sábado, 16 de marzo de 2019

Wifredo, el Velloso

Francisco Martínez Hoyos

Se aburría. Se aburría en misa, muy de mañana, aún soñoliento, cuando los latines
salían como aletargados de la boca de Fray Bernardo, hastiados quizá de su voz
monocorde, o intimidados tal vez por las toscas gárgolas de aquellos muros
tenebrosos. Se aburría a la hora de la pitanza, por más que sus cocineros se afanaran
en condimentar con las especias más extrañas, traídas de la India o de Cipango,
sabrosas aves que incitaban a la gula. Se aburría entre las chanzas de sus bufones, que
echaban el resto para arrancarle ni que fuera una sonrisa de compromiso. Ningún
prodigio conseguía sacarle de su estado apático. Porque se aburría.
Hasta que, la mañana de un día que los cronistas no se preocuparon en consignar,
el buen Wifredo, conde de Barcelona, saltó de repente de su trono con energía. Sus
ojos recuperaron el color de la vida, regresando en un instante al prístino azul
ultramar. Tras la entrada aparatosa que correspondía a un enviado del emperador
Luis, anunció que su soberano precisaba del concurso de sus vasallos para una gesta
digna de ánimos esforzados.
¡Un reto, gran Dios! ¡Un reto! Por fin podría demostrar que el conde estaba sobre
la tierra para algo más que dirimir pleitos absurdos, querellas de gentes mediocres
incapaces de gustar del sabor de la gloria. Su voz se aceleraba de la emoción,
abrazaba sin motivo a todo el mundo sin discriminar entre el lacayo y el potentado,
hasta lloraba.
Sin pensarlo dos veces, empezó a trabajar en los preparativos bélicos tan
febrilmente que se olvidó de comer y de escuchar el sermón de los domingos. Porque
solo tenía oídos para el martilleo que forjaba las espadas, ese sonido embriagador, el
sonido de la victoria. Barcelona, mientras tanto, aguardaba expectante el paso de la
Historia en aquel año de Gracia de 892.
Wifredo no tenía la cabeza para las típicas tonterías en las que gastan su tiempo
los mortales al uso. Ahora más que nunca su mente debía mantenerse fría y alerta, lo
mismo que un depredador ante su víctima. El éxito de la aventura dependía de su
capacidad para dar ordenes precisas en todo momento y lugar, que un ejército es una
máquina tan compleja que amenaza descoyuntarse si su jefe se sume en la inacción.
Que no falten las provisiones para los soldados, ni el agua ni la hierba para los
caballos. Hay que pagar espías, enviar mensajeros, estudiar mapas.
Hasta que llegó el gran día. Como el buen vasallo que siempre se preció de ser,
Wifredo se calzó las espuelas, empuñó su lanza y partió para acudir a la llamada de
su Señor al frente de una mesnada de hombres de faz patibularia, ladrones o asesinos
a los que perdonó la mutilación o la muerte a cambio del alistamiento. En cualquier
caso, no vacilaría en ejecutar, aunque fuera con sus manos, al primero en
desmandarse. No se podía permitir el lujo de quedar ante el emperador como el jefe
de una banda de provincianos, si es que quería hacerse valer. Ganarse el respeto de la
corte como el único capaz de poner orden en las fronteras con la Media Luna, en
medio del trasiego de gentes dudosas que iban del Sur al Norte y del Norte al Sur,
siempre con intenciones turbias.
Al anochecer de aquel primer día de la expedición, montó el campamento y
mandó llamar a su tienda a sus mejores capitanes. A uno, Berengario, le conocían por
el sobrenombre de “caballero negro”. Siempre vestía, en efecto, de este color. Locuaz
y dicharachero, siempre tenía un piropo oportuno para las damas, una habladuría que
contar o una reflexión de enjundia sobre alta política, pero, en lo tocante a sí mismo,
guardaba a rajatabla el silencio más estricto.
