viernes, 1 de marzo de 2019

El seminarista Zatika

Hace varios siglos, los estudiantes del País Vasco iban a estudiar a Salamanca.

  Y como es natural, esto costaba mucho, y pocos podían hacer tan largo desplazamiento.

  En el barrio Zatika, que está encima de Lequeitio, una viuda tenía un hijo muy piadoso que quería ser sacerdote. Su madre, viendo el deseo del hijo, reunió dinero de aquí y de allá y con grandes apuros mandó a su hijo a Salamanca. Y todos los años, aunque le costaba mucho, mandaba el dinero para pagar el hospedaje. Pues habréis de saber que, antiguamente, los seminaristas no estaban internos en los Seminarios. Vivían de patrona en una posada, cada cual en la que podía pagar, e iban mañana y tarde a la Universidad a estudiar.

  Faltándole muy poco para terminar su carrera, se le murió la madre a Zatika. ¡Qué gran desgracia! Y máxime cuando tenía un montón de deudas y esperaba pagarlas con el dinero que mandase su madre.

  ¿Qué hacer? ¿Qué no hacer? El pobre Zatika no hacía más que darle vueltas en la cabeza al asunto, y cada vez estaba más preocupado. Un zapatero le reclamaba el importe de la compostura de sus zapatos. La deuda era pequeña, seis maravedíes, pero el zapatero le perseguía constantemente reclamándole los seis maravedíes.

  Y cuando, en la fonda donde se hospedaba le dijeron que si no pagaba el mes no le darían más ni comida ni cama, el pobre Zatika sintió que se le iban las fuerzas y, desmayándose, cayó cuan largo era en tierra.

  En aquellos días había en Salamanca una epidemia de cólera, y constantemente caían las personas como fulminadas por el cólera. Así que no extrañó el desmayo de Zatika; antes bien: supusieron que se había muerto de la peste. Y cargándole en un carro se lo llevaron al cementerio, donde le dejaron en el depósito de cadáveres para enterrarlo al día siguiente.

  Mas el zapatero, cuando se enteró que el seminarista Zatika se había muerto y ya no le pagaría sus seis maravedíes, montó en cólera:

  —Pues yo me tengo que cobrar de alguna forma —dijo.

  Y como sabía que a los muertos les encendían una vela en el depósito, decidió:

  —Me cobraré en luz. En vez de trabajar en mi casa a la luz de mi vela, gastándola, iré al depósito y trabajaré a la luz de la vela de Zatika.

  Y dicho y hecho. El zapatero se trasladó con todos sus bártulos al depósito de cadáveres y allí, junto al cuerpo sin movimiento de Zatika, se puso a trabajar.

  En esto oyó ruidos muy raros y corrió a un rincón a esconderse. Era una cuadrilla de ladrones que había asaltado un Banco y con su botín, iban al depósito de cadáveres para repartir lo robado, pensando que allí nadie les molestaría.

  Vaciaron el saco con las onzas de oro que habían robado y fueron haciendo tantos montones iguales de monedas, como ladrones había.

  —Una para este, otra para el otro, otra para el de más allá, otra para ti, otra para mí —iba diciendo el jefe de los ladrones, al mismo tiempo que iba echando las monedas en los montones.

  En esto despertó el seminarista Zatika quien, al oír a los ladrones, se dio cuenta de la clase de gente que eran y siguió quietecito sin moverse.

  Al terminar la repartición, quedó una onza que todos querían.

  —Me corresponde a mí —decía uno— por haber tenido la idea de asaltar el Banco.

  —Sí; pero yo fui el que entró primero —contestaba otro.

  Y al ver que estaban a punto de reñir, el capitán de los ladrones dijo:

  —Soy de la opinión que la onza sea para el que le corte la punta de la nariz al cadáver que yace ahí.

  En cuanto Zatika oyó aquello, se sentó de golpe y gritó:

  —¡Ánimas del Purgatorio! ¡Ayudadme!

  Al ver a quien ellos creían muerto, resucitar, los ladrones, llenos de miedo, echaron a correr, abandonando los montones de onzas de oro.

  Zatika, en cuanto vio que los ladrones huían, saltó del féretro y comenzó a llenarse los bolsillos de onzas de oro.

  En esto apareció el zapatero, que estaba escondido y había visto y oído todo, y le dijo:

  —Zatika, me tienes que dar la mitad del oro, si no llamaré a los ladrones que vuelvan.

  —Bueno —dijo Zatika—. Toma la mitad.

  Cuando acabaron de llenar sus bolsillos y faltriquera con las monedas, se le ocurrió a Zatika que los ladrones volverían, y en seguida, en busca del dinero que habían abandonado.

  —Tenemos que escondernos, pues los ladrones, una vez se les pase el miedo, vendrán corriendo por su oro.

  Y fueron al rincón donde había estado antes el zapatero y se escondieron.

  Y a tiempo, pues en aquel momento entró un ladrón quien, mirando a todas partes, fue avanzando hacia el féretro.

  Mientras estaban metidos en aquel agujero, el zapatero empezó a acordarse de los seis maravedíes que le debía Zatika.

  Y sin poder contenerse, empezó a gritar como solía hacer por las calles cuando le veía a Zatika:

  —¿Mis seis maravedíes? ¿Dónde están mis seis maravedíes?

  Al oír aquello, el ladrón apretó a correr y salió afuera, donde aguardaba el resto de la banda.

  —¿Qué? —le preguntaron.

  —Deben estar allí todas las ánimas del Purgatorio, pues de todo el capital que hemos dejado, solo le ha tocado a cada uno seis maravedíes. Y alguno los reclama, pues no se los quieren dar.

  —Huyamos pues. No sea que nos cojan.

  Y los ladrones se marcharon dejando a Zatika y al zapatero. Zatika, así, pudo terminar su carrera, y el zapatero poner una tienda hermosa.

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