En un palacio de oro, allá en lo más alto del cielo, vivía Oba, el dios
supremo de los indios cunas, que habitan en la región de San Blas.
Oba era hermoso, y su corazón latía enamorado por todas las bellas
mujeres que lo rodeaban. Todas aspiraban a conquistarlo y que fuera
suyo exclusivamente. Fue la más afortunada la que le dio un hijo, robusto
y semejante a su padre, que lo hizo feliz por completo.
El niño crecía sano y fuerte, haciendo su vida en los mágicos jardines
del palacio. Su padre lo contemplaba a todas horas. Oba tuvo un
disgusto con la madre de su hijo, y para castigarla, escogió como víctima
a la inocente criatura, sabiendo que así sufriría su madre, que lo
adoraba. Tomó en brazos al pequeño y, transformándolo en pez, lo echó
al río que regaba los jardines del palacio.
Los pececillos del río no recibieron bien al recién llegado. Tendrían
que compartir con él sus alimentos y los lugares escondidos y protectores
entre las piedras del fondo del río. El nuevo pececito era listo y
alegre, y era difícil jugarle una mala pasada. Pero al fin llegó la ocasión,
listaba entretenido en comer sapitos diminutos, cuando los peces más
grandes lo cogieron desprevenido y lo echaron en una olla de agua hirviendo.
Los gritos y gemidos de dolor del pececillo llegaron a oídos de
su padre. Su amor paternal pudo más que el enojo y acudió a salvarlo.
Lo sacó de la olla y lo llevó de nuevo a su palacio, donde volvió a ser
un niño.
Pero era un niño distinto, porque durante el tiempo que permaneció
en el río había crecido mucho. Era tan hermoso y arrogante, que
su padre quedó maravillado. Y quiso darle un destino digno de su alta
jerarquía.
Oba tenía el proyecto de construir un mundo nuevo. Y resolvió
transformar al niño en el Sol y darle el gobierno de ese mundo.
Nada quiso decirle hasta no tener terminada su labor. Empezó por
hacer el cielo, lugar en que su hijo habría de permanecer dominando la
Tierra. Para hacer la Tierra, llamó a dos pequeños seres laboriosos, el
perico-ligero y la perdiz. Les enseñó una masa de color extraño y les
indicó el lugar, extendiendo el brazo, donde tenían que ir colocándola,
poco a poco hasta hacer un mundo nuevo. Todos los días iban los dos
animalitos a buscar la Tierra y a depositarla en el lugar indicado por
Oba. Cuando estuvo terminada la labor, Oba llamó a un paj arillo muy
ligero, el visitaflor, para confiarle un encargo. Le mandó pasearse en
toda la anchura y longitud de la Tierra que acababan de hacer el pericoligero
y la perdiz, y había de hacer el recorrido en el mismo tiempo que
tardara en llegar a su destino el salivazo que Oba iba a lanzar sobre la
Tierra. El encargo fue cumplido con vertiginosa rapidez.
El hijo de Oba fue convertido en el Sol, poderoso dueño de la Tierra
y de su destino. Sus tareas más importantes serían alumbrar y dar
calor al nuevo mundo. Para auxiliarlo en la primera tarea y que pudiera
tener algún descanso, su padre quiso darle un ayudante. Oba buscó y
mezcló los ingredientes para hacer un varón diligente, útil para ayudar
a su hijo. Sus graves preocupaciones lo distrajeron y se equivocó en la
sustancia y en la medida. Por este error, nació un ser femenino: la Luna.
El Sol hizo poco caso de su ayudante, entusiasmado con su cargo de
jefe omnipotente de todo el universo. Organizó los vientos y las lluvias
para atenuar el calor de sus rayos sobre la tierra. Adornó el cielo con
nubes de todos los colores y buscó gusanitos de luz para que brillaran
en las noches claras. Creó luego las plantas adornándolas con hojas y
flores maravillosas, y creó las aves, dotándolas de vistosos ropajes de
plumas de todas formas y colores. Dio la virtud de crear y multiplicarse
a todo lo existente, ya que tanto se había esmerado en crearlo bello.
Después de crear los ríos, quiso hacer otro mayor, en el cual los
demás derramaran sus corrientes. A la orilla de este gran río plantó un
árbol. Al principio era débil; parecía que los vientos iban a doblar su
tallo. Pero el tiempo lo hizo fuerte y resistió muchos años. Creció tanto
que sus ramas llegaron al Sol, interrumpiendo su camino. El Sol, iracundo,
tomó las medidas necesarias para poner fin a tal desacato. Llamó
a las ardillas y les dio el encargo de derribar aquel inmenso árbol.
Las ardillas argumentaron que eran débiles sus fuerzas para tan gran
labor. Pero el Sol les recordó que tenían dientes y que para algo servirían.
