El ladrón llegó de noche al campamento y robó una piña. No era la primera vez que lo visitaba. Las huellas de sus pies le delataban: era otra vez Mr. Burglar. Ya había saqueado en varias ocasiones la nasa colocada por el equipo. Entre el 12 de mayo y mediados de julio de 1995, Mr. Burglar rondó en repetidas ocasiones por los alrededores del campamento. Pero nunca fue sorprendido con las manos en la masa. Mr. Burglar es tímido, como todos sus congéneres. Suponiendo que existan.
Deborah Martyr, sin embargo, está convencida de que así es. Su equipo lleva a cabo un arduo trabajo detectivesco en la selva del parque nacional de Kerinci-Seblat. Allí, en las montañas occidentales de Sumatra, busca un ser desconocido hasta la fecha, pregunta a los nativos, recopila testimonios de testigos oculares, sigue su rastro en el suelo cenagoso de la selva virgen. Debbie ha progresado mucho en su búsqueda y ya es capaz de diferenciar a cuatro individuos por las huellas de sus pies: Mr. Burglar, el «intruso nocturno», Chubby Toes, con sus dedos redondeados, Marathon Man, que dejó en el suelo de la selva una larga pista de veinte huellas del pie, y Newcomer, que en septiembre de 1995 se abalanzó sobre la nasa.
Ella misma ha contemplado varias veces a esas tímidas criaturas. Aunque solo durante unos segundos, pues a continuación volvieron a desaparecer, sumergiéndose en la selva a la velocidad del rayo. Demasiado raudos como para sacar una foto, pero con el tiempo suficiente para permitir a Debbie formarse una imagen del fantasma buscado: alcanza hasta 1,20 metros de altura, camina erguido y sobre dos patas, un pelo negro parduzco recubre su cuerpo y una larga melena su cabeza, y está perfectamente mimetizado con su entorno. «Si no se mueve, es imposible verlo», explica Debbie. Hace poco divisó en el bosque lo que supuso que era un trozo de madera. Segundos después volvió a mirar al mismo sitio: la supuesta madera había desaparecido. Debbie está segura: era de nuevo él, el orang-pendek, el legendario «hombrecillo» de Sumatra.
En la zona occidental de la isla indonésica se habla desde hace siglos de esta criatura, que no es ciertamente un ser humano, pero tampoco un mono. El orang-pendek camina siempre erguido y con sus largos brazos se abre camino a través de la espesura de la selva. Los viajeros occidentales oyeron hablar por primera vez de este ser antropomorfo sin rabo visible a comienzos del siglo XIX.
En 1917, el orang-pendek fue mencionado en una revista científica holandesa. El granjero y zoólogo Edward Jacobson, uno de los primeros investigadores que visitó la isla volcánica de Krakatoa después de la gran erupción de 1883, recopiló indicios de su existencia: los cazadores le hablaron del orang-pendek, al que observaron a una distancia de apenas veinte metros mientras buscaba larvas de insectos en un tronco podrido de árbol. El ser huyó por el suelo, lo que evidenciaba que no era un orang-utan. Pues el «hombre de la selva» —tal es la traducción de la palabra malaya orang-utan— habría huido por los árboles de rama en rama. Algo más al norte, cerca del monte Kerinci, Jacobson vio una huella del orang-pendek, que no se parecía a la de un orang-utan, sino más bien a la de una persona enana, a la de un «hombrecillo» precisamente.
Uno de los primeros europeos que contempló un orang-pendek fue Van Herwaarden, un colono holandés. En 1923, durante una cacería de jabalíes, observó a una «bestia» peluda que estaba subida a un árbol solitario. La criatura se había acurrucado contra el tronco, como si, al darse cuenta de que había sido descubierta, quisiera pasar inadvertida. Por un momento, las miradas de la persona grande y la pequeña se cruzaron. «Sus ojos eran muy oscuros y extremadamente vivaces: parecían humanos», escribió Van Herwaarden. No había rasgos repulsivos o feos en su rostro, pero tampoco humanos. El ser se ponía cada vez más nervioso y todo su cuerpo temblaba. Su cara parduzca estaba completamente desprovista de pelo, las cejas eran espesas, la nariz ancha y con grandes orificios, el mentón huidizo. Era una hembra —o mejor dicho: una mujer— de aproximadamente 1,20 metros de altura.
