miércoles, 27 de marzo de 2019

Noticias de Navidad con el mar de fondo

Cuentan que en las semanas anteriores a la Navidad se ve por los caminos que
llevan a Finisterre —al cabo final de la tierra desconocida— un extraño personaje al
que ladran los perros horas antes de que aparezca y al que siguen ladrando cuando ya
camina a varias leguas de distancia. Aún no es Navidad, aún no ha nacido el Niño de
Belén de Judá, y ya ese personaje va con una terrible noticia hasta o cabo do mundo.
Se trata de un criado del rey Herodes, que va hasta el Finisterre a dar la orden de que
hay que degollar a los inocentes. El tal criado es un tipo moreno, vestido a la morisca,
gran corredor; de vez en cuando se detiene para beber en una fuente, que deben
secarle la boca las palabras de la terrible orden herodiana. Dos cosas me preocupan
de este oficial de órdenes de Herodes: su presencia en Galicia y en Finisterre
transforma la degollación de los inocentes en un acontecimiento universal, como si
todos los niños del mundo fueran degollados el día 28, y qué hace o dice cuando llega
a Finisterre y tiene ante sus ojos y su voz la inmensa soledad del océano. ¿Atraviesa
el mar, tiene tan poderosa voz que llega a la ribera de las Indias Occidentales, a
América, su grito arameo? Porque parece que la degollación haya de hacerse en todo
lugar de cristianos y, al mismo tiempo, lo que se prueba, entre otras cosas, por la
aparición de inocentes degollados en los más diversos lugares de Europa, tanto en la
cristiana romana como en la ortodoxa griega. Muchos de los que me lean saben que,
pasados varios siglos del nacimiento de Jesús, aparecían en Palermo o en Aquisgrán
niños degollados todavía con un soplo de vida, y que eran escapados de la matanza
ordenada por Heredes. En Palermo, en el siglo XIII, en un convento de franciscanos.
En un río cercano a Aquisgrán, en el siglo IX. En Palermo, la sangre que derramaba el
inocente por la gran herida de su garganta, manchó el suelo y aún hoy no se ha
borrado la mancha. En el río de Aquisgrán, el niño pudo decir quién era y lo llevaron
ante Carlomagno, quien dijo que en mayo saldría a hacerle guerra a aquel Heredes tan
asesino… Entre nosotros, los gallegos, no se sabe que haya aparecido ningún
degollado, ni en Santiago de Compostela ni en alguna posada del «camino francés»,
del camino de las grandes peregrinaciones, que sería lugar adecuado. Por ello me
pregunto: ¿qué hará el criado de Heredes ante el océano? ¿Quién lo escucha en las
rocas extremas? El océano es asesino también, pero a su manera. Lo ha dicho Yeats
en un verso memorable:
La asesina inocencia del mar
El océano, con su enorme violencia, con sus grandes olas y sus fuertes vientos,
destruye las naves que lo surcan, pero no tiene la voluntad de Dedanar. Enorme bestia
que respira dos veces al día, ignora los límites de su fuerza, desconoce el poder de sus
tempestades, ahoga humanos creyendo acariciarlos y, con los mayores temporales,
cree que está jugando. Me inclino a juzgar que el criado de Herodes a quien le grita
es a Leviatán, la enorme ballena, la gran bestia del mar, para de alguna manera
hacerla participar en el crimen.
Hace algunos años me habían pedido un villancico, para que lo cantase un coro de
niños en una iglesia de La Marina, de Lugo. La iglesia está en la vecindad misma del
mar, y de su ábside a las aguas hay un pequeño campo y unas grandes rocas oscuras,
que sirven de rompeolas. Y se me ocurrió que algo del mar había de entrar en mis
versos. Los niños cantores eran casi todos hijos de marineros, de pescadores —como
varios de los compañeros del Señor, con barcas en un lago, que no en el mar—. Y se
me ocurrió comenzar mi villancico —traduzco de mi lengua gallega— así:
San José tenía miedo
de que el Niño le saliese marinero,
y se le fuese un día por el mar
en un velero…
Yo me imaginaba a San José preocupado, contemplando el mar de Foz o de San
Ciprián, el Cantábrico verde y torvo, y el Niño jugando en la playa a navíos, con dos
trozos de madera, donde la ola comienza a ser espuma que lame la arena. Sí, San José
tenía miedo.
De que o neno lle saíse
mireñeiro
e se lle fose un día pelo mare
num veleiro…
Y por mis propios simples versos me emocionaba la aventura del niño saliendo al
mar mayor en una dorna, diciéndole adiós a la ribera oscura, a las luces de los
grandes faros nuestros, Vilan, Finisterre, Corrubedo, Silleiro.
Como saben, hubo discusiones entre los pesebristas italianos —después de que
San Francisco hiciese el primer pesebre o Nacimiento— de si había de ponerse el mar
en el pesebre. Y como uno de aquellos primeros franciscanos dijese que en el
Nacimiento debía aparecer il mondo nel suo ordine intero, fue decidido que siempre,
bordeando el país de colinas, bosques y ríos, debía aparecer el mar con sus barcas. Un
trocito de mar, que se fingía con cristal o con tela pintada de azul. Y, de aparecer el
mar en el pesebre, se llegó a poner en la fingida playa a gente de remo, que ella
también subía a Belén de Judá a adorar al Niño, juntamente con los ángeles y los
pastores. Belén está tierra adentro, pero a los marineros que en la playa se apoyan en
sus largos remos ha debido llegarles la extraña gran noticia: han visto estrellas, no
usadas, escuchado músicas que viajan con el viento terral… Cuando en un pesebre no
veo el mar, me parece, desde que supe de aquellas discusiones franciscanas, que le
falta algo y en el pequeño que me hago para mí mismo, pongo un poco de arena, y en
ella una pequeña barca, varada. Y así soy dueño de la ilusión de que acude a Belén la
gente toda de la costa gallega, y de las islas, de Sálvora, Ons, las Cíes, que se entera
de que le ha nacido un Salvador al mundo. Y de paso le doy a la gente del mar el
puesto que merece en el ordine intero universale, en los trabajos y los días. Con el
acento claro y cantarín de las gentes gallegas ribereñas suenan cantos, en mi
imaginación, en el Belén de Judá tan lejano. Y acaso uno de los marineros lleve en la
mano diestra una caracola, para que, puesta en el oído del Niño, éste escuche cómo
ronca el mar.

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