Si hay vidas que parecen ofrendas al fracaso y a la esterilidad, un ejemplo es la
del conde Berenguer Ramón. No hubo negocio que emprendiera aquel desdichado
que no terminara en desazón o amargura. Porque ni fortuna ni gloria le acompañaron
en su azarosa existencia. Y la posteridad, juez implacable, lo asoció para siempre con
el primer asesino en la historia de la humanidad.
Era nuestro hombre hijo del conde de Barcelona Berenguer Ramón I. Y, como
primogénito, le hubiera estado destinado el gobierno de la casa condal, si no fuera
porque Dios decidió colmarlo con la alegría de un hermano el mismo día de su
nacimiento: un gemelo, a quien el atribulado padre llamó Ramón Berenguer.
No parece que la juventud de los hermanos transcurriese por la senda del
enfrentamiento. Ambos aprendieron a la par las enseñanzas pertinentes para el futuro
gobierno del vasto condado y, salvo el dispar éxito en el amor, nada parecía
diferenciar a un hermano de otro. Ramón Berenguer enseguida disfrutó de las mieles
del matrimonio y fue bendecido con un vástago mientras que nuestro protagonista,
enredado en una madeja de candidatas, no supo elegir a tiempo. Y para cuando lo
hizo, la agraciada ya se había comprometido con otro noble, dejando sumido a
Berenguer Ramón en el desconcierto y la frustración.
Desolado, optó por implicarse más en los asuntos de estado bajo la dirección de
su anciano padre, quien ya barruntaba una decisión sucesoria que devendría fatal para
sus hijos. Para sorpresa de propios y extraños, el viejo conde dictó testamento en su
lecho de muerte en el que otorgaba sus títulos y posesiones y, por tanto, el mando del
gobierno, a sus dos hijos de forma conjunta. Berenguer Ramón, aun considerando que
su primogenitura (ya fuera por unos pocos minutos) le concedía el derecho a la
herencia del condado en exclusiva, aceptó las últimas voluntades paternas con
resignación aparente. Pero su carácter taciturno se agrió peligrosamente.
Los hermanos acordaron dividirse el condado en contra de la decisión paterna. Y
si bien, al comienzo, el asunto pareció funcionar, no tardaron en surgir las primeras
disensiones por el diferente criterio que ambos tenían prácticamente en todo. Ramón
Berenguer era reflexivo y conciliador, mientras que su hermano mayor, irascible y
ciclotímico, gobernaba según su estado de ánimo. Lo que ocasionó serios problemas
con sus vecinos de las taifas moras. Solo el talante diplomático del menor de los
hermanos impidió que la cosa llegara a mayores. Pero para Berenguer Ramón, los
éxitos de su hermano suponían una humillación intolerable.
Un día, fue atacado Ramón Berenguer por los propios hombres de su guardia
mientras recorría tierras de Gerona. Nada se pudo hacer por su vida.
El magnicidio conmocionó a los habitantes del condado y, muy pronto, la sombra
de la sospecha se cernió sobre Berenguer Ramón. Éste se apresuró a respetar el status
social de la viuda y acogió a su sobrino bajo su tutela como prueba de su inocencia en
aquel turbio asunto. Pero no faltó quien creyera, ya fuera entre prelados, caballeros y
pueblo llano, que aquellas atenciones no eran sino fruto de la mala conciencia. La
infamante sombra de Caín se proyectaba sobre el Conde de Barcelona, quien
comenzaba su gobierno con aquella terrible mácula.
Tal vez creyó Berenguer Ramón que la mejor forma de aplacar las habladurías y
las maledicencias era trasladar el foco de atención a otros asuntos de mayor enjundia.
Y no tuvo el conde mejor ocurrencia que enredarse en una campaña militar contra los
moros, creyendo que la guerra le reportaría fama, tesoros y nuevas tierras, y que sus
vasallos se olvidarían del dichoso asunto fraternal. Sucedió lo contrario.
En su intento de someter Valencia, el Cid —no podía toparse con peor enemigo
—, protector de la taifa, salió a su encuentro y lo derrotó. Pero Berenguer Ramón no
aprendió la lección y, al poco, arremetió contra el rey moro de Lérida que, para
desgracia del barcelonés, compartía con el levantino protección en la figura de aquel
terrible castellano. Esta vez el Cid no solo lo derrotó, sino que lo hizo prisionero y
exigió un cuantioso rescate por su libertad.
Cuando el conde regresó a Barcelona después de su breve pero humillante
cautiverio, se encontró con el descontento de los nobles más influyentes.
Abiertamente empezaron a referirse a él como el Fratricida. Berenguer Ramón, con
nulo prestigio entre las gentes de sus dominios y cada vez más acorralado, decidió
someterse a un Juicio de Dios para terminar de una vez por todas con aquel suplicio.
El duelo sería en terreno neutral, en el reino de León. Si su caballero vencía, podría
regresar a su condado y gobernarlo en su totalidad sin oposición.
Pero su caballero mordió el polvo. No quedaban más salidas. Aquello era el fin.
Amargado y al borde de la desesperación, Berenguer Ramón II, el que fuera
conde de Barcelona, desaparece por la escotilla de la Historia. Unos cronistas dicen
que se unió a las huestes de Raimundo IV de Tolosa camino de las Cruzadas y murió
en el asalto a los muros de Jerusalén. Otros sostienen que su muerte tuvo lugar junto a
unos peregrinos también en Tierra Santa. En sus antiguos dominios de Barcelona
quedaba como conde su sobrino, el hijo de su hermano asesinado, que gobernaría
aquellas posesiones con el nombre de Ramón Berenguer III.
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