Un hombre poseía un esclavo indio. Lo había educado con mucho cuidado y
había encendido en su corazón la luz del saber. Este hombre generoso había educado
a este esclavo desde su más tierna infancia en las maneras más refinadas. Tenía
también una hija, tan brillante en su belleza como una estrella. Cuando esta última
llegó a la edad de la madurez, muchos hombres vinieron a pedir su mano a su padre,
ofreciendo, en compensación, su peso en oro. Pero el padre se decía:
«Todos los bienes que se me proponen son efímeros. Llegados hoy, pueden
desaparecer esta misma noche. La belleza de los rostros tampoco es algo a tomar en
consideración, pues el menor pinchazo de una espina la hará palidecer. La nobleza no
es tampoco un buen criterio, pues muchos nobles son orgullosos y muchas veces su
familia se avergüenza de ellos. En cuanto a los sabios, están lejos de ser perfectos.
Tienen el saber, pero no el amor de la fe y sus ojos no ven más que la fama».
Así, tras mucha reflexión, confió a su hija a un hombre de fe amado del pueblo.
Dos mujeres le dijeron:
«Este hombre no es ni rico ni noble. ¡Y ni siquiera es hermoso!».
Pero él replicó:
«Es un hombre piadoso y, en este bajo mundo, ¡eso vale más que todos los
tesoros!».
La noticia de este matrimonio se extendió y ofrecieron regalos y tejidos preciosos.
Ahora bien, en esta misma época, el esclavo indio cayó enfermo. Empezó a adelgazar
y a perder sus fuerzas. Los médicos no conseguían descubrir el secreto de su
enfermedad y, sin embargo, la simple razón decía:
«Es del corazón de lo que está enfermo y no se cura el corazón con las pomadas
del cuerpo».
El esclavo no podía, naturalmente, confesar la causa de su enfermedad. Una
noche, su amo dijo a su esposa:
«Pregúntale la razón de su estado. ¡Después de tantos años, eres como una madre
para él y no hay duda de que te desvelará su secreto!».
Al día siguiente, la mujer fue a la cabecera del esclavo y, con mucha ternura, le
acarició la cabeza como una madre afectuosa. Le hizo la pregunta y el esclavo
respondió:
«Nunca había pensado que confiaríais vuestra hija a un extraño. ¿No es
lamentable que la hija de mi amo sea confiada a otro, mientras que el fuego consume
mi pecho?».
A estas palabras, la mujer sintió una gran cólera, pero logró contenerse.
«¿Cómo es posible se decía, que un bastardo indio pueda aspirar a la hija de su
amo? ¡Y decir que confiábamos en él! No era muy digno de ello».
Cuando su esposa lo hubo informado de este estado de cosas, el amo de la casa
dijo:
«Dile que tenga paciencia. Dile que ese matrimonio será anulado y que nosotros
le confiaremos a nuestra hija. Yo me encargo de hacerle cambiar de opinión. No
dudes en disipar sus temores. Excúsate ante él diciéndole que ignorábamos todo de su
amor por nuestra hija y que, a buen seguro, la merece. Así vivirá en un sueño
agradable y los sueños agradables hacen engordar a los hombres. ¡Los animales
engordan con paja y los hombres con honores!».
La mujer dijo:
«Será una gran vergüenza para mí decirle tal cosa, pues no sale mentira de mi
boca. ¿Por qué esto? ¡Deja perecer a ese maldito!
—¡No! ¡No! replicó el esposo. Procúrale ese placer para que se cure. ¡Déjame el
cuidado de sacar el amor de su corazón una vez que su cuerpo esté curado!».
Cuando la mujer hubo transmitido esas promesas al esclavo, éste sintió
desbordarse su alegría y se puso a engordar de nuevo. Su cara recobró su color y dio
gracias a Dios. Sí que se preguntaba de vez en cuando si todo aquello no ocultaba
alguna trampa, pero su amo, para completar la escenografía, invitó a unos amigos
para que vinieran a felicitar al esclavo y desearle buena suerte en su matrimonio. Fue
suficiente para quitarle toda duda y hacer desaparecer los últimos síntomas de su
enfermedad.
Ahora bien, para su noche de bodas, le tendieron una celada. Vistieron a un joven
de mujer y lo adornaron con alheña. Este joven tenía apariencia de pollo, pero era en
realidad un impetuoso gallo.
En el momento de la unión, apagaron las velas y el joven indio se encontró en el
lecho con el joven, mientras que la multitud hacía redoblar el tambor en el exterior. El
indio lanzó gritos y pidió socorro, pero el ruido de la fiesta ahogaba sus llamadas.
Hasta el amanecer, el pobre esclavo fue como un saco de harina lacerado por un
perro. Después, lo llevaron al baño, como se acostumbra con los recién casados. Se
protegió vivamente con sus dos manos y exclamó:
«¡Que Dios proteja al que quiera desposarte, pues, durante el día, eres fresca
como la más bella de las mujeres, pero, por la noche, tu miembro es como el de un
asno!».
¡Eso es! Sucede eso con los bienes de este mundo. Son agradables desde lejos y
siniestros de cerca. Como una recién casada, este mundo está lleno de remilgos, pero,
de cerca, no es más que una vieja consumida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario