En tiempos del rey Alfonso X el Sabio, el conde de Lemos, don Beltrán de Castro,
hombre de genio pronto pero de alegre carácter, gran cazador y aficionado a la buena
mesa, tuvo que alejarse de su castillo de Monforte con sus caballeros para ayudar al
monarca en su lucha contra los moros, en tierras andaluzas.
El conde, que era viudo, tenía una hija llamada Elvira, doncella muy joven y
hermosa, a la que amaba por encima de todas las cosas, y antes de partir a tierras tan
lejanas encomendó a don Ramiro, abad del cercano monasterio de San Vicente del
Pino, que velase por ella, pues no tenía otra ayuda cercana que la de una vieja aya. El
abad, que era hombre muy respetado y piadoso, y de quien los rumores aseguraban
que acabaría siendo designado obispo de Santiago de Compostela, prometió muy
solemnemente que así lo haría.
Mucho tiempo tardó el conde en regresar, pero cuando lo hizo percibió enseguida
una extraña actitud entre las gentes de sus dominios, que se mostraban apartadizas al
paso del las tropas, cuando no se escondían. Al llegar al castillo, el conde supo la
causa de aquella disposición. Allí estaban el abad don Ramiro, muy cariacontecido, y
la vieja aya, que rompiendo a llorar a voces le comunicó que su hija Elvira había
fallecido pocas jornadas antes.
La muerte de su hija llenó de dolor al conde, que durante el tiempo de su campaña
no había dejado de recordarla, buscando para ella las telas más bellas, los más raros
instrumentos musicales y todos los objetos y joyas que, a su juicio, podían distraerla
en el viejo castillo. Amontonados en la sala, los fardos en que se guardaban aquellos
regalos eran testigos grotescos de una promesa de alegría que había resultado
lacerante dolor, y el conde ordenó que los quemasen, y se pasaba los días casi en
ayunas, sentado en la habitación que había sido de su hija, con la vista perdida en la
arboleda que rodeaba el castillo, cada vez más amarilla con el avance del otoño.
Un día, un servidor llegó hasta don Beltrán para pedirle que lo acompañase. La
vieja aya de Elvira estaba muriéndose y quería hablar secretamente con su señor. Y
de labios de aquella mujer sollozante supo don Beltrán que la muerte de su hija no
había sido causada por una súbita enfermedad, como le habían hecho creer a su
llegada, sino por un bebedizo que la había envenenado. La vieja ya expiraba, pero
antes del último estertor pudo añadir que en la administración de aquel brebaje
estaban enredados el abad don Ramiro y una vieja de la comarca, acaso meiga,
famosa por su conocimiento de las hierbas del monte.
Ansioso por conocer toda la verdad del asunto, el conde cabalgó hasta la cabaña
de la vieja. Cuando ésta reconoció a don Beltrán, mostró la consternación de quien ve
cumplirse una fatalidad esperada y, sin aguardar siquiera a que el conde la
interrogase, acusó a don Ramiro de haber utilizado sin cuidado un bebedizo que ella
le había preparado, destinado a adormecer a la doncella, no a quitarle la vida. Luego,
En tiempos del rey Alfonso X el Sabio, el conde de Lemos, don Beltrán de Castro,
hombre de genio pronto pero de alegre carácter, gran cazador y aficionado a la buena
mesa, tuvo que alejarse de su castillo de Monforte con sus caballeros para ayudar al
monarca en su lucha contra los moros, en tierras andaluzas.
El conde, que era viudo, tenía una hija llamada Elvira, doncella muy joven y
hermosa, a la que amaba por encima de todas las cosas, y antes de partir a tierras tan
lejanas encomendó a don Ramiro, abad del cercano monasterio de San Vicente del
Pino, que velase por ella, pues no tenía otra ayuda cercana que la de una vieja aya. El
abad, que era hombre muy respetado y piadoso, y de quien los rumores aseguraban
que acabaría siendo designado obispo de Santiago de Compostela, prometió muy
solemnemente que así lo haría.
Mucho tiempo tardó el conde en regresar, pero cuando lo hizo percibió enseguida
una extraña actitud entre las gentes de sus dominios, que se mostraban apartadizas al
paso del las tropas, cuando no se escondían. Al llegar al castillo, el conde supo la
causa de aquella disposición. Allí estaban el abad don Ramiro, muy cariacontecido, y
la vieja aya, que rompiendo a llorar a voces le comunicó que su hija Elvira había
fallecido pocas jornadas antes.
La muerte de su hija llenó de dolor al conde, que durante el tiempo de su campaña
no había dejado de recordarla, buscando para ella las telas más bellas, los más raros
instrumentos musicales y todos los objetos y joyas que, a su juicio, podían distraerla
en el viejo castillo. Amontonados en la sala, los fardos en que se guardaban aquellos
regalos eran testigos grotescos de una promesa de alegría que había resultado
lacerante dolor, y el conde ordenó que los quemasen, y se pasaba los días casi en
ayunas, sentado en la habitación que había sido de su hija, con la vista perdida en la
arboleda que rodeaba el castillo, cada vez más amarilla con el avance del otoño.
Un día, un servidor llegó hasta don Beltrán para pedirle que lo acompañase. La
vieja aya de Elvira estaba muriéndose y quería hablar secretamente con su señor. Y
de labios de aquella mujer sollozante supo don Beltrán que la muerte de su hija no
había sido causada por una súbita enfermedad, como le habían hecho creer a su
llegada, sino por un bebedizo que la había envenenado. La vieja ya expiraba, pero
antes del último estertor pudo añadir que en la administración de aquel brebaje
estaban enredados el abad don Ramiro y una vieja de la comarca, acaso meiga,
famosa por su conocimiento de las hierbas del monte.
Ansioso por conocer toda la verdad del asunto, el conde cabalgó hasta la cabaña
de la vieja. Cuando ésta reconoció a don Beltrán, mostró la consternación de quien ve
cumplirse una fatalidad esperada y, sin aguardar siquiera a que el conde la
interrogase, acusó a don Ramiro de haber utilizado sin cuidado un bebedizo que ella
le había preparado, destinado a adormecer a la doncella, no a quitarle la vida. Luego,
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