Un ronco y profundo gruñido salió del bosque cuando los dos piragüistas merendaban el 27 de agosto de 1995 en una orilla apartada del lago Kootenay, ubicado en la Columbia británica. Picados por la curiosidad, siguieron el sonido; poco después olieron un hedor espantoso, y entonces lo vieron…
A menos de siete metros un ser gigantesco —sin duda de 2,50 metros de altura y oscuro como un oso— se arrodillaba sobre un animal muerto. No tenía pelo, sino una piel negra y correosa en la cara. Uno de los dos, que, por consideración a su familia y puesto de trabajo, desea mantener el anonimato, relata: «Cuando nos miró fijamente con sus horribles ojos, pensé: Nos va a matar ahora mismo. Pero cogió su comida del suelo y huyó de nosotros internándose en la espesura. Aunque nadie dé crédito a esta experiencia, yo desde luego jamás volveré a esos bosques».
Los indios saben desde hace muchas generaciones que las regiones despobladas de los bosques norteamericanos albergan un misterio: en el norte de California lo llaman omah, en el valle Skagit de Washington, Kala’litabiqw, en la Columbia británica, sasquatch. También cazadores, buscadores de oro y personas dedicadas a las prospecciones que recorrieron estas regiones solitarias en los siglos pasados se toparon con el «monstruo». Hoy, por el contrario, son casi siempre urbanitas ávidos de experiencias quienes avistan en sus viajes multiaventura a la enigmática criatura. Sus experiencias en regiones despobladas, que no se atreven a contar a nadie por miedo a hacer el ridículo en público, las confían al anonimato de Internet. La red está repleta de descripciones de ese tipo de tropiezos inquietantes: casi siempre narraciones anónimas sobre misteriosos encuentros entre humanos y un ser desconocido y gigantesco. Por lo visto, miles de personas se han topado ya cara a cara con esa criatura, aunque la ciencia «oficial» aún no lo haya reconocido.
El explorador David Thompson fue el primer blanco que en 1811 halló huellas de pie gigantescas, parecidas a las humanas, de una criatura desconocida en las cercanías de la actual ciudad canadiense de Jasper. Desde entonces ese ser ha sido visto en casi todos los estados federales americanos y canadienses, o al menos se han descubierto las improntas de sus enormes pies. Pero la mayoría de los avistamientos han acontecido en la costa occidental de América, en los interminables bosques del macizo de Cascade y en los pantanos de Florida. Debido a sus enormes pies con los que recorre el país a grandes zancadas dejando en la tierra profundas impresiones de un número de pie del 61 o más, el ser misterioso se llama «piegrande»: bigfoot. Y es apreciado por todos los que creen en lo imposible en este mundo.
Pero hasta hoy no existe ninguna prueba sólida que atestigüe su existencia. Ningún cadáver, ningún trozo de piel, ni siquiera huesos o dientes desvelan este enigma de los bosques americanos; pero sí conocemos toda una serie de relatos realmente increíbles: el obrero de la construcción Albert Ostman, por ejemplo, asegura haber sido raptado por bigfoots en 1924. Por aquel entonces buscaba oro cerca de Toba Inlet, una ensenada de la Columbia británica. En cuanto se dio cuenta de que su campamento era revuelto noche tras noche, decidió pasar en vela la noche siguiente para pedir explicaciones al intruso; pero se quedó dormido y no se despertó hasta que «algo» lo arrancó del sueño junto con el saco de dormir y se lo llevó. El ser transportó al obrero de la construcción durante unas tres horas en plena noche; a la mañana siguiente, Ostman se vio en un valle remoto, vigilado por muchas criaturas peludas, una verdadera familia de bigfoots: padre, madre, hija e hijo.
Los seres, parecidos a monos, se pasaban casi todo el día buscando alimento: recolectaban hierba, ramas, nueces y raíces. Al parecer, el macho medía unos 2,50 metros; la hembra era más pequeña, acaso de 2 metros de altura y, según las estimaciones de Ostman, pesaría unos 250 kilos. Las tremendas criaturas dejaban a Ostman en paz, pero vigilaban para evitar que huyese. Al fin el buscador de oro logró escapar gracias a su rapé: Ostman tomaba con frecuencia una pulgarada y eso despertó la curiosidad del bigfoot padre, que agarró de pronto toda la provisión y se la zampó de golpe. Le sentó fatal. «Los ojos le daban vueltas y empezó a chillar como un cerdo», informa Ostman. Entonces el bigfoot padre corrió hacia un manantial y bebió y bebió. Ostman aprovechó la confusión para huir y alejarse del valle y de los bigfoots.
