sábado, 30 de marzo de 2019

La hermana de los Ávilas

Sucedido de la calle de la Concepción (ahora 1.ª de Belisario
Dominguez)
Al marqués de San Francisco
A vos, mío Marqués, que apreciáis e aquilatáis como es debido el
oro de nuestras antiguallas, os dedico este romántico e verídico
sucedido, que es rigurosamente histórico, salvo los aliños de la
forma, pues lo consigna en breves e sabrosas líneas Juan Suárez de
Peralta, e yo le he completado con noticias e documentos que
encontré en los archivos del Santo Oficio de la Inquisición de la
Nueva España, en los libros baptismales de la parroquia del
Sagrario, y en otros mamotretos.
I
La última entrevista
La noche obscura e la calle solitaria. Ni una estrella en el nubloso cielo, ni una luz en
la cibdad que estamos en México a más de mediados de la centuria decimasexta.
Apenas se oyen atenuados pasos que perturban por breves instantes el silencio de
la susodicha calle, y los pasos son de un mozo embozado, cubierto con una vieja
gorra sin hebilla, ni plumas ostentosas.
E cuando los pasos cesaron de oirse, el mozo estaba al pie de una ventana, de
cierta casa de bajos que había en la esquina, junto a donde solía estar el viejo
monasterio de los frailes franciscanos; y detrás de las rejas férreas e muy caladas,
porque la casa era de ricos hidalgos, se levantaron cautelosamente las celosías, y
asomó la faz de bellísima doncella, vestida con halda e corpiño de terciopelo verde,
bordado de seda e oro, y cubierta la cabeza con toca del mesmo género, la cual hacía
resaltar el apiñonado tinte del cutis, las encendidas mejillas, el óvalo virginal de la
linda cara, e los ojos grandes e negros, entre amorosos e tristes.
Habló el galán, a la vez que desembozábase la raída capa que llevaba, dexando al
descubierto el color moreno del rostro, la luenga e lacia cabellera, el ligero bozo que
apenas le apuntaba, e los ojos semejantes a los della, mas no tan negros; aunque sí tan
tristes e amorosos.
—Mariquilla —la dixo— mis penas e cuitas son inmensas e imposibles de
sobrellevallas. Mis tristezas son hondas, e mis melancolías continuas, no hallan ni
disipasiones ni consuelos. Sospiro día y noche, porque tú me tienes embargado todo
mi corazón y toda mi ánima; e mis pensares son todos para ti, que no te me apartas un
momento solo, pues a cada instante recuerdo tus hechizos, tus gracias, e aquellas tus
palabras que, como campanitas de oro, resonaron en mis oídos cuando en estos
tiernos amores en que nos hemos enredado, nos ficimos promesas de casamiento…
Pero tus deudos, que son criollos e orgullosos, me tildan de ruin, porque mi madre
fué una pobre india, e mi padre un conquistador infortunado, e yo un mestizo
despreciable. Mas e yo seré rico algún día, con las fuerzas de mis brazos, no con los
despojos de las encomiendas, ni esclavizando o matando indios; y entonces me
empinaré sobre los orgullosos castellanos e sobre los altivos criollos…
Calló el galán e habló la doncella:
—Mis lágrimas, Arrutia —ansí se apellidaba él— te dirán más que todas las
palabras que decir pudiera mi lengua… Te amo agora más que nunca, e bien quisiera
que mis ternuras quebrantaran y deshicieran las rocas de la altivez de mis
hermanos…
En esto, interrumpióse ella mesma, porque se oyeron pasos e voces en lo interior
del aposento; corrió de prisa las celosías, y Arrutia, que presumió lo que pasaba
dentro, embozóse de nuevo en la raída capa, frunció enojoso las sus pobladas cejas, e
dirigióse con apresuramiento rumbo a la Iglesia Mayor; pasó por el atrio e
cimenterio, y baxando por las ruas de Sant Francisco, desapareció por ellas, quedando
todo en el silencio e soledad de aquella noche obscura e sin luceros.
II
Los Ávilas y el pacto con Arrutia
E aquella joven era hija del conquistador Gil González Benavides y de Leonor
Alvarado; había nacido en esta cibdad de México el año del Señor de 1539 e
baptizándose el día 15 de enero, siendo sus padrinos Jorge de Alvarado, Hernán Pérez
de Bocanegra, Doña Beatriz, mujer de éste, y Doña Ana de Rivera, esposa del Lic.
Pedro López.
Tuvo María de Alvarado, que ansí se apellidaba la doncella, tres hermanos
varones, Gil, Alonso, e otro que muy niño se ahogó en unas letrinas, e una hermana,
Beatriz, que dicen unos que se metió monja e otros que fué casada.
