EL bosque, el lago, la montaña, el valle, todo está envuelto en misteriosa
bruma, cuando amanece el dia en los célebres campos del Payubre, que es por donde
los ginetes penetran abarcando mayor zona de tierra en las comarcas desconocidas
del interior de la Iberá.
Detengamos nuestras cabalgaduras á orilla de un bosque virgen, después de haber
pasado esteros y rodeado matorrales. Hay que asegurar convenientemente los
caballos á la entrada de estrechas sendas y continuar la marcha á pié.
Después de un cuarto de hora de camino por tortuosos senderos que se cruzan
unos á otros en diversas direcciones, por debajo de la inmensa bóveda verde, que
forman las hojas y los gajos de los árboles, se llega á un parage en que las lianas
jigantescas, partiendo enroscadas desde los troncos secos de inmensos árboles caídos,
van á unirse con las ramazones de la techumbre.
Dejemos el sendero para atravesar las lianas, caminando unos tras otros, por sobre
aquellos troncos secos.
Nuevas sendas aparecen aún mas ocultas entre la vejetacion. Sigamos un momento
mas, cambiando siempre el rumbo por un sendero que se elije entre muchos iguales y
llegaremos por fin á un recinto, donde solo ha sido dable penetrar con hábil guía ó
vaqueano, como llaman en el pago y en toda la República á los conocedores de
sendas ó caminos ignorados.
Nos encontramos de pronto, delante de cuatro hombres rústicos, de elevada
estatura, larga melena, pobladas barbas y enorme sombrero, que se mantiene sujeto,
echado hacia atrás, sobre la parte alta de la cabeza, por medio de un barbijo, que calza
en la nariz y cuya borla juega de uno á otro lado ante los labios.
Los cuatro individuos visten traje nacional, chaquetillas de paño negro, chiripá del
mismo color; sujeto en la cintura por un tirador de cuero, charolado, cargado de
botones de monedas de plata y que oprime hácia atrás un interminable cuchillo, cuyas
proporciones son mas bien de espada.
Los payubreros, son indudablemente excelentes jinetes y hombres de campo, á
mas de valientes peleadores.
Son centauros desmontados que conservan en sus piernas encorvadas hácia fuera,
la curva que forma el cuerpo del noble bruto, en que se lanzan veloces por la extensa
llanura, que es campo de sus operaciones.
Facundo Cuevas, el mas arrogante de todos, es el que sirve de gefe á aquella
banda, de la que forma parte integrante, nuestro amigo el vaqueano.
La neblina se ha hecho aún mas densa que en las primeras horas, y aquel dia,
había que emplearlo en la guarida, bajo la techumbre de hermosas enredaderas y á la
orilla del fuego, donde se prepara el churrasco y hierve el agua, con que se ceba el
cimarrón, que va pasando alternativamente por las manos de todos.
Aquella instalación es transitoria. El gaucho estando en posesión de su apero y de
su cuchillo, tiene cuanto puede necesitar; los caballos de preferencia pastan en un
sitio inmediato, y apoderarse de ellos, ensillarlos y abandonar el campo en caso de un
ataque, fuera cosa de un segundo.
En la ocasión presente nadie se había movido de su puesto, porque el vaqueano,
dió al entrar en las sendas un silbido de señal, que fué contestado por Cuevas.
Mientras que uno de los paisanos ceba mate, otro soba un par de botas de potro
con delantar, que ha sacado á un bagual de las matreras, boleado el dia anterior.
El tercer payubrero, que es el mas viejo, sostiene la conversación, llena de
anécdotas y casos que lo han ocurrido; y Cuevas, con su largo facón entre las manos,
empareja unas huascas con que piensa fabricar un par de riendas.
Nuestra presencia allí, no promueve resistencia ni anuncia peligro á aquellos
hombres, forzados por su mala suerte en la última contienda revolucionaria, á vivir
alzados ó á monte.