Ese mismo año, en Kelso, estado de Washington, cerca del Mount St. Helen, se produjo otro incidente protagonizado por bigfoots cerca de un desfiladero, que, debido a ese suceso, hoy se conoce con el nombre del cañón Ape («el cañón del mono»). Cinco hombres se tropezaron allí con cuatro misteriosos «diablos de montaña», cuyas huellas conocían desde hacía años. Al parecer mataron de un tiro a uno de ellos, pero no pudieron recoger su cuerpo porque se precipitó por el desfiladero. La noche siguiente los enfurecidos «diablos» supervivientes aterrorizaron a los hombres: bombardearon la cabaña en la que dormían con una lluvia de piedras grandes y pesadas, sacudieron las paredes y arrancaron de ellas enormes trozos de madera, anduvieron por encima del tejado intentando entrar, pero en vano. La ominosa situación se prolongó durante toda la noche. Los hombres disparaban continuamente a la oscuridad. Según sus declaraciones, los «diablos» atacantes eran criaturas «antropomorfas» con orejas y rostros peludos, brazos largos y fuertes, nariz chata y un peso entre 250 y 350 kilos.
No todos los que se encontraron con un sasquatch fueron atacados de esa forma, aunque al fin y al cabo los hombres del cañón Ape también fueron culpables de aquella noche infernal, pues habían abatido a la criatura sin motivo alguno. Rory Zoerb, por ejemplo, vivió otras experiencias con el misterioso gigante: en 1993 recorrió el norte de California en busca de un bigfoot. «Allí los bosques son lo bastante grandes como para jugar al escondite con el ejército entero de los Estados Unidos. Densos bosques cubren la tierra hasta donde alcanza la vista. Y en algún lugar ahí dentro viven esas criaturas», escribe Zoerb en un informe en Internet.
Tras una prolongada búsqueda por los bosques llegó el momento: «Observé un par de ojos que me miraban fijamente». Zoerb estaba seguro: no pertenecían a un oso o a un puma, ni a un búho, ni tampoco a un ciervo. Lo que le miraba fijamente tenía que ser un bigfoot de unos 350 kilos de peso. ¿Cómo habría sido su vida? ¿Cómo sería su relación con los humanos? ¿Sentiría rencor hacia ellos? Todos estos pensamientos le pasaron a Zoerb por la cabeza mientras contemplaba al gigante. «Cuanto más tiempo lo miraba a los ojos, con mayor claridad veía un alma amistosa, inteligente».
Todas estas anécdotas asombrosas pertenecen al permanente acervo de fábulas sobre los bigfoots. ¿Se trata de fantasías de hombres que han vivido demasiado tiempo solos en las montañas, de ensoñaciones de lunáticos que pretenden darse importancia? Para el antropólogo Grover Krantz, de la Washington State University, el gran número de vestigios y relatos son prueba suficiente de que verdaderamente algo mora en los bosques: el bigfoot. Este científico sacrificó incluso su carrera a esa convicción, de la que sus colegas se burlaban. Krantz considera al bigfoot un gigantesco primate, el sucesor del Gigantopithecus, el mayor mono que ha vivido jamás sobre la Tierra y que se extinguió en el sureste asiático hace unos 200.000 años.
Giganto, como llaman algunos casi con ternura al mono gigante, sería ciertamente un digno antepasado del misterioso bigfoot, no solo por su envergadura, sino también por la insólita historia de su descubrimiento y de la atrevida reconstrucción de este animal, pues fue un maquillador de Hollywood, junto con un paleoantropólogo —un investigador del hombre primitivo, por tanto—, quien a partir de unos cuantos restos construyó un modelo a escala natural del simio gigante.
Al principio solo contaban con un diente. Ralph von Königswald, un paleoantropólogo alemán, hurgaba en 1935 en una farmacia china de Hong Kong buscando «dientes de dragón», fósiles que, al igual que el cuerno de rinoceronte, forman parte del acervo de la medicina tradicional china. El paleoantropólogo alemán solía distraerse asignando esos dientes a animales prehistóricos, porque los dientes revelan a un experto numerosos datos sobre su poseedor. Entre los dientes de esos «dragones» prehistóricos, Von Königswald encontraba asimismo en reiteradas ocasiones los de hombres primitivos, y eso era justo lo que él buscaba.
