Si ahora mismo estuviesen los hebreos antiguos del Talmud y de la Cábala en La
Coruña, junto al faro antiguo famoso, de Breogán céltico o de Hércules griego,
podrían sospechar, de acuerdo con sus mitos, que el petróleo derramado por el
«Monte Urquiola» era la baba o la podre interior de Leviatán. Graves y Patai han
publicado unas notas acerca de esta bestia marina en su tan conocido libro Los mitos
de los hebreos, pero nunca nos han dicho de dónde les habían llegado a los hebreos
noticias del océano, ya que no parecen haberse asomado jamás al Indico y no haber
visto otro mar que el Mediterráneo oriental. Una constante de aquel pensamiento
mítico es que primero fueron las aguas. En la época anterior a la Creación, Ráhab,
príncipe del océano, se rebeló contra Dios, que le ordenaba abrir la boca y tragarse
todas las aguas del mundo. Ráhab le dijo a Dios:
—¡Señor del Universo, déjame en paz!
Inmediatamente, Dios «lo mató a patadas y hundió su cadáver bajo las aguas,
pues ningún animal terrestre podría soportar su hedor». Para unos, Leviatán tiene
forma de ballena; para otros, los menos, de cocodrilo; ahora, para muchos, podrá
tener forma de petróleo. Los colmillos de Leviatán «difundían el terror, de su boca
salían fuego y llamas, de las ventanas de su nariz humo… Vagaba por la superficie
del mar, dejando una estela resplandeciente, o por su abismo inferior, haciendo que
hirviese como una olla». Imaginen el naufragio de un gran petrolero, que comienza a
arder y suelta petróleo de sus tanques, produciendo una marea negra. Es una imagen
valedera de Leviatán en el mito hebreo, máxime cuando se acepta que Leviatán
mancha el mar y, cuando lo toma la violencia y se mueve irritado, «produce un
cataclismo tal que deben transcurrir setenta años para que se restablezca la calma en
el mar». Si el «Monte Urquiola», encallado a la entrada de la bahía coruñesa, es como
figura de Leviatán, ¿vamos a tener que esperar los gallegos setenta años para que el
mar quede limpio, haya percebes en las rocas, fanecas en la ría, almejas y
berberechos en los arenales?
A pocos hombres se les ha concedido el ver a Leviatán. Una vez, Rab Saphra,
viajando por el mar, vio a un animal con dos cuernos, que sacaba la cabeza fuera del
agua. Grabadas en los cuernos llevaba estas palabras: «Esta minúscula criatura
marina, que mide apenas trescientas leguas de largo, está en camino para servir de
alimento a Leviatán». Eso da idea del tamaño del petrolero, es decir, de la bestia
llamada Leviatán. En B. Baba Bathra, 75 a, se lee que Leviatán, como Ráhab, exhala
un hedor terrible. «Si no fuera porque de vez en cuando el monstruo se purifica
olfateando el aroma de las flores del Paraíso, todas las criaturas de Dios se
asfixiarían, seguramente».
Afortunadamente, Leviatán está ahora confinado en una caverna del océano,
solitario. Tuvo hembra, pero Dios la mató, de miedo que procreasen otros leviatanes.
Con la piel de la hembra de Leviatán se hicieron Adán y Eva brillantes vestidos, y la
carne de ella está conservada en salmuera, para el banquete de después del Juicio
Final. También, parece ser, la carne de Leviatán, limpia y aderezada, será comida.
Pero solamente será comestible al final de los tiempos. Yo mismo, cualquiera, puede
entender que el comer carne de Leviatán equivale a comer productos alimenticios
obtenidos del petróleo, si actualizamos el mito, o vemos como mito y simbólicamente
la presencia, y poder y riqueza, del petróleo.
En fin, nos ha tocado la china a los gallegos; le ha tocado al mar de los ártabros
—que basta decir su nombre para que aparezca ante los ojos la verde, espumeante,
viva superficie, con la huella de los pies del viento, como en el poema de Swinburne
— la aparición súbita de Leviatán una mañana de mayo, soltando fuego y baba negra,
sembrando muerte y destrucción, y bien difícil y lenta será la restauración de la vida
en las aguas, la limpieza de las oscuras rocas y de los blancos arenales.
Dios tiene, como dije, sujeto a Leviatán, lo que no impide su ira y los desastres.
Pero el hombre, ese suplente de Dios, debía razonar sobre sus propios leviatanes, los
que ha creado con su técnica. Parece más de aventura y despreocupación que de
reflexión y previsión mandar un leviatán de cien mil toneladas hacia una costa donde
cerca de medio millón de gallegos vive de las cosechas marinas. Si Dios tomó tantas
precauciones con su Leviatán, ¿cómo toma tan pocas el hombre con los suyos?
Antaño, nosotros, los gallegos teníamos santos taumaturgos entre nosotros: San Ero,
que escuchando un pajarillo, echaba una siesta de trescientos años, o San Gonzalo,
quien, rezando Avemarías, hundía una flota normanda. Uno de ellos podría, desde el
faro coruñés, detener a Leviatán, a los leviatanes de la técnica hodierna, con su mano
o su voz, y limpiar el océano con la mirada de sus ojos. Pero los taumaturgos han sido
sustituidos por los técnicos del detergente y del biodegradante, y la turba rusa,
etcétera. ¿Cuántos años habrá que esperar para que al viejo traje del mar, que ondula
al viento, le limpien las manchas de grasa y volvamos a verlo, enorme y delicado,
alegre, acercándose a la tierra con su corona de espuma?
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