miércoles, 27 de marzo de 2019

LA PRINCESA TRISTE Zuberoa

Según expone J. M. de Barandiaran en su «El mundo en la mente popular vasca», la brujería es una manifestación del espíritu popular que supone a ciertas personas dotadas de propiedades extraordinarias debido a su ciencia mágica o a su comunicación con potencias infernales. 
Una vez, varias costureras comenzaron a discutir sobre si las brujas existían o no. Todas opinaban que sí, que las brujas existían..., todas menos una, que se rió de las demás por creer en aquellas cosas. Después del trabajo, volvía la incrédula a su casa cuando le salió al paso un grupo de brujas diciendo: 
—Ez garelabaina bagaitunMaripetralin ezbeste guztiak hemen gaitun (Que no somos, pero sí somos: aquí estamos todas menos Maripetralin). 
Cada una de las brujas le arrancó un pelo de la cabeza y, entre todas, la dejaron calva, y así pudo comprobar por sí misma cuántas brujas había. 
El siguiente es un cuento recogido por Jean Barbier en 1928, y le fue narrado por un pastor suletino. 

Una vez, la hija del rey estaba enferma, y nada ni nadie podía curarla. La princesa sufría la enfermedad de la melancolía, y no podía reír. Su padre había llamado a todos los médicos, magos y curanderos del país, pero ninguno había conseguido el remedio y, como suele suceder en estos casos, el rey ofreció a su hija en matrimonio al hombre que pudiese hacerla reír. 
No lejos del castillo vivían tres hermanos más pobres que las ratas y que, al conocer la oferta del rey, decidieron probar fortuna. El mayor cogió un cesto de hermosas manzanas rojas; el segundo, un ramo de las flores más bonitas que encontró, y el más joven, Juanikot, no cogió nada. 
En el camino se encontraron con una vieja que había caído en una trampa para brujas, que les gritó: 
—¡Ayudadme! ¡Ayudadme a salir de aquí! 
Los dos hermanos mayores ni se molestaron en mirarla y continuaron su camino. Sin embargo, el más pequeño se apresuró a ayudarla y la sacó del agujero. 
—Gracias, muchacho —le dijo la bruja, agradecida—. Me gustaría recompensarte. ¿Deseas hacer fortuna? 
—¡Claro que sí! —respondió él—. Con esa intención voy al palacio del rey. 
De no se sabe dónde, la vieja bruja sacó un corderito todo negro. 
—Ten —le dijo a Juanikot, al tiempo que le ponía el corderito en los brazos—. Sujétalo bien y no lo sueltes por nada del mundo. Este animalito hará tu fortuna. 
Al llegar a la ciudad, el muchacho buscó alojamiento, pero las posadas y los albergues estaban llenos de jóvenes que esperaban conseguir la mano de la princesa. Finalmente, alguien le dijo que fuera a la casa del cura, que allí le darían una cama para pasar la noche. 
En efecto, en casa del cura fue bien recibido e, incluso, le ofrecieron el establo para que dejase el corderito en él, pero el joven, ante la sorpresa del cura, contestó que él siempre dormía con el animal, y no dio más explicaciones. 
Al amanecer, el cura —que no había podido dormir de curiosidad en toda la noche— entró en el cuarto del joven y, queriendo examinar el cordero, lo cogió por una oreja; en ese mismo instante, se quedó pegado a él. El cordero empezó a balar y despertó a Juanikot, mientras el cura intentaba despegarse del animal, sin conseguirlo. 
Asustado, el cura llamó a su sirvienta, que fue corriendo a ver qué era todo aquel escándalo, con tan mala fortuna que se le enganchó el camisón a un clavo y se le hizo un desgarrón, dejándole el culo al aire. Al intentar separar a su amo del cordero, la sirvienta agarró la otra oreja del animal, y también ella se quedó pegada a él. 
Tirando cada uno para su lado, salieron a la calle. Al pasar por la huerta, la sirvienta cogió una hoja de berza para taparse el culo, y corriendo y gritando se encaminaron al castillo. 
Pasaron por delante de tres cabras que, al ver la enorme hoja de berza en el culo de la sirvienta, acercaron el morro, y también ellas se quedaron pegadas. 
El panadero estaba abriendo la panadería cuando el cortejo llegó a la plaza. 
—¡Ayúdanos! —le gritaron. 
Pero al intentar separarlos, también el panadero se quedó pegado. Pasaron por delante de una herrería, donde el herrero estaba calentando la forja. 
—¡Tú eres un hombre fuerte! —le dijeron—. ¡Ayúdanos! 
El herrero corrió a separarlos, y él también se quedó pegado al panadero. Al pasar por delante de una casa, dos mujeres hablaban mientras barrían el portal. Al ver semejante espectáculo, las dos se echaron a reír. 
—¡En vez de reíros, mejor sería que nos echarais una mano! —les gritó la sirvienta del cura. 
Las mujeres intentaron separarlos con ayuda de las escobas, pero éstas se quedaron pegadas, al igual que ellas. 
En una esquina se encontraba un ciego con su perro, que, al ver el cortejo que iba dando tumbos entre gritos y lloros, se puso a ladrar y mordió en la pierna a una de las mujeres, quedándose inmediatamente pegado y, de rebote, su amo, el ciego. 
Y así llegaron delante del castillo. 
Aunque todavía era temprano, la princesa ya se había levantado y estaba apoyada en la ventana, más triste que nunca. De pronto, vio llegar al joven con el cordero, el cura, la sirvienta, la hoja de berza, las cabras, el panadero, el herrero, las dos mujeres, el perro, el ciego... Al verlos a todos unidos, corriendo y gritando, la princesa empezó a reír con tanta fuerza que despertó a todos los habitantes del castillo. 
El rey se puso muy contento al ver reír a su hija, pero pronto comenzó a preocuparse, pues la joven reía como una loca y estaba a punto de asfixiarse, mientras, afuera, el cortejo maldito no dejaba de dar vueltas y de gritar. El rey llamó a sus soldados y les ordenó que los matasen a todos antes de que su hija se muriese de risa. 
Ya iban los soldados a ejecutar la orden, cuando Juanikot se detuvo en seco y, tras él, todos los demás, quedando sueltos al instante. Después el joven gritó: 
—¡Ya está bien! 
Y el cordero se puso a balar, la princesa dejó de reírse y quedó curada. El rey cumplió su promesa y los dos jóvenes se casaron y vivieron felices. 

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