Pero esta vez el investigador sintió un escalofrío. Ante él tenía un molar formidable: igual que uno humano, pero casi del tamaño de una nuez. Tenía que pertenecer a un gigante, al mayor primate que haya existido jamás. Von Königswald se quedó fascinado: había descubierto restos de una especie desconocida. Y tras encontrar durante los años siguientes en farmacias chinas otros tres dientes de parecido tamaño, proclamó una nueva especie dándole el nombre de su fallecido colega Davidson Black: Gigantopithecus blacki, «el mono gigante de Black».
Los valiosos dientes sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial en una botella de leche que Von Königswald había enterrado en un patio trasero de Java antes de ser hecho prisionero por los japoneses al considerarlo erróneamente holandés. Sin embargo, antes había enviado vaciados en yeso al anatomista Franz Weidenreich. Este no atribuyó esas copias de dientes a un mono enorme, sino a un ser humano gigantesco. Porque desde el descubrimiento en Java de cráneos del Homo erectus de inusitado tamaño, Weidenreich creía que la evolución humana había atravesado un periodo de gigantismo. Giganto era su mejor demostración al respecto. Tras la Segunda Guerra Mundial esta opinión —basada en los vaciados en yeso de aquellos cuatro dientes— estaba muy difundida.
En 1956 otros hallazgos rebatieron la creencia en el hombre gigante: un labrador chino que buscaba huesos de dragón en la cueva de Liucheng se topó con una mandíbula descomunal que albergaba los típicos dientes de Giganto. Más tarde se descubrieron allí otros dos maxilares y casi mil dientes sueltos, de una antigüedad aproximada de un millón de años. Y todos estos fósiles pertenecían inequívocamente a antropoides. Por eso en la actualidad Giganto se considera un pariente del orangután.
El Gigantopithecus blacki no apareció hasta hace aproximadamente un millón de años y era natural de China y Vietnam. Pero tenía un primo en la India: el Gigantopithecus giganteus, de seis millones de años de antigüedad. En 1968 se encontró un fragmento de mandíbula suyo en el norte de la India del que se deduce que solo alcanzaba la mitad de altura que el «mono gigante de Black». La especie más grande es, por tanto, la más reciente; por ello se cree que los monos gigantes se volvieron cada vez más colosales en el transcurso de su evolución (como revelan también los hallazgos de hace unos 300.000 años del Wuming chino). Quiere esto decir que Giganto era un típico hijo de su tiempo, pues todos los continentes albergaron durante el Pleistoceno una «megafauna» de distintos grupos de mamíferos: perezosos gigantes y armadillos gigantes, mamuts, ciervos colosales; todos ellos herbívoros que, debido a su tamaño, apenas debían temer a los depredadores.
También Giganto era vegetariano. Sus dientes permiten conocer su dieta: su robusta mandíbula le permitía triturar plantas duras y fibrosas. Algunos dientes contenían incluso restos de comida adheridos: los denominados fitolitos, que son cristales de células vegetales microscópicos. Basándose en estas partículas, científicos del equipo del paleoantropólogo Russell Ciochon determinaron en 1988 que Giganto se alimentaba de bambú y de frutos de la familia de las moreras.
En un gesto de audacia, Ciochon y el antiguo maquillador de Hollywood Bill Munns cubrieron en 1989 por primera vez de «carne» al mono y construyeron alrededor de la mandíbula y de los dientes una reproducción lo más fiel posible, basándose en todo tipo de «fundadas suposiciones». El poseedor de una dentadura tan formidable debía de tener asimismo unos poderosos maseteros y un cráneo en consonancia. Como modelo utilizaron sobre todo al orangután. Ciochon y Munns calcularon para un macho de Giganto «medio» un tamaño hipotético del cráneo de 45 centímetros desde el mentón a la coronilla (en el macho adulto de gorila mide 25 centímetros).
