsupiales actuales, hábiles artistas trepadores que hacen ejercicios gimnásticos entre el ramaje de las copas de los árboles. En ese «descenso» perdieron adaptaciones anatómicas a la vida arborícola: una variedad de pulgar, por ejemplo, situado frente a los otros dedos que les permitía agarrar las ramas, y desarrollaron otras nuevas como por ejemplo un esófago que facilitaba la digestión de las secas hierbas de la sabana. Hoy más de 60 especies de canguros ocupan los nichos ecológicos que en otras zonas del mundo pertenecen a los ungulados. Han evolucionado hasta convertirse en saltadores de longitud con patas delanteras cortas, pero en cambio las traseras les permiten dar saltos potentes. Hace unos 5 millones de años algunos de los marsupiales saltadores regresaron a los bosques y volvieron a subir a los árboles. Sus descendientes son los canguros arborícolas del actual género Dendrolagus, que habitan en las selvas lluviosas de Nueva Guinea y del norte de Australia.
Las siete especies de canguro arborícola conocidas hasta la fecha poseen una cola larga, muy peluda, que no sirve para agarrar sino para balancearse entre el ramaje. Esos animales trepadores que dan impresión de torpeza se sujetan con las potentes garras de las patas y cogen ramas y hojas. En el transcurso del tiempo sus patas delanteras y traseras han vuelto a adquirir la misma longitud, lo cual supone una ventaja en las copas de los árboles. Sin embargo, los canguros arborícolas ya no recobraron la habilidad de los marsupiales primitivos. Tampoco necesitaban convertirse en acróbatas trepadores, pues en los bosques de Nueva Guinea carecían de enemigos que constituyesen un peligro para ellos; su torpe forma de trepar les bastaba plenamente para sobrevivir. Se sujetan con las patas y zarpas delanteras; cuando tienen que descender de los árboles, lo hacen con las patas traseras por delante. Pero también pueden dejarse caer de árbol en árbol con saltos de varios metros o sobre el suelo del bosque desde una altura de hasta 10 metros.
Flannery estaba seguro de que la garra de su sueño febril pertenecía a una octava variedad de canguro arborícola hasta entonces desconocida. Atrapado por la «fiebre del descubridor», regresó a Nueva Guinea tres años después de su primera y desafortunada estancia, decidido a encontrar a la nueva especie. Pero ¿dónde viviría ese animal? ¿Dónde debía comenzar su búsqueda? Las montañas Torricelli se extienden a lo largo de más de 200 kilómetros por el noroeste de Papúa-Nueva Guinea: son cientos de kilómetros cuadrados de terreno escabroso, de selva virgen casi intacta. Flannery sabía lo difícil que es descubrir animales en el espesísimo bosque, pues alguna vez, estando debajo de un árbol, había precisado veinte minutos o más para divisar al animal que el guía nativo intentaba mostrarle en la copa.
Flannery buscó en vano durante semanas. A veces, los cazadores le traían animales que él nunca había contemplado antes al natural, y él les daba dinero porque era la única forma de conocer las especies autóctonas. ¿Cuánto debía pagar a los hombres por sus capturas? Una pregunta difícil, porque él dependía perentoriamente de la colaboración de los nativos; por otra parte no deseaba inducirles a matar animales para él sin orden ni concierto.
Como es natural, también le entregaban continuamente animales que él no quería ni buscaba. Pero tampoco podía rechazarlos, para animar a los cazadores a que prosiguieran la búsqueda. Si los animales aún vivían, los liberaba de nuevo a escondidas. En una ocasión dos muchachos lo observaron mientras lo hacía… y en un santiamén volvieron a capturar a los ejemplares recién liberados para vendérselos de nuevo a Flannery.
A veces el excesivo celo de los cazadores le preocupaba, porque allí las personas estaban saqueando en exceso los tesoros de la selva lluviosa: las plumas de colores de la espléndida ave del paraíso adornaban siempre los tocados tradicionales de los papúas en fiestas y banquetes. A comienzos del siglo XX, decenas de miles de sus pieles con el plumaje fueron exportadas a Europa para utilizarlas en la moda, lo que hizo escasear a estas maravillosas aves. Hoy los animales de Nueva Guinea están amenazados por el continuo y rápido incremento de la población: los humanos practican una agricultura muy limitada, pero el suelo no es muy fértil. En consecuencia, viven de lo que les proporciona el bosque. Las armas tradicionales son suplantadas cada vez más por escopetas, los nativos disparan a todo lo que se les pone a tiro: casuarios, las grandes aves corredoras de Nueva Guinea, que hasta entonces habían sido capaces de defenderse, maravillosas guras coronadas y canguros arborícolas. Y es muy comprensible, porque las fuentes de proteínas son escasas.