De Gil González Benavides, su padre, contaban cosas feas, de muertes e
despojos, el cual quieren decir que fizo cierto agravio y engaño a un hermano suyo
que se nombraba Alonso, conquistador que había sido desta Nueva España, a quien
dieron un repartimiento del que fue despojado por aquél, negándole el contrato que
entre los dos hobo, de suerte «que se quedó con los pueblos el Gil González, y el otro
murió casi desesperado; e dizen que le maldijo, e pidió a Dios de hazelle justicia y
que su hermano ni sus hijos gozacen de su hazienda, e así fue».
E tornando a los hermanos de María sobrinos e poseedores de los bienes del
despojado tío, hobieron en efecto mal fin, porque fueron degollados en la Plaza
Mayor desta cibdad, por haberse conjurado para levantarse con estos reinos,
juntamente con los hijos de Hernán Cortés.
Pero a María —antes que esto subcediese— Gil y Alonso la tenían sobre los ojos,
«y muy guardada para cazalla honestamente e conforme a su calidad»; mas vino el
diablo en forma del Arrutia, e metiendo prenda cada uno se juraron amor eterno e
cambiáronse palabras de esponsales.
E como estos negocios de amoríos, por más a hurtadillas que se fagan, no son tan
secretos, aquella noche obscura e sin estrellas, el Alonso de Ávila vino a entendellos
y sabellos, e sorprendió a la doncella cuando echaba las celosías, la riñó
ahincadamente, mofándose de aquel mozo, mestizo, bajo en tanto extremo que aún
paje no merecía ser; «con cuyos amoríos —la dixo— mancillas el honor de mis
difuntos padres».
E descobierto ya el lío, el dicho Alonso de Ávila y sus debdos, «con el mayor
secreto que les fue posible, no quiriendo matar al mozo, y por no acabar de derramar
por el lugar su infamia, le llamaron en cierta parte muy a solas e le dixeron, que a su
noticia había venido, que él había imaginado un negocio, que si como no lo sabían de
cierto lo supieran, le hicieran pedazos, mas que por su siguridad de él le mandaban
que luego se fuese a España, y llevase cierta cantidad de ducados (que oí decir —
habla el cronista— fueron como cuatro mil), y que sabiendo estaba en España e vivía
como hombre de bien, siempre le acudirían, y que si no se iba le matarían cuando
más descuidado estuviese; y que luego desde allí se fuese, e con el un debdo hasta
dejallo embarcado, y que naide lo supiese, y que el dinero ellos se lo enviarían trás
él…».
Y así lo hizo, que el mozo se amedrentó o quizá era cobdicioso, o pensó regresar
rico e cubierto de gloria, si en España le soplaba la Fortuna; pero lo cierto es, que se
embarcó en el puerto de la Veracruz, donde estaban ancladas las naos de una flota
propincua a izar sus velas.
Mas cuanto éstas se hincharon e dexó la tierra de sus amoríos en donde había
nacido, con el dinero que le habían dado, e las ilusiones que se había fecho y con
todo, sospiró y lloró tan lastimosamente, que conmovió a los más duros marinos, al
mesmo Maestre de la Nao, al Piloto, y a un grumete que se fizo muy su amigo.
Y aunque soplaron buenos vientos por la mar, e no toparon con gente enemiga del
Rey, ni piratas e corsarios; no le consolaban en la travesía ni la lectura de la doctrina
que cotidianamente se enseñaba sobre la cubierta de la Nao, ni las devotas oraciones
que rezaban noche a noche, ni las imagines de santas e santos que le daban a besar, ni
los libros de caballerías e de otros pasatiempos, que iban leyendo los tripulantes para
distraer lo monótono del viaje.
No se le apartaba María de sus pensamientos, porque toda su ánima estaba con
ella, y con ella vivía y con ella pensaba siempre.
Y recordaba de continuo lo que había dicho un poeta conterráneo suyo, D.
Antonio Saavedra de Guzmán, autor del poema El Peregrino Indiano, en versos
malos, pero con sentida verdad:
«¡Oh Amor, tirano Amor!
¿qué pretendes
con un esclavo ya rendido?
con tanto rigor mi vida ofendes,
y me ligas y envenenas encrudecido.
»Como seguro en tu red me ves metido,
mi cuerpo, mi corazón y mi ánima inflamas,
y me haces perecer en el fuego de tus llamas.
»¿Quién tu rigor y fuerza resiste
ni quién puede defenderse del ardid de tus tretas
y de tus emponzoñadas flechas?