Cuando Van Herwaarden apuntó con su escopeta, el ser emitió un lastimero «huhu», que en el acto fue respondido por gritos parecidos desde el bosque cercano. Finalmente la criatura dio un salto de 3 metros de altura desde el árbol y huyó al bosque. Van Herwaarden vaciló en disparar: «Se me podrá considerar infantil, pero cuando vi su ondulante cabello, sencillamente fui incapaz de apretar el gatillo. Sentí como si estuviera a punto de cometer un asesinato». Así pues, Van Herwaarden proporcionó una descripción exacta del ser desconocido, aunque ninguna prueba de su existencia.
En 1924, el Museo Zoológico de Buitenzorg, el actual Bogor en la isla vecina de Java, recibió un vaciado en cera de la huella de un pie al parecer dejada por un orang-pendek. Pero la huella se reveló pronto perteneciente a un oso malayo, la especie más pequeña de grandes osos, que a menudo se yergue sobre sus patas traseras. En la penumbra de la selva los cazadores apuntaban una y otra vez sobre algo que tomaban por un orang-pendek, para comprobar decepcionados que el que había pagado el pato era una vez más un oso malayo.
Los hallazgos efectuados en esa región por Eugène Dubois a finales del siglo XIX estimularon la búsqueda del misterioso «hombre mono». Entusiasmado por las teorías evolucionistas de Charles Darwin y Ernst Haeckel, el joven anatomista holandés viajó al sudeste asiático para encontrar el ansiado missing link, el eslabón perdido entre el hombre y el mono. Sus proyectos y su entusiasmo provocaron las burlas de muchos científicos «serios», y sin embargo obtuvo un gran éxito: durante el periodo 1890-1891 desenterró en las cuevas cársticas del parque nacional de Kerinci-Seblat un diente humano cuya edad se estima hoy en unos 80.000 años. Pero su éxito culminó en la vecina isla de Java, donde en 1891, en las terrazas fluviales del Solo, muy cerca de Trinil, halló un fragmento de cráneo de un ser antropomorfo de poderoso arco superciliar, y además un molar y un fémur, del que dedujo que esa criatura era bípeda. Dubois estaba seguro de haber encontrado el buscado eslabón perdido, y denominó a su descubrimiento Pithecanthropus erectus, «hombre mono que camina erguido». Hoy este hombre primitivo se conoce como Homo erectus, uno de los antepasados del hombre moderno. Si el holandés Dubois había descubierto los restos de un «hombre mono», ¿por qué no habrían podido sobrevivir esos seres en los impenetrables y desconocidos bosques de la isla, quizá bajo la forma de orang-pendek?
En mayo de 1932 pareció haber llegado el momento. Sucedió que en el oeste de Sumatra había sido abatido un orang-pendek, un ejemplar joven, de unos 40 centímetros de altura y de anatomía antropomorfa. Cuatro indonesios habían disparado a una hembra de orang-pendek, pero solo habían alcanzado al bebé que llevaba en brazos; la madre logró huir. El descubrimiento saltó a los titulares de los periódicos del mundo entero: ¿se había encontrado de veras físicamente el eslabón perdido?, ¿había sobrevivido hasta nuestros días el eslabón perdido entre el ser humano y el mono? La piel del pequeño ser estaba casi desnuda y el pelo de su cabeza era grisáceo. El cadáver fue investigado en el Museo Zoológico de Buitenzorg e identificado rápidamente como una falsificación. Ese «bebé pendek» no era más que un langur plateado cuidadosamente preparado, es decir, un mono al que habían afeitado el cuerpo, dejando en su cabeza unos cuantos mechones de pelo. Para que diera el pego, habían ensanchado su nariz con trozos de madera implantados, le habían cortado el rabo, partido los pómulos y limado los colmillos hasta reducirlos a pequeños raigones.
Con esto la ciencia «oficial» situó definitivamente al orang-pendek en el reino de los seres fabulosos y lo tildó de producto de la fantasía. Pero ¿es una postura lógica? Esas falsificaciones, esas huellas interpretadas más o menos erróneamente y esos osos abatidos por equivocación, ¿constituyen pruebas de que no existe el hombre mono?
Desde luego en Sumatra el ser continuó siendo avistado por la población de Kerinci-Seblat. Y también de otras zonas del sureste asiático llegan informes sobre criaturas análogas. Hasta los científicos serios viven misteriosas experiencias en la selva y se topan con huellas que no aciertan a explicar. Así le sucedió a John MacKinnon, que desde hace décadas se dedica a recorrer los bosques del sureste asiático casi siempre al servicio de la protección de la naturaleza, y que en 1992 descubrió en Vietnam los primeros cuernos del hasta entonces completamente desconocido buey de Vu-Quang (véase el capítulo 18). El británico llevaba investigando orangutanes en Borneo más de diez años cuando un buen día en que caminaba solo por el bosque se topó con unas pisadas que le causaron un profundo desconcierto: «Me arrodillé para observarlas con más atención. Parecían las de una persona, y sin embargo procedían inequívocamente de un ser diferente. Un escalofrío recorrió mi espalda. Solo tenía un deseo: alejarme de allí lo antes posible».