Pero un cráneo gigante necesita igualmente un cuerpo gigantesco: estaba claro, por tanto, que Giganto —aunque solo fuera por su tamaño— tenía que haber vivido en el suelo. Ciochon y Munns ya no podían, pues, aprovechar mucho del orangután, que, con sus largos brazos, se balancea de árbol en árbol. En consecuencia, recurrieron al gorila y al papión gigante extinguido, el Theropithecus. De sus cálculos y extrapolaciones dedujeron que Giganto pesaba 550 kilos y medía, erguido, 3 metros. (Un gorila macho alcanza 1,85 metros y pesa apenas 300 kilos).
En cuanto a la piel, los reconstructores se inspiraron en los primates del sureste asiático: el orangután y los monos dorados chinos tienen el pelo de color rojizo dorado. ¿Por qué no podía haber tenido Giganto un pelaje igual? Al fin y al cabo vivía en el mismo hábitat. Modelos posteriores del mono gigante muestran incluso cómo podría haberse movido: el gigante bambolea las caderas, parpadea… y brama y gruñe. Pero —mal que le pese a la fantasíaera imposible deducir todos estos datos de los dientes. «Verdaderamente esto, más que historia natural, es teatro», reconoce Bill Munns.
Sin embargo Giganto, si era necesario, podía volverse en ocasiones muy salvaje. El anatomista australiano Charles Oxnard dedujo estos rasgos de conducta del minucioso análisis de 735 dientes que le cedieron para su estudio. Los dientes de Giganto se podían dividir en dos tipos: asignó los más grandes a los machos y los más pequeños a las hembras. Las diferencias entre sexos eran mucho mayores que en otros primates, un indicio de que los machos libraban violentas luchas por las hembras.
Pero ¿por qué desapareció Giganto hace 250.000 años casi de improviso tras haber vivido seis millones de años en el sureste asiático? Quizá por entonces, aventura Ciochon, desapareció gran parte del bambú y los monos gigantes ya no pudieron cubrir sus necesidades alimenticias. Al mismo tiempo, también desapareció en vastas zonas de esta región otro comedor de bambú: el panda blanquinegro, un contemporáneo de Giganto, se retiró a algunos rincones remotos de China en los que ha sobrevivido hasta nuestros días.
Posiblemente también el hombre primitivo Homo erectus contribuyó a la extinción del mono gigante. Ambas especies coexistieron en China y Vietnam durante varios centenares de miles de años. No está demostrado que el hombre primitivo cazase al colosal antropoide. Pero es posible que el Homo erectus, que en esta región seguramente también dependía del bambú como base de su subsistencia, superase con sus habilidades técnicas a Giganto en una época de escasez de alimento y contribuyese a su desaparición dejándole menos comida disponible.
La reconstrucción del mono gigante, de su aspecto y de su estilo de vida a partir de tan solo cuatro huesos maxilares y unos mil dientes es un ejemplo típico del rompecabezas que los paleontólogos se ven obligados a recomponer una y otra vez. Los investigadores del hombre primitivo tienen que deducir a veces a partir de fragmentos de un maxilar de millones de años de antigüedad, de un cráneo o de dientes aislados datos sobre más de cinco millones de años de historia de la humanidad y reconstruir una imagen lo más armónica posible de los tipos humanos anteriores. Por tanto, cada hallazgo, cada detalle nuevo puede revolucionar la idea de una especie. No es de extrañar, por consiguiente, que la audaz reconstrucción del mayor mono de la Tierra tuviera una enorme repercusión.
Tras publicar los resultados de su investigación, Ciochon recibió cartas de veteranos americanos: durante la guerra de Vietnam todos ellos afirmaban haber visto en la selva antropoides de un tamaño desmesurado y haberlos tenido delante. ¿Había sobrevivido Giganto? Una y otra vez se habla de él como antepasado de misteriosos hombres mono, aunque no descubiertos hasta la fecha: como antepasado del yeti, el «abominable hombre de las nieves» del Himalaya, o del bigfoot.
Pero por desgracia no existe demostración alguna de esta apasionante hipótesis, ni siquiera un mísero diente. No obstante, a falta de pruebas sólidas, en ocasiones también la simple lógica permite deducir hechos irrefutables. El antropólogo Grover Krantz sigue convencido de que el mono gigante americano de pies grandes existe, y sabe también cómo bigfoot, alias Gigantopithecus, cambió en su día de continente: el mayor mono de la Tierra, único primate que vive en Norteamérica, aparte del hombre, aunque todavía no haya sido oficialmente descubierto, llegó por supuesto a través del estrecho de Bering. En las glaciaciones, con el descenso del nivel del mar, ese puente de tierra unía la masa continental asiática con la americana Alaska. Numerosas especies de animales pasaban de ese modo de un continente a otro; los primeros pobladores humanos de América posiblemente alcanzaron también por ese camino el «nuevo mundo». Y el sasquatch emigró de la misma manera a Norteamérica, opina Grover Krantz, aunque hasta ahora no disponemos de hallazgos fósiles que lo corroboren.