»Eres hiel envuelta en tósico mortal,
dulce muerte, mal de muerte,
o muerte regalada
que la dicha en desdicha la convierte.
»Eres vida, de vida desastrada,
brasa envuelta en hielo;
traidor pérfido, no me aquejes,
libre mi entendimiento he sentido,
te ruego me lo dexes.
»Suspenso he de quedar hasta que ceses
de herirme con tus fieros dardos, y no es justo,
injusto Amor, que me persigas en este tiempo,
con tales ansias e fatigas».
Pero abandonemos al infortunado Arrutia que llegó a Castilla sin más novedad que
las penas del Amor, e volvamos a la Nueva España para decir qué había pasado con
la infeliz doncella.
La doncella cuitada
Como no se despidió de María el Arrutia, ni ella supo más de él dende aquella vez en
que fueron sorprendidos hablando en la ventana, no hobo consuelo a sus penas, que
ni en las noches podía dormir tranquila ni de día consagrarse a sus tareas mujeriles, ni
siquiera a sus devociones; porque su pensamiento estaba fixo en Arrutia, e mientras
más tiempo pasaba sin verlo ni tener noticias suyas, más se avivaba su amor que la
tenía inquieta, molesta, ida, desazonada; e la enfermedad del ánima contagiaba al
cuerpo, que de tanto sofrir habíase adelgazado, hundídose e sombreándose sus ojos
con obscuras e azulosas ojeras, y desaparecídose el encendido carmín de sus mejillas.
No hallaba distracción en las diversiones ni en los pasatiempos que solían hacerse
en su casa, muy frecuentada de damas y galanes, que raro era el día o la noche en que
no hobiese motes, saraos, cantos e músicas, porque los Ávilas eran donceles muy
alegres y regocijados; pero nada la consolaba ni distraía, ni los galanteos de gallardos
jóvenes, que en más de una ocasión sacaron los aceros disputándose porque uno la
miraba cuando otro la veía, cuando no es lo mesmo que uno mire y que otro vea.
Ni los consejos de sus cuñadas, María de Sosa y Leonor Bello, esposas de Alonso
e Gil, sus hermanos, le daban sosiego e consolación a sus tristezas y melancolías; y
de continuo lanzaba gemidos o sospiros, con el ansia de no poder alcanzar lo que
anhelaba y haber perdido quizá para siempre lo que pudo gozar dichosa.
Ni sus amigas íntimas, ni las dueñas e beatas que a su casa iban, ni los conocidos
de su amado, naide le daba razón del Arrutia a quien no había vuelto a ver dende
aquella noche nebulosa e sin luceros.
E su dolorida situación e fantasía le hacían imaginar cosas no subcedidas, pues a
veces antojábase que Arrutia la había olvidado por otra mujer más hermosa; otras
pensaba que el odio que sus debdos tenían por él, los había llevado hasta el crimen,
dándole afrentosa muerte; o que se había ido a la guerra para conquistar poderío e
gloria y hacerse dino de ser su esposo, ya que lo rechazaban los Ávilas por ruin,
villano, pobre y de baja calidad de origen.
Ni el aire puro y embalsamado de las huertas que poseía en la calzada de Tacuba,
ni los juegos de cañas e sortijas, ni las lides de toros, que en otros tiempos tanto la
recreaban, ni aun las prácticas religiosas a las que fue siempre muy consagrada, le
disminuían los sofrimientos que roían porfiadamente su corazón enamorado. Para
ella, sin Arrutia, el cielo no tenía sol que alumbrase los días, ni el firmamento luna y
estrellas que hermoseasen las noches, ni las flores aromas, ni cantos los pájaros, ni
céfiros las frondas, ni frescura e diafanidad las aguas; que todo ello lo veía obscuro,
insípido, callado, seco y desabrido.
E viendo su grandísima pena que crecía e no se amenguaba nunca, cuando más
descuidada estaba, cierto día le dixo su hermano Alonso:
—Andad acá, hermana, al monasterio de las monjas de la Limpia Concepción de
Nuestra Señora, que quiero e nos conviene que seais monja (y habéislo de ser), donde
seréis de mí y de todos vuestros parientes muy regalada y servida; y en esto no ha de
haber réplica, porque conviene.
Ella, mal de su agrado, e sabe Nuestro Señor cómo, lo aceptó; «y luego la llevó a
ancas de una mula, su hermano, y la puso y la entregó a las monjas, las cuales le
dieron el hábito, y le tuvo muchos años, que no quería profesar con la esperanza que
tenía de ver a su mozo…».
