El 30 de noviembre de 1896 dos chicos que montaban en bici por la orilla de la playa de St. Augustine en Florida se toparon con algo descomunal: una masa enorme, informe, indefinible, cubierta parcialmente de arena. ¿El cadáver de un enorme animal desconocido quizá? Muy excitados, se dirigieron en el acto a casa del doctor DeWitt Webb, el médico de la localidad, cuya pasión por la historia natural de St. Augustine era conocida, y le informaron del fantástico hallazgo. Por su descripción, el médico sospechó al principio que el cadáver de una ballena muerta había sido arrastrado hasta la playa. Pero al día siguiente, cuando contempló con sus propios ojos aquella masa descomunal, cambió de opinión.
Allí yacía —posiblemente desde hacía varios días— una montaña blancuzca, ligeramente rosada, de una sustancia viscosa parecida a la goma, de casi 7 metros de largo, 2 de ancho, 1,20 de alto y un peso aproximado entre las 5 y las 7 toneladas. El médico percibió con claridad estructuras que consideró los muñones de cuatro tentáculos seccionados; otro «brazo» estaba enterrado en la arena. A DeWitt Webb no le cupo la menor duda: ese montón de tejidos no podía haber pertenecido jamás a una ballena; tenía que ser algo completamente nuevo, los restos de un octópodo gigante quizá. Avisó a dos fotógrafos que tomaron varias instantáneas del «monstruo».
Las fotografías y un informe del doctor fueron a parar finalmente a las manos de Addison Emery Verrill, experto en moluscos de la Universidad de Yale que durante los años anteriores había investigado con ahínco los calamares gigantes arrastrados hasta Terranova. Por lo que llegó a averiguar, Verrill también identificó en principio ese montón de proteínas como el Architeuthis: el mayor calamar gigante que se había encontrado hasta entonces.
Sin embargo, en cuanto recibió más fotos y datos de DeWitt Webb, abandonó esa teoría. Pues lo que el investigador reconoció en las fotos, a decir verdad, se parecía más a un octópodo: esos cefalópodos de cuerpo bulbiforme tienen los ocho tentáculos distribuidos alrededor de la cabeza; viven más en el fondo del mar y se mueven en el agua más sosegadamente. Sin embargo los calamares —a los que pertenece el Architeuthis, aunque en alemán se haya generalizado erróneamente el nombre de pulpo gigante— poseen un cuerpo alargado idóneo para nadar deprisa en mar abierto y está dotado de diez tentáculos orientados en la misma dirección. En un santiamén, Verrill convirtió el calamar gigante en octópodo gigante y publicó el hallazgo en el American Journal of Science denominándolo Octopus giganteus.
Asombra que al científico no se le ocurriese la idea de inspeccionar en persona ese cadáver espectacular, ese hallazgo único, para formarse con sus propios ojos una imagen de ese ser que tal vez fuera una especie completamente nueva, y desde luego uno de los animales más grandes de la Tierra. Pero se dio por satisfecho con conocimientos de segunda mano, de forma que todos los datos que hoy tenemos del «monstruo de St. Augustine» se deben exclusivamente al doctor DeWitt Webb, que mandó registrar y fotografiar cuanto pudo. Así, cuando una marea viva arrastró en enero el viscoso montón al mar para devolverlo a tierra unos días después a unos tres kilómetros de distancia, el médico salvó la montaña de tejidos para futuras investigaciones e hizo que hombres y varios caballos la subieran a la playa. Tras cortar varios fragmentos del presunto cuerpo del Octopus, los conservó y los envió a Verrill y a distintos museos.
