domingo, 24 de marzo de 2019

El Ayamaman (San Martín)

Así cantan en las noches oscuras o de Luna unos pajarillos
en la selva amazónica; más que canto es un lloro triste:
Ayamaman
Huisbeburbuarca.
(«Madrecita muerta,
nos han abandonado»

Cuentan que esos pájaros fueron dos niños: un varoncito
y una mujercita. Su madre había muerto, dejándolos
muy pequeños todavía. Su padre los quería mucho al
principio, pero cambió por completo cuando llevó a otra
mujer a su casa. Esta lo llegó a dominar hasta el extremo
que parecía su esclavo. Ya no se preocupaba por sus hijos
y aquella mujer tenía un odio feroz a los niños, los trataba
con el mayor desprecio y los hacía trabajar más de lo que
podían resistir sus fuerzas. Pero las cosas empeoraron más
cuando esa mujer tuvo un hijo. Entonces, en una ocasión,
después de la comida dijo a su marido: «Oye, somos muy
pobres, vamos a tener más hijos y no vamos a poder vivir
así. Debemos deshacernos de estos tus dos hijos haraganes.
¿Para qué sirven? Solo para comer». El hombre, ante
tamaña proposición, protestó; pero luego accedió como
en todo lo que le pedía su pérfida mujer.
Esta le siguió diciendo: «Mañana muy temprano los
llevarás lejos, bien adentro de la selva, y allí los dejarás».
El varoncito, que en ese momento se encontraba detrás de
la cocina, junto a la pared, oyó toda la conversación. Pero
no contó nada a su hermanita. Por la noche cogió de la
barbacoa dos mazorcas de maíz, las desgranó y llenó sus
bolsillos.
Al siguiente día, apenas amaneció, aquel hombre llevó
a sus hijos al bosque. Cuando habían caminado ya bastante
y se encontraban lejos, muy lejos, les dijo a los muchachos
que él tenía que cortar un palo, que lo esperasen allí
un momentito, y no volvió más. La niña se puso a llorar,
pero su hermano la consoló y la condujo al sitio por donde
habían venido, encontrando los granos de maíz que él fue
regando y que por fortuna, no habían sido comidos por los
animales de la selva.

Al anochecer llegaron a su casa. Su madrastra se encolerizó
y echó la culpa a su marido, diciéndole que no los había
dejado lejos y que debía llevarlos mucho más lejos aún.
Al siguiente día, su padre los llevó hasta una gran distancia
y los dejó detrás de un cerro, engañándoles que lo
esperasen, que iba a regresar pronto.
Los chicos quedaron abandonados. Tigres, víboras,
pasaban por su lado mirándolos, sin hacerles daño. Los
monos, gritando y saltando, Ies arrojaban frutos maduros
desde los árboles, lo mismo que los guacamayos. Los
niños estaban en la selva como en un palacio encantado.
Esta, con sus árboles y animales, los acogió amorosamente.
Había algo de sobrenatural en ello.
Llegó la noche y los niños durmieron bajo una mata de
bomboifaje, cuyas hojas parecen paraguas. En sueños vieron
que una linda mujer, blanca como la Luna, de larga cabellera
color de oro y vestida con ropas transparentes, los cuidaba y
les decía que no tuvieran miedo. Cuando rayó el día se pusieron
a andar por la selva, sin ningún temor, y así vagaron por
muchos días; hasta que una noche se durmieron bajo las aletas30
de un renacoM y soñaron que eran pajarillos y que junto
con otros pajarillos estaban comiendo los frutos rojos del
árbol. En efecto, el hada32 que los cuidaba, para ahorrarles
sufrimientos, los había transformado en pajarillos. Estos, al
encontrarse en esa condición, lo primero que pensaron fue
ir a su casa. Y por la noche, cuando salía la Luna, llegaron a
ella y, posándose en el techo, cantaron a coro, tristemente:
Ayamaman
b uisbcbnrbuarca.
(«Madrecita muerta,
nos ban abandonado»).

Su padre, que estaba sentado en el umbral de la casa,
arrepentido ya de lo que había hecho, se levantó y, como
un loco, les dijo: «Hijos de mi alma, venid...».
Pero ellos volaron a la selva.

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