Visto y entendido de sus hermanos e otros debdos esta ilusión y esperanza que
ella tenía de tornar a ver al Arrutia, fingieron cartas que desde Castilla anunciaban
que era muerto, e dijéronselo, e sintiólo gravemente, y a la postre, domeñado su
trabajado espíritu con tanto penar e por tanto tiempo, luego fizo su profesión de
monja en aquel dicho monasterio, pero prosiguió tristísima, e vivía una angustiosa
vida. Ya sus cuitas no tenían límites. Lloraba al contemplar las altas paredes del
monasterio; incomodábala, la clausura estrecha; huía de las conversaciones de
seculares e de religiosas; mostraba tibieza en ayunar, y en comer manjares gruesos, y
no soportaba el vestir hábitos ásperos.
IV
El drama
Pasados ansi muchos años en aquel encerramiento, no obstante los consejos de su
confesor, las penitencias que le imponía, y las recriminaciones a los consuelos de sus
compañeras, ella permanecía desdeñosa a todo, y cada vez más cruel parecíale
aquella su existencia.
Y agravóse el penar, con lo que copio del fiel historiador de este verídico y
lamentable suceso:
«El Arrutia —dice— harto de vivir en España y deseoso de volver a su tierra (y
ya no le daban nada, y ella era monja profesa), determina venir a las Yndias y a
México, y pone en esecución su viaje, y llega al puerto y a la Veracruz, ochenta
leguas de México, y allí determinó estar unos días hasta saber cómo estaban los
negocios, y la seguridad que podía tener en su venida.
»Como dice el proverbo antiguo que, “quien bien ama, tarde olvida o nunca”, ansi
él, que todavía tenía el ascua del fuego del amor viva, determina escribir a un amigo,
que avisase a aquella señora (la monja) cómo era vivo y estaba en la tierra; y luego la
avisaron, y como ella oyó tal nueva, dizen cayó amortecida en el suelo, que le duró
gran rato, y ella no dixo cosa, sino empezó a llorar y sentir con menoscabo de su vida
verse monja e profesa, y que no podía gozar del que tanto quería…
»Con tales imaginaciones y otras, dizen perdió el juicio…».
En efecto, estaba loca, más loca de amor y desesperación en no poder ver ni
unirse al único dueño de su vida y de sus pensamientos, por el que tanto había penado
en el siglo y en el claustro.
Hincóse de rodillas ante un Santo y venerado Crucifixo que había en su celda;
pidióle alivio a sus dolorosos sofrimientos y perdón por sus pecados; pero le parecía a
ella que el Santo y venerado Crucifixo la veía solo tristemente, y quedaba triste él
también, enclavado al madero de pies e manos, escurriendo sangre e coronado de
espinas. Se levantó, e hincando de nuevo sus rodillas ante una imagen de Nuestra
Señora, tan afligida y llorosa de rostro como ella, con lágrimas, sospiros y gemidos le
rogó que remediase sus males, que le ficiese un milagro, que aquellos altos muros se
abajasen o se abriesen para salir e huirse con Arrutia; mas la llorosa y angustiada
imagen, parecía también gemir y sospirar sin curarse de sus males…
Entonces, ya completamente trastornada, fuera de sí, loca de veras, se fue a la
huerta del monasterio, y allí, era una linda noche de luna que alumbraba todo, bebió
agua en la fuente de los azulejos, donde pudo contemplar como en un espejo lo
desmedrada que estaba; enjuto el rostro, hundidos como nunca sus ojos negros, que
ya no eran entre tristes y amorosos, sino entre espantables y extraviados; enseguida
poco a poco fue viendo uno a uno todos los árboles de la huerta, y sacando de debaxo
del hábito un largo cordel que llevaba arrollado en la cintura, con temblor reprimido
le tiró hacia una de las ramas de uno de aquellos árboles; fizo un ñudo corredizo, e
ató el otro cabo a su cuello, y subida en un poyo de piedra que cerca estaba, dio un
salto, quedando suspendida e oscilando como el cadáver de un ajusticiado…
Era media noche y las monjas muy ajenas a lo que en la huerta sucedía rezaban
muy devotamente los maitines en el coro del templo de su monasterio, extrañando la
ausencia de Sor María, mas pensando que estaría enferma e por esto no había ido.
V
Epílogo
¡E cuán injustos e cuán crueles somos los humanos con las debilidades e flaquezas de
nuestros prójimos!
La pobre monja suicidada no fue vista con misericordia, que todos horrorizados la
condenaban e decían que estaría ardiendo en vivas llamas; e a su cadáver se le negó
sepoltura en tierra bendita, e se le enterró en el muladar del monasterio…
Pero a pocos días, una voz amiga e piadosa, salió en defensa de la infeliz
ahorcada.
