La ciencia posee dos alas, pero la intuición sólo tiene una. Cada vez que el ave de
la duda intenta salir volando desde el nido de la esperanza, cae a tierra porque no
tiene más que un ala: la de la intuición.
Había una vez un maestro de escuela que era muy exigente con sus alumnos.
Éstos se pusieron pronto a buscar una solución para librarse de él. Se decían:
«¿Cómo es que nunca se pone enfermo? Eso nos daría ocasión de tener un poco
de descanso. Nos liberaríamos así de esta prisión que es la escuela para nosotros».
Uno de los alumnos propuso su idea:
«Es necesario que uno de nosotros diga al maestro: “¡Oh, maestro! ¡Creo que su
cara está muy pálida! ¡Sin duda tiene fiebre!”. Seguro que estas palabras tendrán su
efecto sobre él, aunque, de momento, no quedará convencido. Pero, cuando entre en
la clase, diréis todos juntos: “¡Oh, maestro! ¿Qué pasa? ¿Qué le sucede?”. Cuando un
tercero, luego un cuarto, después un quinto le hayan repetido lo mismo con cara
entristecida, no hay duda de que quedará convencido».
A la mañana siguiente, todos los alumnos se pusieron a esperar a su maestro para
que cayese en la trampa. El que había propuesto la idea fue el primero en saludarlo y
en anunciarle la mala noticia. El maestro le dijo:
«¡No digas insensateces! No estoy enfermo. ¡Vuelve a tu sitio!».
Pero el polvo de la duda se había infiltrado en su corazón. Cuando todos los
niños, unos tras otros, se pusieron a repetirle lo mismo, empezó a creer que estaba
realmente enfermo.
Cuando un hombre camina sobre un muro elevado, pierde el equilibrio apenas la
duda se apodera de él.
El maestro decidió entonces meterse en la cama. Sintió un gran rencor hacia su
mujer, porque se decía:
«¿Cómo es que ni siquiera ha notado el color de mi cara? Parece que ya no se
interesa por mí. Acaso espera casarse con otro…».
Lleno de cólera, abrió la puerta de su casa. Su mujer, sorprendida, le dijo:
«¿Qué pasa? ¿Por qué vuelves tan pronto?».
El maestro de escuela replicó:
«¿Te has vuelto ciega? ¿No ves la palidez de mi cara? ¡Todo el mundo se
inquieta, pero a ti, eso te deja indiferente! Compartes mi techo, pero apenas te
preocupas por mí».
La mujer le dijo:
«¡Oh dueño mío! Son imaginaciones. ¡Tú no estás enfermo!
—¡Oh, mujer vulgar! se enfureció el maestro, si estás ciega, seguro que no es
culpa mía. Estoy desde luego enfermo y el dolor me tortura.
—Si quieres, le dijo su mujer, te traeré un espejo. Verás así qué cara tienes y si
merezco ser tratada así.
—¡Vete al diablo con tu espejo! Ve mejor a preparar mi cama, pues creo que me
sentiré mejor si me acuesto».
La mujer fue entonces a preparar su cama, pero se dijo:
«Aparenta estar enfermo para alejarme de la casa. Todo eso no es más que un
pretexto».
Una vez en cama, el maestro se puso a lamentarse. Entonces el alumno que había
tenido esta astuta idea dijo a los demás:
«Su casa no está lejos. Recitemos nuestras lecciones con la voz lo más alta
posible y ese ruido no hará sino aumentar sus tormentos».
Al cabo de un rato, el maestro ya no pudo contenerse y fue a decir a sus alumnos:
«Me dais dolor de cabeza. Os autorizo a volver a vuestras casas».
Así, los niños le desearon un rápido restablecimiento y tomaron el camino de
regreso a sus casas, como pájaros en busca de semillas. Cuando las madres vieron
que los niños jugaban en la calle a la hora de la escuela, les reprendieron
severamente. Pero los niños respondieron:
«No es culpa nuestra. Es la voluntad de Dios que nuestro maestro haya caído
enfermo».
Las madres dijeron entonces:
«Veremos mañana si decís la verdad. Pero ¡pobres de vosotros si es una
mentira!».
Al día siguiente, las madres de los escolares fueron a visitar al maestro y
comprobaron que estaba gravemente enfermo. Le dijeron:
«¡No sabíamos que estuviese usted enfermo!».
El maestro replicó:
«Yo tampoco lo sabía. ¡Fueron vuestros hijos los que me informaron de ello!».
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