sábado, 30 de marzo de 2019

La casa del judío

Sucedido de la calle del Cacahuatal
Allá por el barrio de San Pablo, casi en los suburbios de la ciudad, tantas veces
llamada de los Palacios, y en la calle conocida con el nombre indígena de el
Cacahuatal, existió una casa vieja que databa de mediados del siglo XVII, y que
después de tantos años, era casi del todo una ruina.
Carcomida por la humedad y el salitre, llena de hierbas nacidas entre las
cuarteaduras de sus ennegrecidos muros, destechada, con maderos hendidos y
apolillados, que habían dejado vacíos los claros de puertas y ventanas; aquella casa
que fue derrumbada no hace muchos años, era fea, triste, melancólica, por la soledad
sólo interrumpida en las noche sin luz de aquel barrio, por el chirrido de los
repugnantes murciélagos que azotaban las paredes, o por el canto de uno que otro
desvelado tecolote que abandonando las torres viejas iban a visitar ese sepulcro falto
hasta de cadáveres.
La casa por lo demás, pertenecía al orden usado entonces, y por las cruces,
emblemas, letras, grifos y adornos que casi borrados ostentaba su fachada, más
parecía haber sido la tranquila mansión de un obispo o de un solitario religioso que
huye del bullicio de la ciudad, que la morada de un judío, como quiere la tradición.
Empero, aunque sin haber encontrado, a pesar de repetidas investigaciones, el
fundamento histórico de la creencia popular, desde muy niños hemos oído referir que
en la citada casa vivió D. Tomás Treviño y Sobremonte, judaizante quemado vivo por
la Santa Inquisición.
¿Pero quién fue ese célebre personaje?, ¿qué delitos enormes cometió para
incurrir en esa horrible pena, cuya sola mención hace estremecer de espanto?
D. Tomás Treviño y Sobremonte, que por algún tiempo se llamó Jerónimo de
Represa, era natural de Medina de Río Seco, en Castilla la Vieja, e hijo de D. Antonio
Treviño de Sobremonte y de Da. Leonor Martínez de Villagómez. Esta Da. Leonor
había sido relajada en estatua por judaizante, en la Inquisición de Valladolid, así
como otros muchos de sus parientes.
Ignoramos cuándo pasó a Nueva España D. Tomás Treviño, o Tremiño, como le
apellidan otros. Sólo sabemos que a principios del siglo XVII fue preso por la
Inquisición; pero entonces, aparentando sin duda arrepentimiento, logró ser
reconciliado y puesto en libertad.
Poco después casóse con María Gómez, y de ella hubo dos hijos, Rafael de
Sobremonte y Leonor Martínez, que también cayeron en las garras del Santo Oficio.
En México, Treviño Sobremonte se dedicó al comercio e hizo frecuentes viajes
por el interior del país. Cierto tiempo se estableció en Guadalajara, capital a la sazón
de Nueva Galicia, donde tuvo una tienda con dos entradas. Bajo de una de sus puertas
había enterrado un Santo Cristo, y se cuenta que a los marchantes que por allí
entraban les vendía más baratas las mercancías, que a los que entraban por la otra. Se
cuenta también que noche con noche azotaba a un Santo Niño de madera, que como
la escultura conservaba después las señales de los azotes, fue tenida por milagrosa y
muy venerada en la iglesia de Santo Domingo.
Vuelto a México, cayó nuevamente en poder del Santo Tribunal; mas la
enumeración de sus crímenes (?) bien merece ser conocida, y para hacerla, nos vamos
a permitir extractar algunos trozos del compendio de su causa, que por aquel tiempo
circuló impresa.
«Fue preso —dice— con secuestro de bienes por judaizante relapso. Salió tan
poco arrepentido después de haber sido reconciliado en el Auto particular de la Fee,
que se celebró en la iglesia del Convento de Santo Domingo de esta ciudad, a los 15
de Junio de 1625, que apenas se vio en libertad cuando comenzó a comunicarse de
nuevo con sus cómplices, con que manifestó la ficción y cautela con que procedió en
la primera causa en sus confessiones, encubriendo siempre en ellas propios, y agenos
defectos, y con otras personas judaizantes, dándoles noticias de las cosas que en el S.
Oficio y sus cárceles pasaban, e instruyéndolas para en caso que se vieran presos del
modo con que se habían de portar, haziéndoles creer, que en estar negativo avia
consistido el buen suceso de su causa. Trató ya reconciliado, como judío tan de
corazón, casarse con la dicha María Gómez, de quien sabía ser también judía y sus
mayores aviéndose comunicado por tales. El día de la Boda combidó para ella a
muchos de los de su caduca ley, y la celebró con ritos y ceremonias judaicas,
poniéndose al tiempo de comer un paño en la cabeza, y dando principio a los demás
platos con uno de buñuelos con miel de Abejas, alegando para ello cierta historia
apócrifa, que dezía ser de la Escritura, en que se mandaba hazerse así; degollando con
cuchillo las gallinas que se avian de servir a la mesa de su suegra Leonor Núñez,