En el mesmo monasterio de la Limpia Concepción de Nuestra Señora, en donde
aconteció la tragedia dicha, había entre otras una monja nombrada Sor Francisca de la
Anunciación, hija que había sido de Hernando de Chávez, conquistador ya defunto, y
de Marina de Montes de Oca, viuda a la sazón.
Esta buena religiosa, nacida en esta cibdad y joven como de treinta años, en el
locutorio del susodicho monasterio, a 7 días de diciembre de 1565 años, ante el Señor
Provisor, el Padre Maestro Fr. Bartolomé de Ledesma, de la Orden del Señor Santo
Domingo, e que conocía en las cosas tocantes al Santo Oficio de la Inquisición,
declaró lo siguiente, que extracto en su parte substancial:
Que podía hacer un mes, es decir a prencipios de noviembre del dicho año de
1565, estando amasando para hacer el pan con otras religiosas, trataron de la que se
había ahorcado en un árbol de la huerta, pues todas ellas no hablaban de otra cosa,
medrosas e espantadas como estaban, e casi seguras de que se había condenado.
Entonces, ella, Sor Francisca de la Anunciación, les dixo, que no podía acabar de
creer que la dicha religiosa que se ahorcó se había condenado, porque la que hablaba
llegó a la huerta antes que expirase la suicida, e tomándole en sus brazos la dixo que
mirase si tenía sentido, que se arrepintiese de lo que había fecho e pidiese a Dios
misericordia; y que a estas palabras le pareció que la dicha religiosa bajó la cabeza
tres o cuatro veces, por manera que dio a entender que se arrepentía de lo que había
fecho y por esto dixo a las otras religiosas que tenía para sí que no se había
condenado la dicha religiosa.
Declaró, también, la mesma Sor Francisca de la Anunciación, que estando ella
enferma de dolor de costado, la dicha religiosa que se ahorcó se le apareció tres veces
hincada de rodillas junto a su cama, y al verla dio voces de temor, y con este temor se
volvió al otro lado del que estaba acostada.
Algunas religiosas de las que se hallaron presentes a estas pláticas, la
reprendieron, e le dixeron que mirase lo que decía, porque Nuestra Madre Santa
Yglesia sostiene lo contrario; y ella contestó, que creía lo que Nuestra Madre Santa
Iglesia; e que si aquello afirmaba, era porque estaba persuadida de los meneos que
con la cabeza había fecho la dicha religiosa, dando a entender que le pesaba haber
fecho el mal; pues si no le contestara esto, ella sostendría lo contrario, porque cree
firmemente que los que se desesperan y se les sale el ánima de las carnes, sin tener
arrepentimiento de haberse desesperado, que todos se condenan y se van al infierno…
Y ansimesmo se acuerda que dixo a las demás religiosas, que cómo se entendía
aquella Escritura, que decía: «Que había munchos cuerpos enterrados en los
muladares que el día del Juicio se levantarían y resucitarían gloriosos, e irían a gozar
de Dios, y otros que estaban enterrados en las iglesias catedrales resucitarían para ir
al infierno», y a esto respondieron algunas de las religiosas que estaban presentes,
«que esto que decía la Escritura no se entendía de los que se desesperaban, sino de
los Mártires que mataban y los echaban por los muladares, y que éstos se levantarían
el Día del Juicio glorioso…»; lo cual creían y cree ella también, aunque les dixo a las
dichas religiosas, «que los juicios de Dios eran diferentes de los de los hombres»; e
por esto ella sostenía, como dicho tiene, que cuando exhortó a la ahorcada a que
tuviese dolor y arrepentimiento del mal que había fecho y de todos sus pecados,
entendió que los juicios de Dios en tales casos eran muy diferentes, porque si la dicha
religiosa, como dicho tiene, tuvo arrepentimiento por la exhortación que le fizo, se
habría salvado, aunque los hombres habían juzgado que se había condenado, y como
tal la habían enterrado en el muladar y ansí, por el voto y parecer de la que habla,
entonces y siempre, ella nunca a la dicha religiosa la enterrara en el muladar como la
enterraron.
Tal fue la defensa sencilla e ingenua que fizo de su pobre hermana de hábito, Sor
Francisca de la Anunciación; defensa justa de aquella infamada víctima de un amor
desgraciado, que no tuvo una tosca mortaja que envolviese su cuerpo, ni un blanco
cirio que lo alumbrase, ni un bendecido rincón en el camposanto, ni una modesta cruz
sobre su tumba, pero quizá sí un lugar en el cielo, por haber amado mucho e
arrepentídose de sus faltas, como la Madalena del Evangelio.


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