Francisco Martínez Hoyos
Parecía el preludio del Apocalipsis. A mitad de la tarde, mientras los buhoneros
vendían sus cachivaches en la plaza, el cielo de la ciudad adquirió la tonalidad
anaranjada del azufre. “Es el color del demonio”, clamaron los curas y los frailes,
como quién repite una lección bien memorizada. Pero el aire, de repente pútrido, no
tardó en forzarlos a huir a la búsqueda de la protección del dios en el que decían
creer. Las calles empezaron a llenarse de miradas congestionadas, ojos irritados,
manos temblorosas, lo mismo de ricos que de pobres, pese a la creencia fomentada
por los primeros de que la enfermedad solo se cebaba en la baja esfera, la purria, la
gentuza u otros corteses calificativos. Aquellos que poseían un pequeño corral en sus
casas, con el que proveerse de carne y huevos, siempre bienvenidos para aligerar una
subsistencia incierta, contemplaron alarmados el súbito enloquecimiento de las
bestias: el balido de las ovejas pasó a ser una música siniestra, no ya el cántico
confiado de la inocencia corporeizada. Mientras tanto, todos escucharon un murmullo
inquieto que se fue incrementado. ¿Quizá los tambores de un ejército enemigo? No.
Un descomunal dragón se aproximaba, arrojando desde el abismo de sus narices una
llamarada infernal.
Nadie había olvidado la última visita del monstruo, pero esta ocasión superó todo
lo previsible. Diez muchachos que volvían de la taberna de Maese Pedro, pletóricos
de etílica felicidad, amanecieron indeciblemente mutilados, sin un rastro de expresión
humana en el muñón que una vez fue su rostro. La bóveda de la catedral se desplomó
como si fuera de pergamino, solo con un lengüetazo. El rebaño que atravesaba el
camino real, de vuelta a la paz de las montañas, no encontró más descanso que el de
las pavorosas tripas de aquel enviado del averno. Nadie podía vanagloriarse de que la
desgracia había pasado de largo ante su puerta, por más amuletos que la rodearan.
Todos, entre la ira y la resignación, se preguntaban cuando se repetiría la terrible
acometida.
Los vecinos deliberaban en un clima de nerviosismo. Los más acaudalados, esos a
los que en Italia llaman, gráficamente, popolo grasso, y que aquí se reducen al duque,
al barón y a cuatro mercaderes, por no decir especuladores, se pronunciaron por
aplacar a la bestia a cualquier precio.
—La ciudad requiere un sacrificio supremo. Si, cada mes, ofrecemos al dragón
uno de nuestros primogénitos, todos los demás nos salvaremos.
A sus doctas voces les faltaba emoción. Había que hacer lo que había que hacer,
no había otra, aunque tocara taparse la nariz. Pero a los más jóvenes, imbuidos de los
ideales caballerescos, la contemporización les hacía hervir su sangre fosfórica.
—Hay que batirse y, si es preciso, morir. Morir con honra.
Sus oponentes les miraron desde la atalaya de una condescendencia infinita. No
era un debate entre iguales, así que finalmente se optó por el chivo expiatorio. El
duque anunció la noticia, con la gravedad de los estadistas:
—Así garantizamos el futuro… No hay otro camino.
Tomó la palabra Jorge, el soldado, conocido por este sobrenombre porque venía
de combatir en Grecia con los almogávares. Tal desmesura con piernas, uno de esos
mocetones de anchas espaldas y mirada intensa, resultaba, al principio, un tanto
intimidante. No menos que un Sansón redivivo. Después, el observador consignaba,
azorado, que de su garganta de minotauro las palabras brotaban sosegadas, sin
abdicar jamás de su energía. Esta vez, sin embargo, una cólera inédita cortó el aire.
—Puestos en el lugar de Cristo, ninguno de vosotros habría amonestado a los
fariseos. ¡Cobardes!
El duque le replicó con la irritación de un maestro ante las diabluras del más
díscolo de sus discípulos:
—Un simple soldado o, por mejor decir, un soldado simple, un soldado sin
tierras, sin ningún tesoro que defender… ¡Se atreve a darnos lecciones!
En esos momentos, si la dignidad herida hubiera tenido rostro, ese habría sido el
de Jorge.
—Sí que tengo un tesoro que defender…
Habló con la cabeza erguida y la majestad de un profeta bíblico.
—… La fe.
Una comisión de tres miembros, el duque, el cura y un representante de los
gremios, puesto a dedo para que pareciera que el mundo del trabajo contaba algo,
entregó al primer chivo expiatorio la mañana del domingo de resurrección, lacerante
ironía. Condujeron al pobre estudiante a un paraje reseco, donde no había más vida
que alguna planta asilvestrada o un ave carroñera, a la que no importaba dar círculos
en medio del fuego, que no del aire.
Los vigilantes del muchacho se retiraron con temor reverencial. A su regreso, una
hora después, solo encontraron algunos huesos y el tejido deshilachado de una
camisa.
El monstruo, por desgracia, no se dio por contento y reanudó sus zarpazos. Aquí,
los cadáveres maltratados de unas vírgenes. Allí, la ejecución de unos hombres de
Dios para los que solo el rezo contaba. Unos aseguraban que el dragón superaba en
altura a la catedral de la misma Roma y llameaba por los ojos. Otros describían con
pelos y señales su piel rocosa, el brillo cegador de sus garras o la rapidez instantánea
con la que cubría periplos dignos de Ulises. No faltaba quien anunciara que el rugido
del dragón no era sino la primera trompeta del Apocalipsis.