Respetan a pocos animales: por ejemplo el pitohui, un bello pájaro canoro rojinegro, al que los nativos llaman rubbish bird —pájarobasura—, porque su carne solo puede comerse tras una laboriosa preparación. El ornitólogo americano John Dumbacher, de la Universidad de Chicago, supo en 1992 por qué. Mientras estudiaba aves del paraíso en Nueva Guinea, un pitohui cayó en su red. Al intentar liberarlo, el pájaro arañó a Dumbacher en la mano con sus garras. Instintivamente, Dumbacher se chupó la herida, pero nada más lamerla sintió un profundo dolor y una sensación de insensibilidad en la boca. ¿Había estado el ave en contacto con plantas venenosas o poseía su propia defensa química? Cuando volvió a cazar un pitohui, Dumbacher repitió el experimento de chupar, con el mismo resultado desagradable y lacerante. Así, por pura casualidad, descubrió que el pitohui, conocido ya desde 1827, era venenoso, el único pájaro de toda la Tierra que lo es, dicho sea de paso. Estudios posteriores revelaron que unos pocos miligramos de un extracto obtenido de la piel del pájaro pueden matar a un ratón en veinte minutos: el veneno se parece al de las dendrobates o ranas de flecha sudamericanas. Seguramente el pitohui se protege de ese modo de los ataques de azores y serpientes.
Entretanto, Flannery había obtenido el apoyo de un misionero: el padre irlandés Patrick McGeever introducía las tradiciones tribales de los nativos en los ritos de la iglesia católica-irlandesa; él mismo adornaba su hábito con pieles y plumas de la región y gozaba así de gran predicamento. Cuando el padre mencionó en sus prédicas que Flannery buscaba un canguro arborícola, el científico pronto recibió fragmentos de piel del animal buscado. Eran negros, más oscuros que las pieles de todas las especies conocidas hasta entonces. Diez años atrás, el tenkile, así denominaban los nativos al animal buscado, aún vivía en aquella región. A Flannery le asaltaron las dudas sobre el sentido de su búsqueda: ¿viviría todavía el tenkile? ¿O había llegado demasiado tarde y buscaba una especie que acababa de extinguirse?
Llevaba ya varios años dedicado a esa búsqueda, había recorrido la región en reiteradas ocasiones, y todavía no había visto ni un solo tenkile vivo. En la siguiente expedición se adentró en territorios aún más remotos. Y vivió la experiencia de que no siempre era bien recibido: muchos nativos habían tenido malas experiencias con los blancos. En un poblado el ambiente estuvo extremadamente tenso desde su llegada. Pero mencionar encima que era biólogo fue la peor de las ocurrencias. En efecto, anteriormente habían llegado al poblado dos expediciones zoológicas y los nativos se habían sentido engañados y utilizados: los científicos les habían pagado mal y habían roto los tabúes de los habitantes del poblado. Flannery fue conducido a una choza, sin luz, sin agua y sin comida, una ruptura brusca con las costumbres siempre hospitalarias del país. Por la noche oyó hablar agitadamente al consejo del poblado, y como los nativos discutían en parte en dialecto pidgin comprendió unas cuantas frases: algunos abogaban por matarlo en el acto; otros se oponían, temiendo que eso acarrease graves represalias para el pueblo.
Flannery permaneció días enteros atrapado, sin contacto con el mundo exterior, sin radio, sin transmisor que le permitiera comunicar su penosa situación. Pero en cierto momento los hombres le trajeron animales cazados. De repente parecían aceptarlo, y su alivio se convirtió en entusiasmo al darse cuenta de lo que le ofrecían: un enorme, pesado y oscuro canguro arborícola. ¿Acaso el tenkile tenía su morada precisamente en ese lugar tan inhóspito? Sin embargo, tras los análisis genéticos efectuados en Sídney, Flannery comprobó que ese animal solamente pertenecía a una subespecie del muy extendido canguro arborícola doria, es decir que no era el tan ansiado tenkile.
En noviembre de 1989, los cazadores llevaron una cría viva del canguro arborícola negro a la misión del padre McGeever, pero falleció antes de llegar a manos del departamento de animales salvajes. Con todo, Flannery conocía ahora el paradero de aquella especie y sabía que no se había extinguido. Estimó la población de canguros en tan solo 300 ejemplares. En 1991 pudo permitirse al fin pagar a un ayudante, que en mayo de ese mismo año atrapó tres tenkiles y volvió a dejarlos en libertad con un emisor alrededor del cuello. Flannery voló a las Torricelli a toda prisa para encontrarse al fin con «su» canguro arborícola.