Burlarse de su teoría es fácil; por el contrario, explicar quién o qué se oculta bajo la enorme piel hirsuta es bastante más difícil. ¿Quién aparece en los más apartados rincones del macizo de Cascade con un disfraz peludo de primate y asusta a excursionistas solitarios? ¿Quién lleva décadas dejando las huellas de unos pies descomunales en lugares despoblados por los que no transita una sola persona durante meses y meses? Las huellas de oso son claramente distintas de las de los bigfoots. Hasta ahora las huellas son absolutamente inexplicables. Solo en Walla Walla (estado de Washington) se descubrió en 1991 un rastro de bigfoots de varios kilómetros compuesto por 5.800 huellas distintas, muy sorprendentes, únicas y abundantes en detalles. En 1970, cerca de Bossburg, también en el estado de Washington, un bigfoot adulto cojeaba del pie derecho al que le faltaba un dedo. El izquierdo, por el contrario, era normal. En otros rastros se observa cómo un bigfoot ha resbalado en el barro y sus dedos se han hundido más profundamente, marcándose la huella no solo por la planta sino también por el lateral.
Algunos investigadores del bigfoot pretenden distinguir en los vaciados en yeso de las huellas finas muescas de rayas dérmicas (comparables a las huellas dactilares). Uno de ellos, Henner Fahrenbach, ha medido en total 551 vaciados en yeso realizados en un periodo de cuarenta años: la distribución longitudinal responde justo a la curva de Gauss, como cabría esperar en una población que tiene existencia real. Dicho de una manera más sencilla: hay bigfoots con pies muy pequeños, muy grandes y medianos, y estos últimos son los más frecuentes. «¿Cómo explicar semejante resultado si no se tratase de huellas auténticas de un ser real? Al fin y al cabo las huellas de pisadas fueron recogidas de manera independiente por varios cientos de personas a lo largo de cuarenta años. De haber sido una falsificación, sería muy improbable que el conjunto de huellas respondiese con tanta exactitud a la curva de Gauss», opina Fahrenbach.
Pero eso no es todo: las huellas parecen seguir también una «regla fundamental» biológica, la regla de Bergmann, que se aplica a los animales de sangre caliente (mamíferos y aves): cuanto más fría es la zona, mayor es el tamaño de esos animales. Esto ofrece ventajas, porque un cuerpo grande, en comparación con la masa global de un animal, tiene una superficie más pequeña y, por ello, pierde menos calor. Por eso en las regiones nórdicas o más frías un mayor tamaño constituye una ventaja desde el punto de vista energético. De acuerdo con esto, los mamíferos que viven en el norte, ciervos, lobos y osos por ejemplo, y las aves como los búhos reales o los frailecillos son casi siempre más grandes que los que viven en el sur. En las huellas de pisadas de bigfoots también se observó este fenómeno. La longitud media de las improntas cambia de sur a norte (de unos 37 centímetros en California hasta 46 centímetros en Canadá). Si extrapolamos estos datos, vemos que la estatura de los monos gigantes desconocidos aumenta en la misma dirección desde unos 2,20 metros en el sur hasta 2,60 metros en el norte.
Por tanto, las huellas de pisadas del ser misterioso inmortalizadas en yeso permiten deducir conocimientos asombrosos. Todo eso ¿podría ser una falsificación, una invención planificada y practicada durante décadas? «Imposible», responden los que creen en el bigfoot y presentan de buen grado fotografías y filmaciones como pruebas adicionales. De esas tomas existen muy pocas: todas ellas recogen figuras misteriosas, grandes y corpulentas, borrosas y poco nítidas en la oscuridad del bosque, a la luz del crepúsculo. A pesar de todo, durante años los fans del sasquatch consideraron la llamada «película Patterson» una prueba irrefutable de la existencia del simio gigante.
