Cuando los animales reinaban en la Tierra, eran muy fieros y sedientos
de sangre, y mataron a todos los seres humanos que entonces
llenaban los bosques, excepto una doncellita y su hermano, que vivían
muy apartados. El hermanito era muy pequeño de tamaño, pero ella
poseía una estatura normal y por lo tanto era mucho más grande que
él. Por esta ventaja en el tamaño, ella se veía obligada a realizar todas
aquellas labores que les permitían subsistir.
Una mañana de invierno la joven doncella dijo a su hermano que
ella lo dejaría en la casa cuando marchara a los bosques para buscar la
comida.
El día llegó y ella dio a su hermano un arco y algunas flechas y le
dijo que se escondiera bien hasta que viera llegar el pájaro de las nieves,
el cual vendría a picar los gusanos que ella le había dejado en un
tronco cercano.
-Cuando el pájaro aparezca -le dijo-, coge el arco y tírale las flechas.
Y
tras decirle esto, lo dejó bien escondido, y se marchó.
El joven hermano obedeció cuanto le indicara su hermana, pero no
tuvo suerte. El pájaro vino, le disparó la flecha y no lo tocó.
Cuando su hermana regresó y supo lo sucedido le aconsejó que no
se descorazonara, y le permitió ejercitarse con su arco y su flecha.
Al día siguiente, la muchacha marchó otra vez a los bosques y su
hermanito quedó esperando al pájaro. Lo vio y le lanzó una flecha y,
para su gran goce, lo alcanzó, y cuando su hermana vino al anochecer
se lo mostró orgullosamente.
-Mi hermana -le dijo-, me gustaría que le quitaras la piel a este
pájaro, y a todos los otros que yo vaya matando, y así, cuando tenga
muchas pieles, me harás un lindo abrigo con ellas.
-¿Y qué haremos con el cuerpo? -le preguntó la hermana. Esto se
lo preguntaba porque entonces todavía la gente no se alimentaba de los
animales.
-Córtalo en dos partes -le respondió- y echa una parte en el potaje
de hoy y otra en el de mañana.
El muchacho era sabio, aunque de corta estatura.
Y así se hizo. Y el muchacho siguió cazando pájaros hasta el número
de diez, y con sus pieles la hermana le hizo un pequeño abrigo.
-Hermana -le dijo un día-: ¿estamos solos en el mundo? ¿Nadie
como nosotros vive?
Debe de haber otros viviendo -le respondió su hermana-, pero es
que estamos rodeados de fieras y no debemos acercamos a ellas al ir en
busca de nuestros iguales.
Estas palabras inflamaron la curiosidad del jovenzuelo, quien determinó
explorar el país para ver si encontraba algún semejante. Y se
lanzó a caminar por un largo tiempo, y no encontró a nadie. Como se
sintió cansado se echó a reposar en un sitio donde el sol había licuado
la nieve. Allí se quedó dormido.
Mientras dormía, el Sol despidió tanto calor que el muchacho se
quitó su abrigo de piel de pájaro, y cuando despertó el abrigo estaba
seco y roto. Enseguida se enfureció y culpó al Sol de la pérdida de su
amada prenda.
-¡No creas que estás muy alto! -gritó al Sol-. ¡Me voy a vengar de
ti!
Al retomar a su casa le contó a su hermana lo que le había ocurrido,
entre grandes lamentaciones. No quiso comer, se echó en el suelo y
permaneció durante diez días durmiendo de un solo lado; despertó entonces,
se volvió del otro lado, y así estuvo echado diez días más.
Cuando se levantó, le ordenó a su hermana que construyera un lazo,
porque intentaba atrapar al Sol. Ella le respondió que no contaba con
nada adecuado para ello. Solamente tenía un pedazo de tendón seco de
venado, con el cual podía formar un pequeño lazo corredizo, pero ella
no creía que esto pudiera servirle. Entonces la muchacha tomó mechones
de sus pelos y fabricó una soga con ellos; pero tampoco esto servía
para un buen lazo capaz de atrapar al Sol.
Entonces ella salió de la cabaña y, mientras estaba sola, musitó estas
palabras indias: «Neow obewy indapin», y empezó a trenzar el cabello
hasta lograr una cuerda muy fina. Se la llevó a su hermano y éste comprendió
al momento que tenía la cuerda que necesitaba. La llevó a su
boca, y tan pronto como la mojó la cuerda se tomó de metal.
Salió de su cabaña a la medianoche con el fin de sorprender al Sol
cuando éste comenzara a levantar.
En cuanto el primer rayo del Sol tocó la Tierra, el joven tiró su lazo
y lo alcanzó, y el Sol quedó atrapado tan fuertemente por la cuerda que
no pudo levantarse para emprender su viaje por el cielo.
Entonces los animales que gobernaban la Tierra sintieron una gran
conmoción. No tenían luz y su consternación fue tan grande que llamaron
a un Gran Consejo para ver si podían hallar soluciones a tan grave
problema.
Se discutió sobre quién pudiera ir a cortarle la cuerda al Sol. Esta sería
una hazaña muy difícil, porque los rayos del Sol quemaban a todos
los que se le acercaban. Entonces la lagartija dijo que ella haría tan riesgosa
tarea. La lagartija era entonces el más grande animal del mundo,
pues tenía el tamaño de una montaña. Y salió rumbo al Sol.
Cuando llegó al lugar donde el Sol se hallaba enlazado, su lomo
humeaba por el intenso calor, hasta que finalmente éste fue reducido a
cenizas. Pero la lagartija perseveraba en sus esfuerzos y cortó en dos la
cuerda con sus dientes, liberando al Sol. Pero ella quedó muy reducida
de tamaño con el fuego, y así ha permanecido. Y se le puso por nombre
Kug-e-been-gua-kwa, que quiere decir mujer ciega.
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