Las postrimerías del siglo XIII fueron una época convulsa y desdichada. A las
rencillas fratricidas en el bando cristiano se le sumaron terribles epidemias de peste
que asolaron los campos y las ciudades. Hubo una necesidad tan extremada que las
gentes morían en plena calle si nadie que las socorriese. Para paliar en lo posible
aquella terrible contingencia, ordenó el rey de Castilla que todos los pudientes de su
reino, nobles o plebeyos, contribuyeran a un auxilio general.
En la ciudad de Sevilla, se encomendó la recaudación a un capitán de reputación
impoluta llamado Diego de Saldaña. Veterano de las guerras contra los reyezuelos
moros, llevó a cabo su tarea con precisión militar. Realizó un censo de contribuyentes
y los visitó casa por casa. Nadie se opuso a aquella gabela, salvo un judío llamado
Ibrahim quien, sollozando, alegó haber perdido toda su fortuna tiempo atrás y estar
subsistiendo en aquella coyuntura gracias a la caridad de su hermana. Movido por la
compasión, dejó en paz D. Diego a aquel hombrecillo enjuto y macilento en la fría
soledad de su otrora noble casa.
Quiso el destino que una tarde, mientras el capitán paseaba por la ribera del
Guadalquivir, se fijase en los árboles frondosos de una finca. Se acercó D. Diego a
preguntar por el nombre de aquellos árboles a dos rústicos que, a la sazón, cavaban en
las tierras adyacentes.
—Buenas tardes les dé Dios. ¿Sabrían decirme cómo se llaman aquellos árboles
de allí?
—Son tilos, señor capitán —respondieron los gañanes.
—¿Y a quién pertenecen estas feraces tierras? —quiso saber D. Diego.
—Son propiedad del judío Ibrahim, el prestamista —le informó uno de los
campesinos.
Quedó pensativo nuestro capitán ante aquella revelación y, de regreso, decidió
acercarse hasta la casa del judío. Oculto en un zaguán esperó a que la noche cayera y,
cuando creyó que nadie podría advertir su presencia, se acercó hasta una fachada
lateral y trepó por una parra hasta alcanzar el alfeizar de una ventana. Miró al interior
con cautela.
Arrodillado en el suelo a la luz miserable de una vela, el judío Ibrahim contaba
monedas de oro de los montones que se alzaban hasta el techo de la estancia. Cegado
por la codicia, el hombrecillo acariciaba su tesoro como al ser más querido. Absorto
en su fortuna, se arrastraba de un lado a otro para tomar monedas y besarlas antes de
depositarlas en su lugar con un cuidado exquisito.
Indignó a D. Diego aquella visión infame. Procurándose calma descendió del
lugar y se dirigió con paso decidido a su cuartel. Caviló largo rato hasta que decidió
el merecido castigo que debería infligir a aquel hombre avariento y desalmado.
Esa misma noche fue prendido el judío Ibrahim y llevado preso con su fortuna
hasta la Torre del Oro. Allí le aguardaba el capitán, quien ordenó a Ibrahim que
contase las monedas que llenaban la torre. Comenzó el hombrecillo a contar, moneda
a moneda, todo su tesoro. Cuando hubo terminado, levantó la vista implorante hacia
el capitán. Éste señaló las montañas de monedas con gesto admonitorio y ordenó
tajantemente:
—¡Cuenta!
Volvió el judío a contar. Y cuando terminó, la mirada fiera y la voz dura del
militar:
—¡Cuenta!
Desesperado, volvió a contar el hombre una y otra vez, sin distinguir ya los días
de sus noches. Su frente se perló de un sudor frío y sus dedos fueron desgastándose
por el roce continuo del metal. Su sangre comenzó a impregnar las monedas
amasadas con tanta avaricia y una angustia indescriptible se apoderó de su pecho
cuando comprendió que su castigo sería contar su tesoro durante toda la eternidad.
Transcurridos tantos siglos, nadie sabe el final verdadero de esta historia. Unos
dicen que D. Diego terminó perdonando el grave pecado de Ibrahim, mientras otros
sostienen que el avaro judío perdió la cabeza y terminó sus días en la indigencia,
contando guijarros por las orillas del Guadalquivir. Sea como fuere, hay quien
asegura que si en noches de silencio acercamos el oído a las paredes de la torre,
podremos escuchar un tenue lamento y la voz terrible e inmisericorde del capitán
ordenando:
«Cuenta, cuenta, cuenta…».
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