En otras leyendas hemos visto cómo los galtxagorriak, los duendes vestidos de rojo, hacían las labores del caserío y, al final, el casero tenía que encargarles algo imposible de realizar para lograr que se marcharan.
En este caso ocurre lo mismo, pero las protagonistas son moscas, lo cual no deja de ser curioso, ya que apenas se menciona a estos insectos en las leyendas y cuentos vascos.
Esta narración se recoge en el libro «Contes populaires et legèndes du Pays Basque», editado por Les Presses de la Renaissance.
En el caserío de Mendiondo, en una pequeña aldea de Behenafarroa, vivía un amo que era muy perezoso y, sin embargo, la siembra de los campos, el ordeño de las vacas, la recogida de la manzana y demás labores de su caserío eran las primeras en acabarse, mucho antes que las de sus vecinos.
Una mañana, en menos de una hora, el prado había sido segado; otro día, en menos tiempo de lo que tarda en hervir la leche, había sido recogida toda la hierba y almacenada en el pajar. Sus vecinos estaban muy asombrados, pues no se veía a nadie trabajando en aquel lugar.
La mujer del amo de Mendiondo también sospechaba que hubiese algo de magia en tal asunto, pero cada vez que intentaba averiguar lo que ocurría, su marido le respondía que él trabajaba cuando ella dormía.
Un buen día, la mujer observó que su marido escondía algo entre unas zarzas y luego se iba al pueblo. En cuanto hubo desaparecido de la vista, la mujer fue a los arbustos y encontró el objeto escondido: una pequeña caja de madera, pintada de rojo. La abrió y de ella salieron diez moscas que empezaron a revolotear a su alrededor diciendo:
—¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos?
La mujer, no sabiendo qué hacer, les dijo:
—¡Volved a la caja!
Y en el mismo momento, las moscas se metieron de nuevo en la caja.
Cuando su marido regresó del pueblo, ella le preguntó una y otra vez sobre el misterio de las moscas habladoras, hasta que, finalmente, el hombre confesó que eran ellas las que hacían los trabajos, y que bastaba con decirles lo que tenían que hacer para que lo hicieran.
Más contenta que unas pascuas, la mujer probó, y resultó que lo que le había dicho su marido era cierto. Durante algún tiempo hizo que las moscas realizaran las tareas de la casa, pero un día se cansó de ellas porque ya no querían meterse en la caja y no paraban de decir:
—¡Trabajo! ¡Trabajo! ¡Trabajo!
Así que fue a buscar a su marido y le dijo que tenían que deshacerse de aquellas moscas embrujadas, porque al final iban a darles un disgusto.
—Estoy de acuerdo contigo —le respondió el marido—, pero, antes, tendremos que pagarles un salario por su trabajo.
—Hay diez ocas en lo alto de la casa, dales una a cada una —respondió la mujer después de pensárselo un poco.
El hombre fue a hablar con las moscas y les dijo que, en pago a lo bien que habían trabajado, quería darles una oca a cada una.
En el mismo instante, las ocas salieron volando por los aires en medio de un gran griterío, y las moscas de Mendiondo no volvieron a aparecer por allí nunca más, aunque, a partir de entonces, el amo del caserío tuvo que trabajar como todos sus vecinos.
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