Mientras tanto, Verrill, el diligente experto en moluscos, publicaba alegremente un artículo tras otro sobre el octópodo gigante siguiendo las descripciones de DeWitt Webb, y empezó a especular dónde podría vivir el animal y cuál sería su conducta: había comparado las proporciones del descomunal cadáver con las dimensiones de especies de Octopus más pequeñas, deduciendo de ello que los tentáculos del gigantesco animal debían medir entre 20 y 30 metros de largo, es decir, unos tremendos apéndices prensores con un diámetro de 50 centímetros en su base, en el nacimiento de la cabeza. Según sus estimaciones, el monstruo vivo medía 60 metros hasta la punta de los tentáculos y pesaba unas 20 toneladas. Verrill adivinó incluso el volumen de la bolsa de tinta: unos 50 litros.
Pero luego recibió más fotos y las muestras de tejido conservadas. En una de las fotografías, la masa arrastrada por el mar se asemejaba a la cabeza de un cachalote; entonces Verrill se apresuró a afirmar que la montaña de proteína había pertenecido a uno de esos colosales mamíferos marinos, quizá a un cachalote con una nariz de tamaño anormal originada por una enfermedad. El tejido «conservado» también le pareció que procedía más de una ballena que de un cefalópodo: como era grasiento le recordaba la gruesa capa de grasa de las ballenas. Frederic Augustus Lucas, del Museo Nacional de Historia Natural de la Smithsonian Institution de Washington, defendía la misma opinión y se manifestó con más rotundidad todavía: «Esa substancia parece grasa de ballena, huele a grasa de ballena y es grasa de ballena, ni más ni menos».
Entonces a Verrill ya no le quedó más remedio que retractarse públicamente y retiró todo lo que había dicho hasta entonces sobre la existencia de los supuestos octópodos gigantes. La revista británica Natural Science no pudo contener un comentario mordaz sobre la forma de proceder de Verrill: «Nadie debería intentar describir animales varados en la costa de Florida desde su despacho de Connecticut».
Con ello el misterio de aquel montón de proteína pareció resolverse y se dio carpetazo al asunto. De la enorme montaña ya solo quedaba un frasco grande con tejidos en el Museo Nacional de Historia Natural de la Smithsonian Institution de Washington. Durante largos años reinó el silencio en torno al «monstruo de St. Augustine», hasta que Forrest Wood, experto en mamíferos marinos de la U. S. Navy en San Diego, desempolvó la historia y se encargó de que el biólogo celular Joseph Gennaro, de la Universidad de Florida, recibiera, más de setenta años después, dos trozos de tejido del «monstruo» —«blancos como el jabón»— para su examen microscópico. Desde que ambos publicaron los resultados en 1971, vuelve a discutirse sobre la enorme masa, tras la que podría ocultarse uno de los animales más gigantescos y desconocidos del criptozoo mundial. Gennaro comparó los preparados con cortes de tejido de diferentes octópodos y calamares, y en su opinión el tejido, sin duda alguna, no pertenecía a cetáceo alguno, sino que se parecía al de los octópodos, de modo que ¿y si el octópodo gigante existe?
Para el bioquímico Roy Mackal de la Universidad de Chicago la investigación desarrollada fue insuficiente: este criptozoólogo declarado y cofundador de la International Society of Cryptozoology efectuó un estudio bioquímico del «tejido del monstruo» y lo comparó con el tejido de dos especies de Octopus, del Architeuthis, de delfines y de las ballenas beluga. Su resultado corroboró las averiguaciones de Gennaro: el tejido no pertenecía a una ballena, porque el de estas se compone sobre todo de grasa. Las muestras, por el contrario, eran colágeno casi puro, la proteína fibrosa del tejido conjuntivo, que puede constituir hasta la cuarta parte del contenido proteico del cuerpo de los animales. En opinión de Mackal, la composición de la proteína indicaba que el tejido procedía de un cefalópodo.
Ahora había más indicios de la existencia real de un octópodo descomunal. Solo que ¿dónde viviría ese gigante de cuya existencia únicamente hay escasas referencias y pruebas? ¿No se estarían extrayendo interpretaciones equivocadas a partir de un único hallazgo? Verrill creía que el Octopus giganteus habita desde la costa de Florida hacia el norte. Esto encajaría con los informes regulares procedentes de las Bahamas: algunos nativos pretendían haber visto allí grandes octópodos con tentáculos de 20 metros de longitud. Para los pescadores esos animales no son peligrosos, excepto cuando se agarran con sus tentáculos al barco y al fondo simultáneamente.