El 20 de octubre de 1967, Roger Patterson cabalgaba junto con Bob Gimlin siguiendo el curso del Bluff Creek, un río del norte de California situado «en el corazón del país de los bigfoots» (in the heart of bigfoot country), como hábilmente se comercializa la región desde entonces con vistas al turismo. Allí se habían hallado años antes continuas huellas del sasquatch. Patterson y Gimlin iban en busca de tales huellas, y quizá incluso del bigfoot de carne y hueso. Y la suerte los acompañó: cuando inspeccionaban bancos de arena junto al río, un animal oscuro que se ocultaba allí saltó de repente. Los caballos se espantaron, Patterson logró coger deprisa la cámara y, mientras corría, grabó esas famosas tomas que son o bien «las más importantes tomas de la vida salvaje que se hayan hecho jamás», como alguien dijo una vez, «o un colosal fraude de excelente factura».
Las imágenes muestran un ser pesado, macizo, completamente cubierto de pelo, que camina erguido, una hembra que huye hacia el bosque con peculiar paso bamboleante y gira una vez la cabeza para mirar a la cámara. Se analizaron las 952 tomas individuales que componen la película; la controversia al respecto aún perdura. La criatura se parece demasiado a una persona disfrazada de mono, a pesar de que los pelos de la piel caen con absoluta naturalidad. Los estudiosos del bigfoot como Grover Krantz, por el contrario, consideran convincentes los curiosos andares de la criatura: ninguna persona sería capaz de moverse así durante un trecho tan largo.
Pero en 1998 un equipo cinematográfico de la BBC copió con convincente autenticidad la sensacional película de Patterson con un actor disfrazado, demostrando de ese modo que esas tomas eran muy probablemente una falsificación, una hábil escenificación de Roger Patterson que podría haber utilizado a su incauto acompañante Gimlin como testigo imparcial. Pero ¿por qué se comportaría de esa manera? Patterson llevaba ya mucho tiempo buscando al bigfoot y, en cualquier caso, más tarde vendió a buen precio las espectaculares tomas. Según esto, al menos la hembra sasquatch de Bluff Creek sería un espectáculo perfecto, el disfraz de piel hirsuta podría rivalizar plenamente con el modelo de Giganto reconstruido en los talleres de Hollywood. A quien le desilusione esta visión desmitificadora del fenómeno le quedan todavía las innumerables huellas en los bosques que no tienen explicación para seguir aferrándose a lo increíble.
Por ello el misterio bigfoot sigue en auge: así la Western Bigfoot Society, la Bigfoot Field Researchers Organization y el Sasquatch Research Project recopilan todo lo que podría demostrar la existencia del misterioso simio gigante. En Internet ofrecen consejos que deben observar siempre los buscadores de bigfoots, pues el bigfoot es el «monstruo con el que uno se puede topar», por lo que es necesario ir armado: hay que llevar siempre una cámara fotográfica preparada, pues nada es más frustrante que toparse con un bigfoot de improviso y no tener la cámara lista para disparar; se aconseja llevar bolsas de plástico y pinzas para recoger todo lo que llame la atención (pelos desconocidos, excrementos) y sobre todo observar los rastros, troncos y ramas rotos, pues al bigfoot le gusta partirlos por aburrimiento. Y quien quiera saber cómo suena un sasquatch no tiene más que pinchar en Internet Bigfoot-Soundrecordings para escuchar los poderosos aullidos del mono gigante durante la noche. Por supuesto originales.
«El bigfoot existe», opina Richard Greenwell, secretario general de la International Society for Cryptozoologie, que exhibe en su oficina una impresionante colección de huellas de bigfoot. Porque ¿a quién le gustaría exponerse al ridículo por un mono gigante? ¿Quién se tomaría la molestia de falsificar todas esas huellas? «Los lunes, miércoles y viernes estoy firmemente convencido de su existencia. Pero los martes, jueves y sábados no me cabe en la cabeza que el mayor primate del mundo haya permanecido oculto para la ciencia tanto tiempo precisamente en la civilizada Norteamérica. Los domingos, sin embargo, me tomo un descanso… y no me manifiesto sobre este problema».
A pesar de la incertidumbre sobre la existencia del mono gigante, en el conducto de Washington de Skamania se tomaron todas las precauciones: allí el bigfoot fue protegido en 1969. Quien dispare a uno de los raros hombres mono con premeditación y alevosía se enfrenta a mil dólares de multa o a un año de cárcel. ¡Y es que el bigfoot no puede morir!
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