La huella era triangular, aproximadamente de 15 centímetros de largo y 10 de anchura. Los dedos y el talón, bien formado, parecían humanos, pero la planta era demasiado corta y demasiado ancha y el dedo gordo estaba en la parte exterior del pie. MacKinnon encontró en el bosque unas dos docenas de estas huellas, pero no halló el menor indicio de que se tratase de orang-utans.
Una vez que llegaron al campamento, MacKinnon enseñó a sus colaboradores nativos el boceto de las huellas que había dibujado. Eran pisadas de un batutut, le respondieron espontáneamente, una criatura tímida, de hábitos nocturnos, que se alimentaba sobre todo de caracoles acuáticos. El batutut medía aproximadamente 1,20 metros de altura, caminaba erguido igual que una persona y tenía una melena negra. A la objeción de MacKinnon de que esas huellas quizá perteneciesen a un oso malayo, sus ayudantes reaccionaron enfadados, casi ofendidos: «Nosotros conocemos a los osos. Estas huellas son más grandes, y además carecen de garras». Efectivamente las huellas observadas eran demasiado grandes para pertenecer a osos malayos. «Hasta hoy no acierto a explicarme por qué no fotografié entonces esas pisadas. En cierto modo me asusté». Como es natural, John MacKinnon conoce los informes sobre hombres mono que circulan por todo el sureste asiático, incluyendo los del orang-pendek, el «hombrecillo».
La periodista Debbie Martyr oyó hablar de ese ser por primera vez en el verano de 1989 mientras viajaba por el parque nacional de Kerinci-Seblat, y en septiembre vio sus huellas. No había duda alguna de que eran diferentes a las del batutut descrito por MacKinnon: la posición del dedo gordo del pie era similar a la del hombre, es decir estaba dirigido hacia dentro. La inglesa se sintió picada por la curiosidad: en todo el parque nacional describían al mismo animal. El orang-pendek siempre vivía en el suelo de la selva virgen, nunca huía a los árboles. Así sucedió también con los dos orangpendeks que un hombre de 32 años había observado en los campos cercanos desde la cabaña de bambú de su abuelo. Ambos, uno más grande y otro más pequeño, comían caña de azúcar. Cuando el hombre salió de la cabaña para acercarse a ellos, escaparon corriendo a toda velocidad igual que las personas. Los testigos no se cansaban de resaltar la fortaleza de ese pequeño ser: es capaz de arrancar árboles pequeños y partir con la mano voluminosas ramas de ratán. Y cuando lo asustan, enseña sus dientes, unos incisivos extrañamente anchos, largos colmillos saltones.
«Habría bastado con que una sola persona me hubiera contado que ese ser secuestra mujeres o hace que se corte la leche para suspender inmediatamente mis investigaciones», asegura Debbie. A lo largo de los años siguientes efectuó incesantes viajes a Sumatra para seguir el rastro de la criatura desconocida. Se le metió en la cabeza demostrar su existencia. Mostró fotos a los testigos oculares: de orang-utans, que no hay en Kerinci-Seblat, de gibones, los pequeños antropoides balanceantes, y de siamangs, sus parientes negros y de mayor tamaño, ambos moradores del parque nacional. Nadie recordaba al orang-pendek al contemplar las fotos. Sin embargo, cuando contemplaron otras de un gorila sentado, todos los testigos reconocieron cierto parecido. Solo que la cara del «hombrecillo» se parecía más a la de los humanos de carne y hueso.
Finalmente Debbie mandó dibujar un retrato robot siguiendo las indicaciones de los testigos oculares. Mostró dicho retrato junto con otras fotos a un policía que unos meses antes había visto una pareja de orang-pendeks en la jungla. El hombre se detuvo brevemente en las fotos de gorilas, pero después, al ver los dibujos del orang-pendek, afirmó: «Este es. Aunque es más delgado que los que yo vi. Tienen los hombros más anchos y un tórax más robusto».