Algo parecido le sucedió en una ocasión a un alto funcionario de la isla de Andros, una de las Bahamas: estaba pescando con su hijo y había dejado bajar el anzuelo de la caña a una profundidad de unos 185 metros cuando, de improviso, algo tiró con fuerza del sedal. Al principio pensó que el anzuelo se había enganchado al fondo, pero consiguió recuperar despacio el sedal, y entonces vio al enorme Octopus agarrado. Una vez que emergieron a la superficie, el tremendo animal soltó el sedal y, para espanto de padre e hijo, se aferró a la barca. El Octopus tardó tiempo en soltarse y luego desapareció en las profundidades de las que había surgido.
Alrededor de Andros el océano alberga «agujeros azules», profundas simas marinas que, según relatos de la población, ocultan misterios. Parece que allí moran también grandes cefalópodos, llamados lusca, que poseen largos tentáculos con ventosas, aunque solo son avistados en contadas ocasiones. El pescador Sean Ingram, que en 1984 pescaba cangrejos en Andros a una profundidad de mil metros, habló de un gran animal que sujetaba sus trampas y destrozó algunas, perdiendo definitivamente dos de ellas. Mientras tanto, el sonar de su barco delataba la existencia de una gran masa «piramidal» de unos 15 metros de altura, que se aferraba a una trampa en las profundidades. ¿Qué animal, de no ser un gran Octopus, sería capaz de algo semejante?
También Jacques Cousteau habla en su libro de cefalópodos enormes que, al parecer, viven entre Florida y las Bahamas. Durante una expedición se bajó al fondo una cámara sujeta a una cuerda; un animal tremendo se agarró a la cuerda y la rompió. Cuando al fin se pudo recuperar la cámara de una profundidad entre 100 y 200 metros, las tomas solo mostraron masas indefinibles de carne parduzca.
Los informes sobre el muy críptico octópodo gigante son todos extremadamente vagos, al contrario de lo que sucede con el calamar gigante, del que a lo largo de los siglos se han proporcionado datos reiterados y precisos. ¿Acaso dichas observaciones son meras confusiones con el Architeuthis u otras especies de Octopus? El mayor cefalópodo de ocho tentáculos conocido hasta la fecha —el Octopus dofleini el «gran octópodo del Pacífico»— suele pesar hasta 15 kilos. El animal alcanzó un peso récord de 272 kilos y medía 9,60 metros. Pero ¿qué es eso comparado con las descomunales dimensiones que puede alcanzar un Octopus giganteus?
Y es que el océano siempre depara sorpresas. Precisamente entre los cefalópodos existen figuras de aspecto inquietante, que parecen de otro mundo, como por ejemplo el Vampyroteuthis infernalis, o «cefalópodo vampiro infernal», que fue descubierto en 1903. Estos moluscos se deslizan como fantasmas por un mundo sombrío situado a más de 2.500 metros de profundidad en el que jamás penetra un rayo de sol. No tienen parentesco cercano ni con calamares ni con octópodos, sino que son la única especie superviviente de un antiguo grupo de moluscos. Sus tentáculos están unidos con membranas elásticas. Cuando el vampiro de las profundidades submarinas «lanza hacia arriba» sus brazos igual que Batman y se emboza en su piel, parece una piña revestida de púas. Y en cada punta de sus brazos se enciende un órgano luminoso, pues en las profundidades de los océanos se producen auténticos juegos de luces, dado que muchos habitantes marinos recurren a bioluces para encontrar pareja o presas en esa eterna oscuridad. Sin embargo, este molusco, uno de los habitantes más extraños de la zona marina batial, apenas mide 30 centímetros.
