En años no muy alejados del tiempo presente el Corpus Christi, se celebraba en todos los pueblos de la República con solemnidades y prácticas singulares. Seis días antes de la fiesta comenzaban los nombrados el año anterior a levantar altares, armándolos en los lugares de costumbre, debiendo ser colocado cada palo con gran algazara de la concurrencia que acudía a prestar su colaboración a los interesados. El altarero desde ese día estaba obligado a proporcionar abundante chicha y licores para el consumo de los operarios e invitados que honraban el acto con su presencia.
Terminada la armazón del altar, el que tenía que ser lo más elevado posible, la forraban interiormente con sábanas y géneros de colores, adornándola en seguida con espejos, plata labrada, flores y cintas, colocando en el centro el sitial donde debía descansar el Santísimo, el día de la procesión.
En la base del altar existía un hueco, donde dormían en las noches los cuidadores y bebían ponches los invitados o compadres del propietario. Era costumbre que durante el tiempo que permaneciese el altar, los dueños debían convidar en las mañanas, mazamorras de harina de maíz que las servían humeantes y haciendo burbujas en los platos, a consecuencia de pequeñas piedras planas y caldeadas que soltaban en ellos, el momento de invitarlas a los visitantes. Este plato de lagrado de los concurrentes, se llama kalapari. Tras él se servían tazas de té y ponches.
El día de Corpus, los altareros y acompañantes, casi siempre se encontraban achispados, y en ese estado asistían a la procesión del Santísimo. Pasada ella, invitaban aquellos fruta, maní, cañas dulces, pastas con el nombre de tagua-taguas, aloja, chicha y aguardiente. Este día era de comer fruta. Las personas amigas se preguntaban en las visitas o en la calle: ¿Está usted invitado a tomar fruta?—No.—En ese caso la esperamos en casa.
La fiesta duraba hasta la octava, día en que, apenas pasaba la nueva procesión del Santísimo, se desataban los altares con igual bullicio y gritos con que se habían formado y después de efectuada la operación, cada concurrente conducía en hombros y bailando a la casa del altarero, algún objeto perteneciente al altar.
En la casa del altarero seguía la fiesta con más entusiasmo días consecutivos, hasta cuando las provisiones se encontrasen próximas a ser consumidas; entonces salían los asistentes con el dueño de la casa, cada cual con un atado a la espalda, en actitud de viajar y se dirigían en alegres pandillas, seguidos por una banda de músicos, fuera de la población a despedir el Corpus, y después de haberse divertido en el campo, regresaban en la noche a sus casas. Sólo desde ese momento cesaba la fiesta.
Los altares los hacían muy elevados con la preocupación de que ellos, cuando muriesen, les servirían de escalas en la otra vida, para subir con más presteza al cielo.
Otra particularidad de la fiesta era la presencia de un personaje llamado la dama de Corpus que era un hombre disfrazado de mujer, que visitaba las casas y andaba por las calles haciendo contorsiones y ridiculizando a las del sexo femenino, provocando la risa y la hilaridad de los presentes. La mayor injuria, que en aquellos tiempos, se podía dirigir a una mujer melindrosa, o de muchos humos y pretensiones, era llamarla dama de Corpus.
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