Hace mucho tiempo que por la imaginación de los
habitantes del pueblo de Tambo corre la historia de un difunto
sacerdote que relacionó su vida con la mezquindad
humana, teniendo que penar sus culpas.
Dicen que solía aparecer a las doce de la noche, junto
al altar mayor de la capilla, donde él había sido capellán;
pero era -curiosa y fantástica su aparición, puesto que lo
hacía sin su cabeza.
A la medianoche, todo el que pasaba, veía las luces encendidas,
y llevado por la curiosidad atisbaba el altar; y
pasmábase al ver «el cura sin cabeza», como le llamaban.
Cuentan que un día, después de la debidas ceremonias,
se cerraron las puertas de la capilla, desalojando la sala;
un joven que se había dormido quedó aprisionado en el
pequeño templo, y cuando despertó temió de su situación:
encerrado y con velas encendidas misteriosamente. Empezó
a llamar a gritos y a golpes, siendo vanos sus llamados
a tan altas horas.
¡Cuál no sería su asombro al ver aparecer en el altar
una figura! ¡El cura sin cabeza! Sus piernas flaqueaban,
y ya desmayaba, cuando el famoso cura le hace un gesto,
llamándolo. Y escuchó una voz que le decía que se acercase,
que no temiera, que él solo quería celebrar una misa
y que para esto necesitaba quien lo escuchase; y le rogaba
que él fuera su oyente. Enmudecido de espanto, el joven
determina arrodillarse y atenerse a las circunstancias. Se
celebró una misa. Se apagaron las luces; y desapareció
para siempre ese fantasma de la capilla. El joven salió disparado
hacia la puerta, todavía cerrada. Se estrelló y cayó
desmayado.
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