conformándose en semejantes ceremonias con su yerno, diziendo tres veces al
degollarlas bueltos los ojos hazia el Oriente, cierta oración ridícula, labándose este
pérfido judío después de comer tres veces las manos con agua fría por no quedar
treso, que es lo mismo que manchado».
Se le acusó de haber incitado a su mujer y a su cuñada Isabel Núñez a que se
denunciaran ante la Inquisición, por estar ya presos su suegra y otros de sus cuñados,
Ana Gómez y Francisco López de Blandón; de haberse hecho circuncidar por uno de
los suyos, lo mismo que a su hijo; de practicar continuos ayunos, valiéndose para
verificarlo de «fingidas jaquecas y desganos de comer», de no oír misa y de
confesarse «al modo judaico, puesto de rodillas en un rincón con harto feas
ceremonias…».
Que cuando acababa de comer o de cenar, caminando en unión de católicos, al
darles los «buenos días», o las «buenas noches», no respondía «Alabado sea el
Santísimo Sacramento», sino: «Beso las manos de Vuestras Mercedes». Que su mujer
le llamaba «Santo de su Ley», y que en su prisión se valía de la lengua mexicana o
azteca para comunicarse con su cuñado Francisco de Blandón. Que maldecía, en fin,
repetidas veces al «Santo Oficio, a sus Ministros, a los que le fundaron y a los Reyes
que les tienen en sus Reynos».
«Y hecha la cuenta —prosigue el extracto de su causa— se halla aver hecho estos
ayunos por espacio de cinco años, y a no aver acudido con hazerle comer por fuerza,
ubiera muerto deste rigor de ayunos. Los delitos suyos si se hubieran de referir pedían
volumen grande, basta dezir que la noche que se le notificó su sentencia de
relaxación, descubrió el rostro y se quitó la máscara de fingido cathólico, y dijo que
era judío, y que quería morir como tal, y que le coxía la muerte aviendo acabado de
hazer un ayuno de setenta y dos horas; y diziéndole que había de morir al día
siguiente, dixo que no, sino en el día que estava, contando el día al modo judaico, de
puesta del Sol a Sol…».
Seamos justos. Leyendo las líneas anteriores se pregunta uno:
¿Fue aquel infeliz judío un fanático?, ¿sus sectarios no le contarán por ventura en
el número de los mártires de su religión?
El 11 de abril de 1649 celebró la Inquisición uno de los más notables y pomposos
Autos, y entre otros fue juzgado y condenado a ser quemado vivo D. Tomás Treviño
de Sobremonte.
No describiremos la famosa procesión de la Cruz Verde, que salió la víspera, ni
conduciremos al lector al tablado que se levantó en la plazuela del Volador apoyado
en la fachada de la iglesia de Porta Coeli, ni oiremos la lectura fastidiosa de muchas
causas insípidas y monótonas; sólo seguiremos a D. Tomás Treviño.
«Salió al Cadahalso con Sambenito y Coroza de condenado, sin cruz verde en las
manos que no la quizo admitir, mordaza en la boca, porque eran tantas las blasfemias
que dezía, que se usó deste medio que no aprovechó, según las bravuras que hazía, y
fué entregado a la justicia y brazo Seglar…».
Una vez en poder de la autoridad ordinaria, se le montó en una mula que mucho
corcoveaba, se le mudó a otra, y en seguida a otras sucesivamente. El vulgo dijo que
«los animales no querían llevar a cuestas tan perro judío». ¿Por qué no decir mejor
que se resistían a conducir a un pobre hombre a tan semejante suplicio? Al fin se le
puso en un caballo que era conducido por un indio. El indio exhortaba a Sobremonte
para que creyera en «Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo»; pero a las
palabras acompañaba la acción, dándole tremendos puñetazos. ¡Qué espectáculo! ¡Un
siervo de la colonia atormentando a una víctima de su dominador!
El reo en su cabalgadura atravesó la plaza, los portales, las calles de Plateros y
San Francisco, hasta llegar al quemadero, situado entre el convento de San Diego y la
Alameda.
Se le amarró al garrote del suplicio. El gentío era inmenso, llenaba todas las
avenidas, las azoteas de las casas vecinas, las torres de las iglesias de San Diego y
San Hipólito, las ventanas y todas las copas de los árboles de la Alameda. Esa
multitud estaba formada de curiosos que iban a presenciar un acto teatral, y de
devotos que esperaban ganar miles de indulgencias. Los sentimientos humanitarios se
escondían allá en el fondo de los corazones. ¡Estaba prohibida bajo severas censuras
la compasión!
De repente se encendió la llama de la hoguera, chisporrotearon los maderos secos,
y el humo se elevó como huyendo de aquel horrible espectáculo.
La víctima casi sofocada, mas sin exhalar un grito, ni un gemido, ni una queja la
más leve, se contentó con exclamar, recordando sus bienes confiscados, y atrayendo
con los pies las brasas escondidas:
—¡Echen leña, que mi dinero me cuesta!

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