Días pasados me encontré en la calle con un amigo, ilustre médico, quien me
recordó que en su casa tenía un tríptico con los milagros que yo había contado de San
Gonzalo. Este santo fue obispo de San Martín de Mondoñedo, y no solamente
pastoreó las almas, sino que también defendió la tierra contra los hombres del Norte,
los viquingos depredadores. Una vez apareció en la costa norte de Galicia una armada
noruega, y San Gonzalo fue advertido. He escrito que quizá fue la hora más hermosa
de esta ribera. Fue su Lepanto. Gonzalo sube a un alto que llaman A Grela y
contempla las naves normandas que pasan la barra en la marea mayor. No tiene
trompetas ni guerreros que se opongan a los hombres del Norte. Pero tiene la oración,
el avemaría, y Gonzalo reza. Y, como Dios escucha, las armadas celestiales se ponen
en marcha, se abaten como una tempestad sobre la flota normanda, como el gerifalte
sobre la paloma, y llegan a las naves enemigas convertidas en horrible tempestad.
Todas las naves normandas se hunden, y sólo una nave escapa. En la única nave
salvada de la catástrofe, contaba yo, los guerreros no osan hablar. Sus miradas se
cruzan con las miradas de los dysir de Odin, que van al campo de batalla a buscar las
almas de los guerreros muertos, para llevarlos al festín donde los dioses y los héroes
beben el hidromiel. Los dysir se tapan el rostro con paños blancos y llevan siempre
una estela de niebla en los pies…
Seducido por el tema de la ballena en las costas lucenses desde que leí un estudio
del profesor Cotarelo Valledor sobre las rentas de la ballena en el obispado de
Mondoñedo, ¿cómo inventarle al obispo Gonzalo un milagro con ballena? Fue uno de
los que pintó Urbano Lugrís para el tríptico de mi amigo médico. Se había
aposentado en el mar de San Ciprián una ballena tan grande, tanto como Leviatán,
que no había lancha ballenera que osase acercarse. Cuando movía la cola se
levantaban inmensas olas, y en la noche su voz se oía dos leguas tierra adentro: un
gemido largo y melancólico como el que han registrado a las ballenas atlánticas los
del equipo de Cousteau. En toda la costa no se hablaba más que de la ballena de San
Ciprián.
Notaron algunos marineros que, cuando tocaban las campanas de la iglesia
parroquial, la ballena se acercaba a tierra y se lamentaba más suave, como si hablase
de amor con su lengua marina. Se lo contó el arcediano de Trasancos a San Gonzalo,
y, como el suceso parecía extraño y los pescadores se quejaban de la ballena, de que
seguía sus barcas y la temían, y ya no pescaban y pasaban hambre sus familias, el
obispo decidió ir allá. Y bajó a la playa con su báculo y su mitra. Gonzalo sabía que
la ballena le estaba mirando. La ballena se acercó lo que pudo al arenal, buscando no
quedar en seco. Murmuró en su lengua con más suavidad que nunca y Gonzalo la
escuchó como a un cristiano que se confiesa y, cuando la ballena calló, Gonzalo la
bendijo y pidió que en una dorna le llevaran hasta su boca. Sólo un mocito de quince
años osó llevarlo. Acercóse la dorna al monstruo, quien abrió su boca enorme. En ella
se apeó Gonzalo, el cual en la oscuridad de la garganta del cetáceo se perdió. Al poco
tiempo apareció con una imagen de Nuestra Señora en los brazos. Una imagen de la
Virgen con el Niño, de menos de una vara de alto, muy bien vestida de azules. La
ballena se fue como vino, nadando, y el obispo Gonzalo llevó la imagen a una iglesia,
quizás a Villaestrofe, y pidió que hicieran romería todos los marineros del país.
Urbano Lugris pintó el milagro con la minucia de una miniatura medieval, una
miniatura para unas «Ricas Horas».
Otro milagro marinero conté de Gonzalo, el obispo. Tenía canteros trabajando en
el claustro de su cátedra de San Martín. Labraban hermosos capiteles, en los que se
encabritan los caballos odínicos y otros con selvas como barbas de patriarcas del
Antiguo Testamento. Gonzalo gustaba de ver los canteros en la tarea —esos canteros
que todavía en nuestro tiempo irán a Francia a reconstruir catedrales, tras las grandes
guerras—. Y un día, una tarde en que Gonzalo daba a canteros, le avisaron de que un
monje desconocido y con raro escapulario quería verle. Era un anciano, de celestes
ojos, hábito corto, descalzo de pie y pierna. Algas, percebes, mejillones, llevaba
adheridos al hábito, como si fuese roca de bajío.
—Soy el abad de Guidán, señor obispo. Bajo las olas tengo iglesia, monjes y un
rebaño de ovejas. Con un Sudeste se cayó la espadaña de la iglesia y se levantó el
tejado. ¡Quería que me prestases un albañil!
Y un albañil de los que estaban junto a los canteros, en la obra de San Martín, se
fue con el monjo, y a los pocos días regresó.
—¿Qué viste?
—Pues, señor, una iglesia pequeña y una huerta grande, con manzanos
tabardillos. La espadaña queda buena. Me dio el abad este corderillo trasalbillo para
que me lo coma por Pascua Florida.
—¡Te lo compro por dos monedas de León! —dijo el obispo.
Y, desde entonces, el cordero sigue a Gonzalo a todas partes, se les escucha
conversar, y he soñado más de una vez que cuando Gonzalo muere, su alma va al
cielo acompañada del corderillo, que se quedó en eso, durante siglos, en corderillo.
(Sin duda que el no haber comido al corderillo submarino ha sido una pérdida para la
cocina cristiana occidental. ¡Que Dios me perdone este osado, casi sacrílego
pensamiento!)
Imágenes que vienen por el mar, iglesias bajo la mar. Cuento de esto ahora que,
en el verano, la Galicia marinera celebra fiestas a sus patéticos Cristos que el océano
le dio: Cristos de Finisterre, de Bouzas, de Cangas, de Vigo… Este último, que ahora
titulan Cristo de la Victoria, es el antiguo Cristo da Sal, el protector de los galeones
salinarios, de la flota que para las salazones gallegas traía cada año la blanquísima sal
del Sur.
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