El «monstruo de St. Augustine» no es la única masa indefinible de tejidos de origen desconocido que el mar ha arrojado a las playas; en el siglo XX se añadieron otras más: los blobs y los globsters. En agosto de 1960, el ganadero Ben Fenton y dos de sus peones estaban arreando reses en la apartada costa occidental de Tasmania cuando se toparon en la playa con una gran montaña de tejido que ocupaba una superficie de unos 6 por 5,40 metros. El montón debía de pesar entre 5 y 10 toneladas. Fenton se pasó meses intentando despertar el interés de los científicos por ese hallazgo, pero en vano. Durante dicho periodo, la corriente fue arrastrando el cadáver cada vez más al norte de la costa; las mareas lo reintegraron repetidamente al mar y lo devolvieron a la playa, donde no tardaba en quedar medio cubierto por la arena. Al fin, año y medio después del descubrimiento de la masa, Fenton consiguió despertar la curiosidad de algunos científicos por el inusitado hallazgo: el 7 de marzo de 1962, un equipo de zoólogos analizó con más detenimiento aquel misterio. Asombrosamente la masa indefinible no mostraba el menor indicio de descomposición, no olía, y la piel del ser desconocido era tan dura como antes.
Al contemplar aquella albóndiga colosal en la playa, los científicos se quedaron desconcertados: «Aquello» no tenía ojos ni cabeza, ni estructuras óseas visibles. A cada lado de la «parte delantera» se distinguían cinco o seis hendiduras parecidas a fisuras branquiales. La superficie de la masa había estado cubierta de finos pelos parecidos a lana de oveja sucia, opinaron los peones. El «animal» era completamente desconocido para los investigadores. Al enterarse del hallazgo, los medios de comunicación organizaron un enorme revuelo. El «monstruo marino» de Tasmania pronto fue bautizado: se le llamó globster. Se tomaron muestras de tejido, pero los científicos no lograron ponerse de acuerdo en qué podría ser. El catedrático A. M. Clark, de la Universidad de Tasmania, sospechaba que era una gran raya, otros consideraban la montaña restos de un mamífero marino. Personas de fértil imaginación creyeron incluso que la masa informe era una criatura del espacio, caída y muerta ante la costa de Tasmania. El gobierno australiano actuó finalmente con total pragmatismo y declaró sin más ni más que la materia misteriosa era una ballena muerta.
Fuese lo que fuese, el globster de Tasmania volvió a caer en el olvido. Seis años después, en marzo de 1968, el mar arrastró una masa parecida a tierras de Nueva Zelanda, al este de la isla septentrional, en Muriwai Beach, de 10 metros de longitud, 2 de altura, fibrosa y también «peluda». Pero tampoco en esta ocasión se logró desvelar su identidad.
En 1970 Ben Fenton encontró al tercer globster unas millas al sur de Sandy Cape, al oeste de Tasmania: medía casi 3 metros de longitud y, en cierto modo, tenía un aspecto giboso y correoso. Pero Fenton se negó a soportar de nuevo un barullo como el de hacía diez años. «Así que ahí hay un ejemplar relativamente fresco de lo que quiera que sea. No sé qué es y no pienso intentar siquiera averiguarlo. Lo único que sé es una cosa: hace siete semanas esa cosa no estaba aquí, en la playa». El globster volvía a estar parcialmente cubierto de arena. «Tampoco sé qué aspecto tiene el resto de la cosa enterrada, y esta vez no tengo la menor intención de averiguarlo. Que lo haga otro», declaró Fenton a un periodista. Pero, por desgracia, nadie lo hizo, de modo que del tercer globster tampoco existen más datos.
En cambio el blob descubierto en mayo de 1988 en la playa de Mangrove Bay (Bermudas) por el pescador y buscador de tesoros Teddy Tucker mereció mucha más atención. La curiosa masa blanca medía unos 2,50 metros de longitud, 1,25 de anchura y 30 centímetros de altura, era correosa y fibrosa, con cinco «brazos» o «piernas», y carecía por completo de huesos o cartílagos. Tres personas no podían abarcar al blob de Bermudas, como pronto se lo denominó, que pesaba unos cuantos miles de kilos.