Las dos bajaron por las ramas del árbol, hasta la Tierra. Y empezaron
su paciente labor. La ardilla mayor fue herida por una rama que
se desprendió y cayó sobre ella, y no pudo seguir trabajando. La ardilla
pequeña se resguardó de todo accidente y trabajó con tanto afán, que
cuando menos lo pensaba vio terminada la faena. El árbol se desplomó
cuan largo era, haciendo un gran ruido por todo el mundo. La ardilla
comunicó al Sol el final de su empresa y recibió como premio el don de
permanecer erguida sobre sus dos patitas, para tener libres las otras dos
y ayudarse con ellas a roer cuanto le placiera.
El Sol bajó a ver el árbol; y vio cómo su tronco había obstruido
la corriente del gran río, formando un lago inmenso. El hijo de Oba,
impresionado por su obra involuntaria, decidió no salirse de su ámbito,
ni avanzar sobre el resto de la Tierra. Y el mar prometió obedecerle.
En premio a esta sumisión, le ofreció no dejarlo solo. Y creó en su
fondo hermosas plantas y extrañas flores para su adorno; peces grandes
y pequeños que le alegraran con sus juegos y sus amores. Le dio
corrientes de todas clases, frías y calientes, y embelleció las aguas con
variadísimos colores, que sus rayos le llevaban cada día. Del tronco del
árbol caído hizo nuevos seres que vivían indistintamente en el agua y
en la tierra, y así nacieron las tortugas, las iguanas y los lagartos. El
mar, desde entonces, es un verdadero torbellino de seres variadísimos
y sorprendentes. Y para expresar al Sol su gratitud, mueve sus grandes
superficies para hacer sonar un murmullo delicioso que arrulla y conforta
a quienes lo escuchan.
Para que ningún otro árbol tuviera la arrogancia de subir hasta el
cielo, proporcionó a éstos varios enemigos que le restan fuerzas y deshacen
sus pimpollos. Son los gavilanes y los monos y hasta esas diminuías
hormigas que pueden destrozar lo que quieran.
Después de crear todo aquello, el Sol pensó que hacían falta unos
seres distintos y superiores, que pudieran gozar y ser dueños de todo
lo existente. Y pensó en hacer hombres. Con sólo este deseo, en un
abrir y cerrar de ojos aparecieron sobre la Tierra los seres humanos.
Contento de su obra, al contemplarlos, quiso darles las mayores perfecciones.
Para defenderse y ser dueños de todo, era necesario darles
fuerza. Llamó a un hombre y le dijo que pronunciara la palabra carque
(fuerte). Pero el hombre, emocionado y confuso, no comprendió bien,
y no queriendo hacer repetir la palabra al Sol, profirió la palabra muy
(débil). Esta equivocación o falta de decisión del hombre hizo perder a
la humanidad toda el don de la inmortalidad.
Los demás hombres se enfurecieron al saber la torpeza del que fue
elegido para hablar y lo golpearon hasta hacerlo caer en tierra y allí lo
despedazaron y le arrancaron las quijadas. El Sol se compadeció de él
y convirtió el cadáver en un pájaro. Este pájaro es el muy, que cuando
canta va proclamando sus desdichas: «muy, muy, muy».
El Sol estaba satisfecho de su obra, creía haberla hecho completa
y perfecta. Volvió a su palacio en las alturas y no tuvo otra ocupación
que enviar calor y luz al universo. Esto era tan fácil y cómodo para él
que empezó a aburrirse. Recordó que su padre, Oba, le había dado una
compañera para ayudarlo en su tarea mientras él descansaba. Y tuvo el
deseo de ver a la Luna y dar un largo paseo con ella. Fue a buscarla.
Pero la Luna estaba advertida de su llegada y escapó antes que llegara,
evitando su encuentro. Sabía que el Sol no traía buenas intenciones y
era necesario ponerse en guardia y defender sus castos velos. Su carrera
no tenía fin, y huía vertiginosa en cuanto vislumbraba el primer rayo
del Sol que la perseguía. A veces, parecía cansada o conmovida por la
tenacidad y la constancia con que el Sol seguía cortejándola. Pero siempre
encontraba refugio en una nube o en el mar. El Sol se había enamorado
de ella y tan pronto estaba triste como se enfurecía, redoblando la
persecución. Ella se dio cuenta del amor sincero de su perseguidor y le
correspondió tiernamente. Pero su coquetería la dominaba y seguía en
su carrera, gozando en verlo sufrir tras ella; así retrasaba el momento
que ya era inevitable.
Y un día, el momento tan ansiado por el Sol llegó. La Luna, rendida
de amor, cayó en sus abrasadores rayos y quemó en ellos los largos
velos que cubrían su belleza. Su felicidad no es nunca prolongada. Pasados
los breves instantes de un apasionado abrazo, los dos siguen su
camino de luz y resplandores. Pero siempre vuelven a encontrarse y en
su gran dicha olvidan el encargo que Oba les hiciera: la Tierra se oscurece
porque no recibe los rayos del Sol, ni alumbra la Luna.
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