La búsqueda fue frustrante: la batería del emisor de uno de los animales se había agotado enseguida y el tenkile siguió en paradero desconocido. A continuación encontraron otro de los canguros, un ejemplar viejo, muerto en el bosque. Cuando poco después hallaron también sin vida al animal restante, mucho más joven, Flannery comenzó a dudar del significado de su búsqueda. «Con este proyecto hemos matado ya dos animales», pensaba, y cayó en un profundo dilema: «¿Estaré acelerando la extinción de esta especie? Pero, si yo no estuviera aquí, el animal se extinguiría tarde o temprano, sin que supiéramos nada de su existencia».
Además, el clima de las montañas le sentaba cada vez peor: «Ya no resistiré mucho más aquí: siempre esta humedad, este bochorno», escribió en su diario. «Las fuerzas me abandonan, estoy físicamente exhausto y al borde del agotamiento psíquico». No obstante, aún pretendía proseguir la búsqueda del tenkile. Pese a todo, Flannery ya había conseguido con los trozos de piel que las autoridades prohibiesen la caza de esa especie. Aunque eso era casi incontrolable en la selva, suponía un primer paso muy importante para proteger a ese raro animal.
La caza tuvo un desenlace completamente inesperado: un buen día, dos hombres del pueblo de los wigoti le trajeron un animal joven, vivo, que habían encontrado en el bosque. Su madre había ido a parar a la cazuela la noche anterior. Flannery se mostró entusiasmado: por fin había alcanzado su meta. Desde el punto de vista científico, el descubrimiento de una nueva especie zoológica de gran tamaño causó sensación. Por desgracia, el pequeño no vivió demasiado tiempo en cautividad, pero observándolo Flannery logró reunir numerosos datos nuevos sobre la especie. Por ejemplo: la gruesa piel indicaba que los canguros arborícolas negros evidentemente estaban adaptados a un clima más frío y que tras la última glaciación, cuando la Tierra volvió a calentarse hace unos 14.000 años, se habían retirado a regiones montañosas situadas a más de 2.000 metros de altitud. En honor a su mecenas Winifred Scott, que había financiado la continua búsqueda del animal, Flannery llamó a la nueva especie Dendrolagus scottae.
Los habitantes del poblado wigoti se entusiasmaron al enterarse de la existencia del extraño animal que habitaba en los alrededores: Flannery confía en que este entusiasmo acaso contribuya a largo plazo a proteger al tenkile. Ahora él lucha para que el gobierno de Papúa-Nueva Guinea proteja los territorios en los que vive el canguro arborícola. Pero en este punto la situación no presenta buen cariz: en 1997 salió a la luz el proyecto de construir carreteras a través de la selva en esa región para posibilitar la tala de árboles. Vastos territorios, hasta entonces remotos, serán fácilmente accesibles para los cazadores.
Flannery tardó siete años en ver por primera vez a un tenkile vivo; el descubrimiento de otra especie de canguro arborícola fue más rápido: en 1990, el científico recibió unas instantáneas tomadas por el fotógrafo sudafricano Gerald Cubitt en Irian Jaya, en la zona indonésica de Nueva Guinea. Mostraban a un joven canguro arborícola que había sido abatido por un miembro de la tribu de los dani. El animal era completamente negro excepto una mancha blanca en el pecho, y su rabo era asombrosamente corto. O bien pertenecía a una nueva especie o —lo que era menos probable— se trataba de un ejemplar de una especie ya conocida con características poco habituales. El año anterior un trozo de piel que un cazador dani portaba en el sombrero había interesado vivamente a Flannery: también era negro con trazas de blanco.
Estos dos indicios —la tira de piel y la fotografía— abogaban por la existencia de un canguro arborícola desconocido que podría vivir en un sector de 400 kilómetros de longitud de la cadena montañosa central de Irian Jaya. ¿Era esto suficiente para equipar una expedición a uno de los territorios más inaccesibles del mundo? ¿Quién facilitaría el dinero para una empresa basada en una instantánea y en un trozo de piel? En principio, el proyecto de buscar al enigmático marsupial fue a parar a un cajón.
Cuatro años después se reabrió la posibilidad de descubrir los secretos del animal desconocido: el Museo Australiano de Sídney y el Museo Zoológico de Bogor (Indonesia) pretendían organizar una expedición conjunta a la vertiente meridional de Carstens Range —una región montañosa que el explorador británico Alfred Wollaston se había atrevido a hollar por primera vez a comienzos de siglo— para estudiar las especies biológicas. A causa de las enfermedades, Wollaston perdió entonces a la mayoría de sus 260 porteadores malayos y gurkha nepalíes, soldados que vigilaban la expedición. En dos ocasiones el equipo de la expedición fue arrastrado por ríos desbordados, y varias veces Wollaston se encontró de noche en el campamento con el agua por el pecho. Durante 15 meses se abrió paso a través de un bosque impenetrable y un terreno increíblemente escarpado, y sin embargo la expedición no llegó a más de 1.400 metros de altitud, los hombres solo acertaron a divisar en un par de ocasiones las cumbres cubiertas de nieve de las montañas.
