Cuentan que hace mucho tiempo, más o menos en los
comienzos de la República, andaban por los alrededores
de casi todas las poblaciones unos individuos que mataban
a las personas que salían al campo, especialmente a
aquellas que eran gordas y tenían muy buena voz, porque
decían que la sangre y la grasa de dichas personas servían
en la fundición de las campanas; y dicen que cuanto mejor
voz tenía la persona, más sonora salía la campana. Así es
como estos hombres sanguinarios, llamados «pishtacos»,
eran muy temidos por los pobladores.
Respecto a esta creencia hay en el pueblo de San Buenaventura
un cuento con el que prueban la existencia de
los tales pishtacos.
En esa época existía una muy estrecha unión o fraternidad
entre los ciudadanos que formaban una comunidad,
y eran como una sola familia para todos sus trabajos;
de tal manera que, por ejemplo, cuando un individuo
hacía su casa, todos lo ayudaban en la obra. Así llegó el
día en que uno de ellos quiso hacer su casa y como era
costumbre, todos, hombres y mujeres, fueron a ayudarlo.
Cuando solo faltaba el techo, que se hacía de paja,
acordaron ir un día a buscar la paja de las alturas; y sa-
lieron el día señalado, y como era lejos, a medio camino
se sentaron a descansar y a almorzar su fiambre, que así
se llama al almuerzo frío que llevan; para este fiambre
llevaban cancha («maíz tostado»), queso, charqui, papas
asadas, habas tostadas, etcétera. Cuando tranquilamente
estaban comiendo, fueron sorprendidos por unos desconocidos
que les fingieron una sincera amistad; entonces
los desconocidos invitaron algo de su fiambre, que solo
consistía de chicharrones, trozos de carne tostada; pero
estos chicharrones contenían un narcótico. Las esposas
de los que iban por paja, que se habían dado cuenta de
que los individuos desconocidos eran los pishtacos, hacían
señas a sus esposos para que no comieran la carne,
pero ellos no dieron importancia a las señas de las mujeres
y siguieron comiendo. Terminado el almuerzo, se retiraron
los individuos desconocidos, que seguramente se
fueron a esconder, esperando el resultado de su astucia. A
los pocos minutos ya casi todos los hombres caían en un
profundo sueño; entonces las señoras, desesperadas, los
llevaban como podían a esconderlos en cuevas, o los tapaban
con paja, para que no los vieran los pishtacos; y seguidamente
regresaron al pueblo a dar aviso a las autoridades
y al resto de la gente que se había quedado allí. Cuando
estos llegaron armados de hachas, cuchillos, machetes,
etcétera, al lugar donde habían quedado escondidos los
demás, faltaban dos hombres. Todos muy afligidos por la
desaparición de sus compañeros y parientes, decidieron ir
en busca de los pishtacos que habían cometido tal crimen.
A unos dos o tres kilómetros de distancia, llegaron por
fin a una cueva donde descubrieron a primera vista los
cadáveres de los hombres que faltaban; estaban sin cabeza
y colgados de los pies, de unos ganchos asegurados a las
rocas que formaban la cueva. En la parte baja había un
perol grande, donde se depositaba la sangre de los cuerpos
yertos. Llenos de indignación y horror se pusieron
a buscar a los bandidos; uno de ellos descubrió, a unos
metros de la cueva, a uno de los pishtacos, que dormía
tranquilo después de su obra... se acercó cuidadosamente
a él, y con el hacha que llevaba en la mano, descargó tal
golpe en el cuello del pishtaco que la cabeza salió rodando
por un lado; sin embargo, la reacción fue tan rápida, que
el cuerpo sin cabeza, con un movimiento brusco, logró
ponerse de pie, pero no pudo permanecer así y volvió a
caer ya muerto. Los otros pishtacos, al oír los ruidos, huyeron
sin ser vistos. Entonces los hombres recogieron los
cadáveres de sus familiares y los llevaron al pueblo para
darles sepultura, dejando en el mismo lugar el cuerpo del
pishtaco para que se lo comieran los cuervos.
Los pishtacos huyeron; descontentos con lo que les había
sucedido, se dirigieron en busca de otras personas; así
andando, llegaron a una choza apartada en la cual vivía
una viejecita con sus dos nietecitos. Los pishtacos habían
rodeado ya la choza y se preparaban a entrar en ella, cuando
oyeron que la viejecita pronunciaba palabras, que ellos
nunca habían escuchado: «¡Janampa, janampa, chaita,
chaita, uraypi, uraypi!»; y los bandidos creyendo que la
viejecita llamaba a gente en su ayuda o que era una bruja
que podía encantarlos, huyeron para no volver más. Pero
en realidad la viejecita indicaba a sus nietos que se frotaran
la espalda, e ignorante de todo lo que sucedía en el exterior,
les decía en quechua: «¡Arriba, arriba; abajo, abajo!
¡A ese, a ese!», para que ellos supieran qué sitio debían
frotar; y de ese modo contribuyó a su salvación, porque, si
no, hubiera sido degollada por los pishtacos.
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