¿Qué ser se escondía detrás de ese monstruo? ¿Tenía algo que ver con los globsters o con el «monstruo de St. Augustine»? ¿Pertenecían todos los restos al mismo ser? ¿Un octópodo gigante quizás? ¿O algún otro animal desconocido? Tucker cortó algunos trozos de tejido —«semejantes a la goma de una rueda de coche»— y se los envió a varios científicos. Pero ni siquiera a expertos como Clyde Roper, especialista en calamares gigantes, o a Forrest Wood y Roy Mackal, los investigadores del «monstruo de St. Augustine», se les ocurrió de qué tipo de animal se trataba.
También Eugenie Clark, la prestigiosa especialista en escualos de la Universidad de Maryland, recibió un trozo de tejido. En compañía de su colega Sydney Pierce y otros científicos, investigó los monstruos de St. Augustine y de las Bermudas y los comparó con tejido de cefalópodos y grasa de ballena corcovada. Tras un estudio de microscopía electrónica y bioquímico, en 1995 el equipo llegó a la conclusión de que no eran restos de moluscos, ni de un calamar gigante ni de un Octopus. Ambas montañas de tejido tampoco pertenecían a la misma especie.
Seguramente, concluyeron Clark y Pierce, el ser de Bermudas fue en su día un animal heterotermo, quizá un gran escualo; el cadáver de St. Augustine, por el contrario, debía pertenecer a un mamífero, probablemente una ballena. «Debía de llevar semanas flotando en el mar antes de ser arrastrado hasta la costa», aventura Pierce. La putrefacción estaba muy avanzada, los huesos del mamífero se habían hundido hacía tiempo en el océano, y otros animales y bacterias se habían abalanzado sobre las masas de carne y devorado todo excepto la fuerte capa de colágeno, casi indigerible, que también contenía la grasa de cetáceo. Por consiguiente, el «monstruo de St. Augustine» era la fuerte capa de tejido conjuntivo de una ballena. Los autores finalizaban su publicación científica con palabras singularmente personales: «Con enorme tristeza hemos de afirmar que acabamos de destruir una de las leyendas más hermosas, pues no hemos conseguido demostrar la existencia del Octopus giganteus».
A finales de 1997 otro «monstruo marino» fue arrojado a la playa, de nuevo en Tasmania: un conglomerado de 4 toneladas, una masa de fibras peludas con abombamientos en forma de pies y cola, pero sin huesos. Y de nuevo se desataron especulaciones febriles sobre lo que podría ser: ¿restos de un calamar gigante, de un octópodo gigante o de un tiburón gigante? Sin embargo, el resultado de las pruebas pronto reveló que en la playa había grasa de ballena; el «monstruo marino» había sido un cetáceo.
Pero con un mito como el Octopus giganteus no se acaba tan fácilmente. Al fin y al cabo se trata de una de las criaturas más misteriosas. En una «investigación conjunta», destacados criptozoólogos —entre los que figuraban Bernard Heuvelmans, Richard Greenwell y el oceanógrafo y autor de libros especializados Richard Ellis— cuestionaron los resultados que desenmascararon como vertebrado al «monstruo de St. Augustine». Se remiten para ello a Roy Mackal, que en sus investigaciones bioquímicas alcanzó otras conclusiones. Y preguntan que por qué otras ballenas muertas, con una forma tan insólita parecida a un octópodo, no han sido arrojadas antes a las playas igual que en St. Augustine. En su opinión aún no disponemos de respuestas satisfactorias.
Así pues, la controversia que comenzó en el siglo XIX se prolonga hasta el tercer milenio: el enigma de las masas informes está por el momento a salvo. Y lo cierto es que habría sido una lástima que el asunto del monstruo hubiera tenido un desenlace definitivo.
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