miércoles, 27 de marzo de 2019

La atlántida siempre

Escucho en mi transistor una emisión cultural, y así me entero de que ha salido un
nuevo libro sobre la Atlántida, traducción al castellano de la obra de un inglés, cuyo
nombre no logro recordar. Para el nuevo sucesor de Platón y de Termier, la Atlántida
era una gran isla situada al noroeste de Inglaterra y, tal como los sacerdotes egipcios
de Sais le dijeron a Solón, desaparecida bajo las aguas en un espantoso y breve día y
una larga y terrible noche. Quizá salió fuego del mar, y la isla se tambaleó en sus
cimientos antes de ser cubierta por las más grandes olas que jamás haya conocido el
océano.
La nueva situación dada a la Atlántida contradice la opinión generalmente
admitida de que la gran isla estaba situada en el centro del Atlántico, digamos que
entre las islas Canarias y las del mar Caribe. La Atlántida sería, por definición, la
gran Florida, la isla de la eterna primavera. Hace años que un pastor luterano alemán,
en inteligente libro, situaba la Atlántida en donde es hoy la isla de Heligoland, en la
costa germánica del mar del Norte. Pero, aunque se discuta la ubicación de la isla,
todos han estado conformes en que sus gentes habían desarrollado un complejo
sistema político, una civilización tecnológica y una refinada cultura.
Según el nuevo libro, los atlantes colonizaban toda Europa y Oriente Medio y
llegaban al Indo, cuando se produjo el hundimiento de su tierra natal. La verdad es
que se ha ido pasando del concepto del atlante como buen salvaje a un tipo metido en
el engranaje de una sociedad super reglamentada, sus individuos perfectamente
clasificados, y que en ningún caso podrían salir, sin grave castigo, de sus casillas.
Algo así como el Estado de las Islas Sevarambas, o la organización del «mundo feliz»
de Huxley. En este último había una «reserva para salvajes», es decir, para los
inadaptados. En toda isla de Utopía, desde Moro, parece que haya que reservar un
lugar para los que por algún fallo educativo, o por perturbación de la mente, por la no
aceptación de los cánones, se niegan a cumplir la ordenanza establecida. También la
Atlántida, según el nuevo libro, tenía su «reserva de salvajes», un gran penal que
ocupaba nada menos que toda Inglaterra.
Creo recordar que Huxley situaba la «reserva» en la gran selva centroamericana.
Allí, los disidentes, en ocio y en vagabundaje, vivían según sus apetitos. Me gustaría
que alguien con saber suficiente estudiase la influencia de los disidentes en la
evolución de estas sociedades tan reglamentadas y cuadriculadas, en las que la
clasificación inexorable de los individuos preservaba el orden y hacía imposible el
futuro. El Gran Protector de los atlantes se frotaba las manos con evidente
satisfacción ante el hormiguero afanado:
—¡Todo queda atado y bien atado! —decía.
También Hitler quería establecer un orden para mil años. Aunque parece que en
su mente no tuviese una «reserva de salvajes», porque tenía, como ya se ha visto,
otras soluciones. En fin, jamás nadie ha logrado atar la Historia.
Lo de Inglaterra, transformada en penal, sorprende. Dada la situación de la
Atlántida al noroeste de Inglaterra, la prisión, con un Gran Inquisidor, estaría mejor
situada en el frío, en Groenlandia o en Islandia, la Ultima Tule, un laberinto
construido entre las nieves perpetuas. El disidente pagaría su condición de tal en
largas y solitarias jornadas en una celda triangular. Parece ser que, en el siglo XVII, en
la India, un Gran Mogol hizo experimentos al respecto y encontró que la celda
triangular, con alto techo, desconcertaba al recluso y le causaba una sensación de
prisión, por decirlo así, mucho mayor que una celda cuadrada, como una habitación
normal.
Por lo oído, el nuevo tratadista de la Atlántida cree que los atlantes tenían
máquinas voladoras, lo que evidentemente supone, en principio, una metalurgia
avanzada. Es curioso, pero no ha aparecido ni un tornillo de toda la complicada
maquinaria que habían fabricado los atlantes para la dominación del mundo. Ni rastro
de sus artilugios ni en México ni en Egipto, ni en Tartesos ni en Grecia. Ni un solo
objeto «moderno» en la inmensa masa pétrea del mundo antiguo. Sin embargo, hay
ahora mismo quien nos dice que los ovnis son máquinas de los atlantes
supervivientes, escondidos no sabemos en qué lugar de nuestro planeta. Parece que
en nuestro tiempo, las gentes, a fuerza de no creer en nada, están dispuestas a creerlo
todo, las mayores pamplinas, con tal de que caigan del lado de lo misterioso y
sobrenatural, violen la estampa del vivir cotidiano.
No hace falta decir que uno prefiere la concepción que me atrevo a llamar
romántica de las islas desconocidas, perdidas al oeste, las islas de los celtas y las
Floridas medievales, aquéllas hacia las que navegó San Brendan en busca del Paraíso
terrenal. Y, por ende, la imaginación de una Atlántida feliz, patria de hombres libres,
regida por los augurios y la concordia. Y quizás algo hubo en el océano, ya la
Atlántida, ya otra isla de la fortuna, porque siempre se buscó al oeste un lugar feliz,
donde sopla el céfiro blanco y nadie conoce el hambre, la enfermedad, ni aun la
muerte.

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