En El Mayab vive un ave misteriosa, que siempre anda
sola y vive entre las ruinas. Es el tecolote o tunkuluchú, quien hace
temblar al maya con su canto, pues todos saben que anuncia la
muerte.
Algunos dicen que lo hace por maldad, otros, porque el
tunkuluchú disfruta al pasearse por los cementerios en las noches
oscuras, de ahí su gusto por la muerte, y no falta quien piense que
hace muchos años, una bruja maya, al morir, se convirtió en el
tecolote.
También existe una leyenda, que habla de una época lejana,
cuando el tunkuluchú era considerado el más sabio del reino de las
aves. Por eso, los pájaros iban a buscarlo si necesitaban un consejo y
todos admiraban su conducta seria y prudente.
Un día, el tunkuluchú recibió una carta, en la que se le
invitaba a una fiesta que se llevaría a cabo en el palacio del reino de
las aves. Aunque a él no le gustaban los festejos, en esta ocasión
decidió asistir, pues no podía rechazar una invitación real. Así, llegó a
la fiesta vestido con su mejor traje; los invitados se asombraron mucho
al verlo, pues era la primera vez que el tunkuluchú iba a una reunión
como aquella.
De inmediato, se le dio el lugar más importante de la mesa y
le ofrecieron los platillos más deliciosos, acompañados por balché, el
licor maya. Pero el tunkuluchú no estaba acostumbrado al balché y
apenas bebió unas copas, se emborrachó. Lo mismo le ocurrió a los
demás invitados, que convirtieron la fiesta en puros chiflidos y risas
escandalosas.
Entre los más chistosos estaba el chom, quien adornó su
cabeza pelona con flores y se reía cada vez que tropezaba con
alguien. En cambio, la chachalaca, que siempre era muy ruidosa, se
quedó callada. Cada ave quería ser la de mayor gracia, y sin querer,
el tunkuluchú le ganó a las demás. Estaba tan borracho, que le dio
por decir chistes mientras danzaba y daba vueltas en una de sus
patas, sin importarle caerse a cada rato.
En eso estaban, cuando pasó por ahí un maya conocido por
ser de veras latoso. Al oír el alboroto que hacían los pájaros, se metió
a la fiesta dispuesto a molestar a los presentes. Y claro que tuvo
oportunidad de hacerlo, sobre todo después de que él también se
emborrachó con el balché.
El maya comenzó a reírse de cada ave, pero pronto llamó su
atención el tunkuluchú. Sin pensarlo mucho, corrió tras él para jalar sus
plumas, mientras el mareado pájaro corría y se resbalaba a cada
momento. Después, el hombre arrancó una espina de una rama y
buscó al tunkuluchú; cuando lo encontró, le picó las patas. Aunque el
pájaro las levantaba una y otra vez, lo único que logró fue que las
aves creyeran que le había dado por bailar y se rieran de él a más no
poder.
Fue hasta que el maya se durmió por la borrachera que dejó
de molestarlo. La fiesta había terminado y las aves regresaron a sus
nidos todavía mareadas; algunas se carcajeaban al recordar el
tremendo ridículo que hizo el tunkuluchú. El pobre pájaro sentía coraje
y vergüenza al mismo tiempo, pues ya nadie lo respetaría luego de
ese día.
Entonces, decidió vengarse de la crueldad del maya. Estuvo
días enteros en la búsqueda del peor castigo; era tanto su rencor, que
pensó que todos los hombres debían pagar por la ofensa que él
había sufrido. Así, buscó en sí mismo alguna cualidad que le
permitiera desquitarse y optó por usar su olfato. Luego, fue todas las
noches al cementerio, hasta que aprendió a reconocer el olor de la
muerte; eso era lo que necesitaba para su venganza.
Desde ese momento, el tunkuluchú se propuso anunciarle al
maya cuando se acerca su hora final. Así, se para cerca de los
lugares donde huele que pronto morirá alguien y canta muchas
veces. Por eso dicen que cuando el tunkuluchú canta, el hombre
muere. Y no pudo escoger mejor desquite, pues su canto hace
temblar de miedo a quien lo escucha.
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