Muchos científicos expertos en primates y conocedores de la región se muestran escépticos con la labor de Debbie Martyr. «Ella ha cogido al vuelo una leyenda y ahora intenta demostrar su existencia», afirma por ejemplo John MacKinnon. «Acaso quede algo verdaderamente nuevo por descubrir. Pero lo que me parece sospechoso es el celo con el que ella intenta desde hace años encontrar a ese ser sin disponer de pruebas fehacientes». También Biruté Galdikas, la conocida investigadora de orangutanes que estudia desde hace muchos años a los rojos «hombres de los bosques», conoce a Debbie y sus investigaciones. «Ella vino a verme una vez y me refirió sus breves encuentros con el orang-pendek. ¿Qué puedo decir al respecto? Sé por experiencia lo fácil que es ver en la selva virgen cosas extrañas y curiosas. Sin embargo, Debbie estaba muy convencida de lo que había visto. Yo sencillamente no tengo ninguna opinión al respecto».
Debbie comprende el escepticismo de numerosos investigadores. Pero insiste: lo que ha visto —y no solo una vez— es real. «Un amigo mío investigó aquí, en el parque nacional, durante tres años a los raros rinocerontes de Sumatra. En todo ese tiempo no llegó a ver ni a uno solo de esos tímidos animales. En ese sentido, yo he llegado mucho más lejos».
Pero, si el orang-pendek existe de verdad, ¿por qué no se ha encontrado jamás un cadáver o al menos restos, quizá unos huesos? En la cálida y húmeda selva virgen tropical los insectos y los hongos descomponen los cadáveres casi en una noche. Los puercoespines se abalanzan sobre el resto: ellos realizan el «trabajo duro» con sus potentes incisivos capaces de triturar cualquier hueso.
Entretanto, la periodista ha encontrado un poderoso aliado en su búsqueda: la respetada organización británica de defensa de la naturaleza Fauna and Flora International (FFI). «Sus precisas descripciones, las huellas que nos presentó nos han convencido», afirma Douglas Muller, de la FFI. «A ello hay que añadir los testimonios de los testigos oculares, muy coincidentes. Los nativos describen al mismo animal a lo largo de cientos de kilómetros, en regiones que carecen de teléfono o de cualquier otra posibilidad de comunicación». Muller también ha visitado varias veces en persona el territorio en cuestión. «Allí un viejo me contó que hace cincuenta años se podía ver al orang-pendek con más frecuencia. Actualmente se lo puede avistar ya solo en los rincones más intrincados del parque nacional».
Por eso desde 1995 la FFI apoya los esfuerzos de Debbie para averiguar más datos sobre el tímido y desconocido primate. Al mismo tiempo el Proyecto Orang-Pendek investiga también el mundo animal y vegetal de Kerinci-Seblat. En un territorio de una superficie similar a la de Bélgica, recorrido por cursos fluviales, de escarpadas laderas montañosas y terreno cárstico, lleno de cuevas y muy inaccesible, viven elefantes, tapires de la India, osos malayos, gibones y siamangs, así como otras cinco especies de monos ya conocidas, también tigres de Sumatra, de los que solo unos pocos centenares han sobrevivido en la isla, e innumerables especies de aves. Además, el parque nacional alberga tal vez la mayor población de los extremadamente escasos rinocerontes de Sumatra, los más pequeños y primitivos de la familia de los rinocerontes, que tienen todo el cuerpo cubierto de una pelusa castaña de pelo hirsuto. La amplia variedad de especies, la riqueza del parque, estaba prácticamente inexplorada hasta ese momento.
Todo esto está muy amenazado: los vehículos oruga y las motosierras se adentran cada vez más profundamente en la selva virgen para talar la valiosa madera tropical. Lo que en 1995 todavía era un bosque protegido, se convirtió dos años después en una plantación. En la superpoblada Indonesia la presión colonizadora es formidable. Los incendios forestales que se desencadenaron allí desde agosto de 1997 hasta junio de 1998 devastaron extensas zonas de Kerinci-Seblat: «En esa época apenas podíamos ver a 25 metros de distancia», refiere Douglas Muller. Entonces era sencillamente impensable volver a encontrar las huellas del orang-pendek, porque el suelo de la selva virgen, siempre tan húmedo y fangoso, se había secado por completo. Seguramente los tímidos seres se retiraron a regiones aún más apartadas, supone Muller. Todavía no se ha demostrado la existencia del orang-pendek y ya está amenazada su supervivencia.
Así pues, el tiempo apremia. Entretanto, Debbie Martyr y su equipo conocen bien el menú de su desconocido objeto de investigación: le gustan sobre todo los frutos y el jengibre, además de las termitas, los cangrejos de río y los pájaros que aún no han abandonado el nido. Cuando la ocasión es propicia, el orang-pendek roba del campamento de los investigadores arroz, pescado seco y a veces hasta una piña. Esquiva a las personas; también evita las sendas de otros animales, pues prefiere abrir las suyas a través de la tupida maleza, que son cartografiadas por el equipo de investigadores.