El otro, Borrell, apenas alcazaba a hacerse oír con su voz campanuda, porque si se
distinguía más bien era por su temperamento callado, poco amigo de intervenir en
conversaciones. No obstante, pese a su tendencia a rehuir el contacto social, siempre
gustó de anunciar urbi et orbi sus motivos de júbilo. Que en esos momentos se
reducían a uno de considerable magnitud: su recientísimo enlace con María, la dama
que cuidaba a la anciana condesa de Tolosa con abnegación cercana a la santidad.
Cada cinco minutos, la buena mujer la llamaba con alguna petición.
Por no hablar de cuando le cortaba el sueño, cuatro veces en mitad de la noche,
por urgencias que no vamos a detallar. En aquella escuela de la vida, María aprendió
a adornar sus ya considerables prendas con una virtud, la paciencia, con la que
resistía prácticamente lo irresistible, así que no le costó disculpar a su novio sus
conversaciones monotemáticas, su discutible sentido del humor, o su amistad
peligrosa con el desorden, que en cinco minutos transformaba la armonía más edénica
en el caos que debió ser el Universo antes del primer día de la creación. Borrell, con
la expresión maravillada de un niño, apenas tenía palabras para agradecerle su
comprensión infinita.
Wifredo, tras ofrecer un refrigerio a su mano de derecha y a su mano izquierda,
preguntó a Borrell que tal le iba la vida de casado.
—Pronto tendremos a otro Borrell, que se honrará igualmente en servíos —
respondió el capitán con su habitual nobleza.
Berengario, mientras tanto, permaneció mudo. Ni una sola palabra, aunque había
compartido con Borrell y María más de una cena y más de dos, en las que agasajaba a
la dama con versos y rosas. Ella, por suerte, agradecía la buena intención. Él, por
suerte también, se congratulaba de que su mejor amigo simpatizara tanto con la que
había de ser su mujer. Les celos, más que un error, le parecían una indecorosa falta de
buen gusto.
Wifredo, igual que de costumbre, adoptó su tono más didáctico.
—Como bien sabéis, mis queridos amigos, las batallas no solo se ganan
derribando enemigos a diestro y siniestro. Un brazo fuerte no sirve de nada sin una
cabeza política.
La lealtad de los barceloneses removerá cualquier obstáculo —respondió
Berengario sentenciosamente.
El conde de Barcelona les expuso sus planes, con los ojos febriles de un
visionario. Ahora debían socorrer al emperador para detener a los vikingos, pero
después volverían sus armas hacia el sur y doblegarían al Califa cordobés. Nunca,
nunca, los ejércitos sarracenos volverían a sembrar la devastación y la masacre en la
dulce Cataluña. ¡La mejor tierra de las Españas!
Berengario celebró alborozado un proyecto tan grande y magnífico. Borrell, en
cambio, permaneció taciturno. No por discrepancias, sino porque su mente de
organizador evaluaba todas las implicaciones. Con el brazo apoyado en la barbilla,
reflexionó en voz alta, hablando consigo mismo.
—Habrá que reclutar muchos hombres, comprar armas, pagar soldadas. Todo eso
quiere decir más impuestos, pero los campesinos ya no pueden más.
Esa noche, Wifredo no pudo dormir. Se había apoderado de su mente una visión
fantástica, en la que se imaginaba como un nuevo Alejandro, fundando ciudades que
poblarían legiones de recién llegados con ganas de prosperar. Electrizado por sus
sueños, se levantó y se puso a contemplar el horizonte en silencio. Detrás de aquellas
montañas le esperaba el destino.
No pensó sino en la gloria mientras atravesaban Francia, camino de Normandía,
donde iban a confluir con el ejército imperial. Por todas partes encontraron bandas de
refugiados harapientos, reducidos a cadáveres con apariencia de vida, todos con el
mismo terror. Los vikingos no hacían prisioneros, ensartaban niños en sus espadas,
más parecían diablos que hombres. Los caminos se llenaron de predicadores
vociferantes que anunciaban el Apocalipsis: Dios enviaba a aquellos mensajeros del
averno para castigar tantas vidas de espaldas a la luz de la fe. Otros, en cambio, se
entregaba a todos los vicios convencidos de que ya no había religión ni rey. El mundo
se le antojaba al conde catalán un inmenso desquiciamiento.