Todas las especulaciones parecían plausibles. Los campesinos, sobre todo un
grupo radical, fronterizo con la herejía, aseguraban que la satánica criatura no existía.
Los nobles la habían inventado para proseguir, con la mayor impunidad, sus
extorsiones. Los señores, a su vez, se echaban la culpa unos a otros o aseguraban que
la solución requería un tiempo razonable.
El dragón devoraba, una tras a otra, a las víctimas propiciatorias. Hasta que le
llegó el turno a la mismísima hija del rey, la princesa Cleodolinda. Todos, a lo largo y
ancho del país, caían desmayados ante la extraña belleza de su rostro ovalado,
rematado por una melena áurea de la que caían guedejas caprichosas, danzarinas y
enigmáticas como la cola de un cometa. Pero el hechizo de sus ojos celestes y
diamantinos —promesas elocuentes de que la perfección de la forma envolvía la del
fondo—, no impidió que sus potenciales paladines esgrimieran excusas variopintas
para declinar su defensa, sin que faltaran argumentos bellamente trabados, con citas
al Evangelio y los clásicos antiguos. Solo Jorge, en medio de aquella abdicación
masiva, comprendió que había llegado el momento de desenvainar la espada.
¿Qué distingue a un simple mortal de un héroe? El pueblo entero le vio partir de
lejos, con su casco y su lanza. Por los acobardados ventanucos, ojillos de topo se
extraviaban mirando a los árboles, a las paredes, a cualquier cosa para esquivar el
apremio de la vergüenza. En una función teatral, una fanfarria de tintes dramáticos
habría acentuado el tono épico del momento. Como la vida real no admite los
retoques de los invencioneros, solo la melodía de una confianza inquebrantable
alumbraba el camino hacia la gloria o el sepulcro. Las medias tintas, para los
mediocres.
La luna, pura y prístina, se agrandó hasta ocupar todo el firmamento, Jorge llegó
al paraje triste de anochecida, acampó junto a un cactus melancólico y pronunció sus
oraciones acostumbradas; tras cubrirse con una recia manta de piel de oveja, se
concentró en las estrellas, las trémulas estrellas, que con su mudez autenticaban las
promesas descabelladas de los amantes. Mientras reflexionaba sobre aquellas
lucecitas misteriosas, la manera en que emergían de la nada primigenia, al menos no
pensaría en el monstruo al que iba a retar.
En esa tenue frontera entre el sueño y la vigilia, la realidad de la que creía ser
consciente, a la que imaginaba dominar —pobre, pobre fatuo—, empezó a diluirse
bajo algún tenebroso influjo oscureciéndose, retorciéndose, estallando en un canto de
notas inarmónicas y taladradoras. No acertaba a explicar porqué escuchaba los
colores y percibía, en formas de audacia nunca vista, los sonidos de aquella letanía de
la intranquilidad.
Nuestro satélite —reina suprema entre mil puntitos luminosos— le miraba con el
sadismo del halcón que tiene acorralada a su presa, regodeándose en la desvalida
pequeñez del último de los siervos de Cristo. ¡Quién lo hubiera dicho! Jorge, el
valiente soldado, convertido en un garabato digno de lástima. Peor aún: de risa. El
dragón —avezado titiritero—, le hacía danzar a un lado y a otro con la suprema
arbitrariedad de un sultán, con el mismo imperio del viento sobre las hojas caídas.
Ora fundía su espada con una bocanada de volcánicos fuegos, ora se entretenía en
despojarlo de su casco y de su armadura, mientras proyectaba, abusivo siempre, el fin
apoteósico de una bacanal en la que su sangre sería el vino. Las imágenes se sucedían
vertiginosas, aunque no lo bastante para impedir que su mente generara pensamientos
que pugnaban por aferrarse al último resto del naufragio en que se había convertido
su yo. Pensamientos inquietantes sobre si valía la pena arriesgarse por Cleodolinda.
La propaganda oficial ensalzaba sus virtudes, pero… ¿Acaso era algo más que una
damita caprichosa, frívola, banal, a la que un día su padre prometería con algún
potentado extranjero que la llenaría de hijos, antes de morir de sobreparto? Apenas
lograba coordinar sus ideas, pero se dijo que sí, que aquella batalla merecía ser
librada. Que todas las batallas lo merecen porque el conformismo, la falta de un
horizonte hacia el que mirar, no es sino la antesala de la muerte. No luchaba por la
princesa, sino por él mismo, por sentir, ni que fuera un instante, que, aunque su barco
desvencijado se hallara a merced de las olas, Jorge, y no Santiago, ni Berengario, ni
Ricardo, ni el Rey, ni el Papa de Roma, gobernaba el timón. Por poco tiempo, sin
duda, ya que el monstruo se preparaba para deglutirlo. Las fauces de aquella boca
colosal habrían podido devorar el mismísimo cielo…
Fue entonces cuando despertó, en medio del mismo paisaje desangelado de
siempre. Muerto de sed, aún bajo los efectos de la pesadilla, bebió del cactus solitario
tras hendirlo con su golpe más profesional. El dragón era solo una leyenda, un cuento
para asustar espíritus débiles. ¿O no? ¿Y si el monstruo le había inspirado, con su
fuerza maligna, las horrendas visiones que habían turbado la habitual placidez de sus
sueños? Sabía, por sus estudios de teología, que las criaturas demoníacas no siempre
muestran sus furores a las claras, como hacen los caballeros, sino por medios
retorcidos que obligan a discernir lo verdadero de lo falso. Y exigen alerta constante,
porque el monstruo siempre aparece de improviso, justo en el momento en que crees
que ya puedes bajar la guardia.
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