Hay quienes se retiran al desierto de las montañas, lejos de sus semejantes, para
buscar la Vía. Otros eligen senderos más abruptos todavía, pero, al parecer, más
directos, por los que prosiguen su búsqueda espiritual sin renegar de su vida de seres
humanos. Así es, dicen, como se ejercitaban los antiguos sabios.
Una pareja de taoístas realizaba sus investigaciones alquímicas bajo el mismo techo.
El hombre había iniciado a su mujer en el arte de la transmutación, le había prestado
sus libros y sus utensilios. Pero el laboratorio, que habían instalado en una pequeña
pieza de la casa, era exiguo. Por tanto, debían trabajar por turnos. Esto no estaba tan
mal, ya que, según los expertos, la transformación del mercurio en oro o la puesta a
punto efe la píldora de la inmortalidad depende no sólo de la destreza manual del
adepto, sino también de su actitud interior.
La pareja intercambiaba a veces descubrimientos, pero no podía compartir lo
inefable. Y de sus conversaciones se desprendía que la mujer parecía haber superado
a su maestro y marido. Él sintió envidia, incluso sospechó que ella le ocultaba
algunos de sus descubrimientos. Empezó a espiarla.
Una tarde, escondido en el bosquecillo de bambú que crecía delante de la ventana
del laboratorio, el alquimista percibió un fulgor dorado en las manos de su mujer. Se
precipitó en el taller gritando:
—¡Has encontrado la fórmula y te la guardas para ti! ¡Qué ingratitud!
La mujer le contestó con voz dulce pero firme:
—Ya te he dicho todo cuanto podía decirte. La fórmula no basta. El Gran arte
consiste en dejar que el Vacío obre en ti. Si tu corazón no es puro, el Tao no puede
obrar.
Un secreto se conserva mejor cuanto menos penetra en el oído que lo escucha.
Devorado por la envidia, el taoísta decidió averiguar el secreto de su mujer a toda
costa. Recurrió a la dulzura, a las amenazas, a los regalos, a los golpes. Nada
consiguió. Desconcertado, el alquimista ya no sabía qué hacer. Le pidió consejo a un
amigo que se había enriquecido considerablemente por medios poco escrupulosos.
Éste le sugirió que diera a beber un veneno a su esposa y que le entregara el antídoto
sólo a cambio de su secreto.
El marido puso en práctica el consejo del amigo. Tras darle a beber a su mujer un
té envenenado, le hizo su odioso chantaje. Ella se echó a reír y declaró:
—¡Mi pobre amigo, has errado el golpe! Debes saber que nada temo, pues acabo
de poner a punto unas píldoras de inmortalidad. Guardaba una para ti, a la espera de
que transmutaras, en el crisol de tu corazón, el plomo de tu envidia en sentimientos
más nobles. ¡Pero has caído muy bajo! ¡No sería bueno que llegaras a ser inmortal en
ese estado! ¡Nada tengo ya que hacer con un brujo de tu calaña!
Abrió una caja y se tragó una píldora de cinabrio. Él se abalanzó sobre ella,
deseoso de arrebatarle la caja, pero ella saltó por la ventana y montó a horcajadas del
viento.
Él corrió tras ella, la persiguió por las calles mientras ella sobrevolaba los tejados.
Gritaba, gesticulaba, pataleaba. Ella había desaparecido tras los biombos escarlatas
que formaban las nubes incendiadas por el sol poniente, pero él continuaba
vociferando. Unos curiosos intentaron calmarle. La tomó con ellos como un perro
rabioso. No consiguieron que entrara en razón. Lo encerraron en el manicomio.
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