Y por fin llegó el día de la batalla. Los dos ejércitos se miraron expectantes, hasta
que un ronco alarido rompió el silencio. Lo que vino fue una maraña de metal y
sangre, con cabezas cortadas, brazos arrancados de cuajo e intestinos desparramados,
entre gritos agonizantes. Mientras tanto, desde un promontorio, la flor y nata de
duques, condes y barones asistían al espectáculo. Los caballeros morían con la
dignidad de las personas decentes.
La lucha se prolongaba, sin resultado claro. El emperador Luis, desde su puesto
de mando, hacía esfuerzos titánicos por permanecer razonablemente hierático, aunque
la angustia lo carcomía. El calor, con la sed consiguiente, provoca más bajas que los
siempre ruidosos enemigos, gentes de fuertes músculos y débiles ropajes, con el
rostro pintado en franjas azules y amarillas. Había que hacer algo y hacerlo sin
demora.
Decidido a lanzar su última carta, el soberano ordenó a Wifredo que atacara con
sus catalanes cierta posición enemiga. La táctica concreta a seguir quedaba, sin
embargo, en sus manos. El conde de Barcelona, gozoso, se dirigió a Borrell:
—Coged cien hombres. Vendréis conmigo. Cuando los hayamos cansado,
Berengario los rematará con nuestras reservas.
Las herraduras de los caballos crepitaban sobre la tierra reseca, hasta encender
pequeñas llamaradas. Wifredo repartía mandobles a la derecha, mandobles a la
izquierda, recuperado el entusiasmo inocente de la primera juventud. Borrel, por su
parte, acudía a todos los trucos de su fina esgrima para degollar al contrario. El sol
iracundo, mientras tanto, les abofeteaba con desmedidos rayos, entre los destellos
cegadores del acero y el olor pútrido de los que caían para no alzarse más.
Transcurridas diez horas de combate, los ánimos y las fuerzas comenzaban a
desfallecer. Ningún guerrero estaba ya muy seguro de si masacraba al enemigo o al
amigo, en medio de una babel de colores sucios, sonidos lastimeros e imágenes
desenfocadas fruto del agotamiento. Wifredo, inquieto, le gritó a Borrel:
—¡A qué espera Berengario! ¿Por qué no viene?
Lo peor, por desgracia, estaba por llegar. Doce vikingos, entre rugidos más
propios de un mar tempestuoso que de garganta humana, dignos émulos de Odín y de
Thor, pretendían hacer méritos para el Valhalla.
Una flecha atravesó la armadura de Wifredo clavándose en su hombro izquierdo,
cerca del corazón. Borrell presenció el momento impotente porque una nube de
odines rubios como la cerveza le impidió cualquier tentativa de socorro. Muy pronto,
sin duda, todos rendirían cuentas ante el Supremo Hacedor. No temía a la muerte.
Solo lamentaba no volver a despertarse con la sonrisa franca y luminosa de la
compañera que había elegido.
Una fanfarria anunció entonces la llegada de las tropas imperiales. Una miríada
de caballeros de blancas armaduras avanzaban inexorables, sin sentir dolor ni
cansancio, en su determinación de exterminio. Los vikingos, aterrorizados,
retrocedieron en desbandada. Pero para Wifredo era muy tarde ya: ninguna fuerza
humana podía salvarle. Agonizaba mirando con ojos vidriosos el cielo imperturbable
a la búsqueda de Dios.
Lo que vino a continuación fue magnífico. Nadie hubiera creído que el
emperador, con su presencia imponente, fuera capaz de arrodillarse ante el más fiel
de sus vasallos. La voz con la que atemorizaba a los embajadores extranjeros, de
ordinario cavernosa, adquirió una ternura indefinible. Los ojos gris clarísimo, capaces
de posarse en su interlocutor como dos interrogantes afilados, brillaban admirativos.
—Pedidme lo que queráis, señor conde —le dijo mientras cogía delicadamente su
mano. —Mi escudo, mi escudo… —respondió el catalán entre delirios.
El soberano mojó el dedo índice en su sangre y trazó, sobre una superficie
huérfana de símbolos heráldicos, cuatro barras rojas. Wifredo lo miró con gratitud y
expiró en paz.

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