domingo, 24 de marzo de 2019

Hércules y su torre

En el tiempo en que Hércules marcó la entrada del mar que luego se llamaría
Mediterráneo, el héroe era ya conocido por el gran número de hechos asombrosos
que había llevado a cabo desde su niñez. Así, todas las gentes que encontraba le
mostraban respeto y le ofrecían alimentos y cobijo, y en ninguna parte del mundo fue
acogido el héroe con tanta hospitalidad como en la península que cierra el mar por
Occidente.
Fue entonces cuando Hércules se familiarizó con las tierras de la península y
vivió en ellas algunos años. Fundó ciudades como Zaragoza, Teruel, Barcelona o
Urgel, guardó sus tesoros en Toledo, pero también cazó en sus bosques, pescó en sus
ríos y recorrió, por el gusto de hacerlo, sus montañas y playas litorales, vestido
siempre con la piel del fabuloso león y usando la maza a manera de cayado. Mas, al
fin, nuevas empresas exigieron el regreso de Hércules a su propio país.
Mucho tiempo después llegaron a visitar a Hércules ciertos emisarios de los
pueblos de la lejana península occidental. Vestidos con sus sayos pardos, las cabezas
cubiertas por la caperuza, inclinados los rostros, los viajeros mostraban un gesto de
evidente pesadumbre. Hércules les pidió que le comunicasen el motivo de su visita y
ellos le contaron que había llegado a sus tierras un gigante que, acompañado de
huestes feroces, estaba abusando cruelmente de las gentes, robándoles sus caballos y
ganados y expoliando sus graneros, sujetándolos como esclavos, con la pretensión de
hacerse rey y someter a su voluntad a todos los habitantes de aquella parte del
mundo. En nombre de los pueblos de la península, los hombres de los sayos oscuros
venían a solicitar de Hércules que los ayudase a librarse de la tiranía de aquel gigante
y sus guerreros.
Conmovido, Hércules acompañó a los hombres en su viaje de regreso a la
península occidental. Supo al llegar que el gigante maléfico era Gerión, el
monstruoso hijo de la oceánida Caliorre, que tenía tres cuerpos alados y era también
famoso por su fuerza. Hércules siguió el rastro de Gerión y de sus tropas, señalado
por los incendios, los expolios y toda clase de abusos en las gentes y en sus poblados
y haciendas, y al fin encontró a los invasores en las brumosas y verdes tierras del
noroeste, cerca del extremo final del mundo, donde al atardecer es posible percibir el
último fulgor del sol cuando chisporrotea al sumergirse en las aguas del ilimitado
océano.
Llenos de ánimo por la amistad y la protección del héroe, deseosos de enfrentarse
a las huestes del gigante Gerión, iban acompañando a Hércules muchos guerreros de
los países de la península. Pero Hércules, tras comprobar que el gigante y su ejército
no abandonarían de buen grado las tierras que ocupaban, quiso evitar el
enfrentamiento de los ejércitos, que sin duda ocasionaría gran mortandad entre sus
amigos, y retó a Gerión a dirimir sus diferencias en un combate entre ellos dos,
cuerpo a cuerpo. Gerión era mucho más voluminoso que Hércules y no vio peligro
alguno en aceptar el reto. Así, los contendientes acordaron que toda la tierra de la
península pertenecería a aquel que venciese.
Al alba comenzó la pugna y durante tres días y dos noches, sin descanso ni
tregua, Gerión y Hércules se enzarzaron en la terrible pelea. Sus golpes y caídas
hacían retemblar los berrocales de la orilla del mar, y los ecos llegaban hasta muy
lejos, como truenos de una tormenta sin nubes ni rayos que admiraba a los pobladores
de las tierras remotas. Los dos combatientes jadeaban, cada vez más cubiertos por la
sangre de sus heridas y rasguños, pero ninguno de los dos parecía capaz de derrotar al
otro, entre el silencio empavorecido de los hombres que los rodeaban. Mas no
menguaba el arrojo con que Hércules y Gerión se acometían, y la sangre que manaba
de sus heridas empapó los peñascos costeros y empezó a teñir de rojo la espuma de
las olas.
Cuando se ponía el sol de la tercera jornada, un mal paso hizo resbalar a Gerión,
que cayó boca abajo. Hércules aprovechó el momento para golpearle con su maza en
la nuca, con un golpe certero y brutal, y luego clavó sus flechas envenenadas en las
coyunturas que unían las diversas partes del cuerpo del gigante, de manera que éste
quedó muerto.
Hércules, a quien la victoria sobre el gigante no le había parecido poca cosa,
quiso conmemorar el combate con un monumento adecuado a la grandeza del suceso.
Cortó la monstruosa cabeza de Gerión, en cuyo rostro se conservaba el gesto de
desesperación que había expresado al saberse vencido, abrió con sus poderosas
manos un enorme hoyo entre las rocas de la orilla, enterró allí el cráneo y ordenó que
sobre tal cimiento se construyese una torre muy grande y se poblase alrededor una
ciudad que hiciese honor a la importancia de la torre. Construida la torre, se mantuvo
desde entonces como lo que es, el faro coruñés que, con su luz, ayuda en la noche a
los navegantes a conocer el rumbo certero.

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