Después de los saludos de práctica, uno se sienta en los aperos, tendidos en el
suelo y que han servido de cama la noche anterior, otro en una cabeza de vaca ó de
caballo, que separada de su tronco, rueda desde hace años, por aquella inmediación y
los restantes, se sientan sobre el lomo de un grueso palo, cuyo extremo sirve de
combustible al fuego próximo.
La conversación en guaraní, que ha sido establecida cordialmente, continúa
sostenida por Vizcacha, el viejo conversador; y cuando se agota el tema de mas
interés para ellos, que es saber si los buscan ó tratan de perseguir, el estado de sus
familias, ó la posibilidad de una nueva revuelta, entra á hablarse del tiempo; Cuevas
pide entonces á Vizcacha que nos cuente el origen del Roè-Chovèg, que aquel dia nos
tiene á todos reducidos á no ver sino á corta distancia.
Vizcacha, rogado para seguir su inclinación de conversador, no se hace esperar, y
acomodándose en su asiento, miéntras saborea un mate, que debe corresponder á la
segunda centena de los que ha tomado en aquel dia, habla de esta manera:
«Roè-Chovèg, es el aliento del parejero del diablo que es blanco como espuma y
ha salido con las primeras luces de las profundidades boscosas de la laguna Iberá.
«La niebla (el frio azul) no nos dejará ver el campo miéntras no pase de regreso el
Aiñac-cabayú, que anda rodeado de una espesa nube, bufando horriblemente y
arrojando por las narices llamaradas de fuego.
«¡Da gusto ver al ginete colorado, aunque inspire gran miedo!
Su caballo, es alto, y de larga crin, la cola completamente negra y los ojos como
astros de irresistible y atrayente luz.
El relincho ensordece. Se percibe hasta diez leguas á la redonda, y tiene el don de
atraer hacia donde él se encuentra, todas esas inmensas manadas de potros y baguales
alzados, que se encuentran pastando en los bosques y en los campos.
«El Aiñac-cabuyú, campea por cuenta y orden de su Señor el Cacique, de la gran
tribu de los Carâ-Carâs, que existe en el interior del lago; y el paisano que monta á
caballo en un dia como hoy, puede ser envuelto en los grandes remolinos que forman
las manadas, y conducido, contrariando su voluntad, á parages encantados, de donde
no se vuelve mas.
—El frio azul siguió esfumando el cielo y el bosque de nuestro alrededor durante
todo aquel dia.
Nuestros caballos fueron desensillados y asegurados convenientemente para pasar
la noche.
Cuevas, Vizcacha, Guatana y el vaqueano se entretuvieron alternativamente en
contarnos historias de la leyenda popular, á las que dan crédito y fé en absoluto.
Cuando empezaba á oscurecer se oyeron dos formidables truenos casi al mismo
tiempo; nosotros estábamos ya acostados en los recados y cubiertos con ponchos é
impermeables de goma, cuando se desató la tormenta.
Vizcacha que no hablaba desde hacía un momento, sacó de entre los cueros que lo
cubrían, su original cabeza de bandido, adornada por cerdas blancas y grises, de esas
que les sale á los viejos en la cara, en la vida salvage del desierto; y dirigiéndose á
nosotros, dijo con aire de profunda convicción, «ve! ve! ahí va pasando el Aiñaccabuyú,
de regreso á su pago; quién sabe cuantas manadas nos arrea! Mañana lo
sabremos, porque ya no nos tendrá ciegos el Roè-Chovèg!»
No tardó en oirse grandes tropeles de caballos que corrían relinchando por las
abras del monte, asustados por los relámpagos y castigados por el aguacero.
El agua que caía torrencialmente para fertilizar los campos y los bosques,
cumpliendo leyes físicas, apagó el último fuego de nuestra pequeña hoguera,
obligando á todos á un silencio absoluto y á reducir aún mas el limitado recinto,
ocupado por las camas de ocasion.
Todo lo que ocurría era completamente natural, pero daba lugar á una fantasía de
la superstición popular.
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