Hoy en día el trayecto es más sencillo: la expedición de Flannery se trasladó, en un vuelo de helicóptero de media hora de duración, desde el sur de Irian Jaya hasta el glaciar Meren, antes de comenzar las penalidades y el reconocimiento del territorio. El equipo se puso en contacto con los cazadores nativos de la tribu de los dani, que conocían dos especies de canguro arborícola: el naki marrón dorado, que resultó ser un canguro arborícola doria, y el blanquinegro nemenaki, tras el que quizás se ocultase la nueva especie buscada. Los cazadores relataron que ese animal profería sonidos silbantes y que no pasaba mucho tiempo en los árboles, pues vivía más bien en el suelo. Además, el nemenaki no era muy tímido: un cazador refirió que le bastó colocar un lazo alrededor del cuello de uno de los canguros arborícolas para llevárselo lejos de allí. Otro lo había atraído simplemente con un haz de hojas. ¿Era todo eso pura palabrería de cazadores?
Flannery no tardó en conseguir el primer animal: una hembra hallada por sus ayudantes que los dingos salvajes de Nueva Guinea habían matado a mordiscos. «La primera vez que vi al animal sobre los hombros de un dani, no parecía en absoluto un canguro, sino más bien un oso pequeño o un panda», afirma Tim Flannery al rememorar su encuentro con el nuevo animal. Tenía una cara muy chata, un rabo relativamente corto, manchas blancas y negras y mostraba en la frente una pequeña mancha blanca: se diferenciaba claramente de las especies de canguro arborícola conocidas.
Pronto reunió más datos sobre la conducta del animal, que los dani también denominan dingiso: cuando te lo encuentras en el bosque, profiere un grito silbante y levanta de golpe las patas delanteras. Una extraña conducta, porque así el animal se descubre, pero quizá también avise de este modo a sus congéneres. En cualquier caso, eso lo hace presa fácil para los cazadores.
Sin embargo, en la zona occidental de Carstenz Range, donde vive la tribu de los moni, el animal está rigurosamente protegido: el canguro arborícola juega un papel capital en la cosmovisión de los moni, pues lo consideran uno de sus antepasados del que descienden todos ellos, y lo llaman también mayamumaya: «el que tiene cara de hombre». Por eso consideran sagrado al pequeño canguro arborícola blanquinegro. Matar a uno de esos animales equivaldría a un asesinato, comer su carne sería un acto de canibalismo.
También los moni conocen su curioso comportamiento: cuando en un encuentro entre hombre y animal un mayamumaya levanta de golpe los brazos y emite un silbido de alarma, ellos creen que el animal reconoce y saluda a sus parientes humanos. Un viejo cazador moni contó al biólogo Flannery que en cierta ocasión devolvió el saludo al animal: «Sé quién eres y no te haré daño. Dejaré que sigas tu camino».
Aunque los moni han sido cristianizados poco a poco por los misioneros, su sistema tradicional de creencias ha permanecido intacto. Por eso a Flannery no le preocupa el futuro de la nueva especie: cree que aún habitan en los bosques algunos miles de ejemplares. Denominó a la nueva especie con una palabra de la lengua de los moni que designa el tabú de matar: el canguro arborícola blanquinegro se llama ahora Dendrolagus mbaiso: es decir «canguro arborícola “prohibido”».
El descubrimiento del dingiso o mayamumaya fue sin duda el punto culminante de la expedición que en conjunto cosechó un éxito extraordinario: hasta ese momento se ignoraba que una cuarta parte de las 42 especies de mamíferos descubiertas en Irian Jaya por los científicos vivieran allí; el canguro, una rata y un murciélago fueron incluso especies completamente nuevas. Además, los investigadores fotografiaron por primera vez numerosas especies de mamíferos. Nueva Guinea seguro que deparará todavía alguna que otra sorpresa.
En cualquier caso, el dingiso no es simplemente otra nueva especie de los indolentes marsupiales arborícolas, sino un eslabón muy importante para comprender la filogénesis de ese grupo de animales. Como lleva una vida «semiterrestre» —la mitad de su vida la pasa en el suelo—, ocupa un lugar especial entre los canguros arborícolas. Al principio Flannery creyó que el animal estaba cerca de aquella forma de transición que retrocedió desde el suelo a los árboles. A pesar de los pies planos, las patas delanteras y traseras casi de la misma longitud están bien dotadas para trepar. También el cráneo se parece mucho al de las otras especies de Dendrolagus. Los huesos, sin embargo, son demasiado ligeros para resistir saltos o caídas desde los árboles. En opinión de Flannery, el dingiso está recorriendo ahora el camino inverso: descender de los árboles al suelo. Y es que la evolución a veces es como la vida: unas veces se baja y otras se sube, y después vuelta a bajar…
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