Debbie Martyr también cree conocer los sonidos que profiere el «hombrecillo»: gruñe, y cuando es sorprendido emite un «bo» penetrante. Su grito de alarma es un «vraaaagh» que provoca escalofríos. Otros miembros del equipo, además de ella misma, han visto varias veces al orang-pendek recorriendo las laderas del monte Kerinci, aunque nunca más de tres segundos. Lo que falta es una imagen verdadera, una fotografía del orang-pendek. Aunque existen dos fotos muy movidas y poco nítidas, el crítico equipo de la FFI no permite utilizarlas como prueba. Dada la extrema timidez de la criatura, los investigadores han colocado en algunas sendas de la selva «trampas fotográficas». Son cámaras automáticas que se disparan por infrarrojos, es decir, con el calor que emiten los cuerpos de las aves y los mamíferos. Esto posibilita tomas incluso de seres vivos extremadamente recelosos. De este modo los científicos del equipo tomaron fotografías de algunos animales de inusitada rareza: por ejemplo, panteras nebulosas, una especie de gato montés moteado, de tamaño medio, que fue fotografiado por primera vez en la naturaleza hace más de diez años. O un gato negro misterioso, al principio desconocido, que más tarde resultó ser un gato dorado melanínico, una variedad cromática negra del gato montés pardo dorado. Contaban una y otra vez al equipo que, en algunas regiones del parque, existían incluso tigres negros. Pero este dato no ha podido ser confirmado hasta la fecha.
El 26 de julio de 1996 trajo una pequeña sorpresa cuando un animal que se creía extinguido disparó la cámara. La foto resultante no es precisamente una obra maestra, pues salió un tanto borrosa, pero muestra con claridad a la pita gigante, conocida por los ornitólogos como Pitta caerulaea. Este pájaro había sido visto por última vez hacía más de cien años. El equipo realizó también otros descubrimientos importantes: en un remoto valle fluvial encontró en 1996 una planta muy rara, la Rafflesia hasseltii, un vegetal que solo aparece a ras de tierra durante la floración, cuyas flores brillantes y de apestoso olor a carroña, de 60 centímetros de diámetro, llaman la atención. Era la tercera vez en este siglo que se hallaba esta planta. En el primer inventario sobre la biodiversidad efectuado el año 1997, el número de especies de aves que vivían en el parque descubiertas por los investigadores había aumentado de 161 a 210.
Pero por lo que se refiere al orang-pendek los progresos de los últimos años han sido más lentos de lo esperado. «No obstante sigue habiendo numerosos indicios de que ahí fuera hay un ser vivo nuevo, especial», opina Douglas Muller. «Por eso confiamos también en poder tachar pronto de la lista de la criptozoología al orang-pendek». Por desgracia algunos pelos hallados por el equipo y que podrían pertenecer al «hombrecillo» no han ofrecido hasta el momento resultados concluyentes.
David Chivers, de la FFI y primatólogo de la Universidad de Cambridge, considera las huellas del pie que tomó Debbie una mezcla de características humanas y antropomorfas. ¿Qué podría ser finalmente el orang-pendek? ¿Una nueva especie de antropoide? ¿Una subespecie no descubierta hasta ahora del orangután? ¿O algo todavía más espectacular? «A lo mejor ese ser guarda alguna relación con la evolución humana», comenta Chivers, críptico.
Debemos recordar que también se burlaron de Eugène Dubois, hasta que encontró en las orillas del Solo en Java los restos del Homo erectus. Y en los años pasados este hombre primitivo ha deparado continuas sorpresas. Así, algunos científicos consideran posible que el «hombre erecto» fuese navegante. Prueba de ello serían los primitivos utensilios de piedra descubiertos en 1994 en la isla indonésica de Flores, situada entre Java y Timor. A estos útiles se les ha atribuido una antigüedad de unos 800.000 años. El Homo erectus no pudo haber llegado a Flores por vía terrestre, pues jamás existió un vínculo directo por tierra desde aquí al continente asiático. El hombre primitivo debió de llegar por mar, quizá en balsas de bambú, y en consecuencia era capaz de mayores progresos de lo que se ha supuesto hasta ahora. Además, nuevas dataciones de antiguos hallazgos óseos revelan que el Homo erectus en modo alguno se extinguió hace 200.000 años, sino que seguramente sobrevivió mucho más tiempo, desde una perspectiva geológica «hasta hace poco»: los hallazgos más recientes atribuidos al Homo erectus tienen 40.000 años de antigüedad y proceden de Java, la isla vecina de Sumatra.
Las especulaciones se suceden: «Si el orang-pendek es lo que creemos», afirma Douglas Muller, «entonces es un descubrimiento muy importante».
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