miércoles, 6 de marzo de 2019

EL ASNO Y EL ZORRO

Un campesino poseía un asno flaco y demacrado que, desde el poniente hasta la
salida del sol, vagaba, lamentable, sin comer nada, por los pedregosos desiertos.
Ahora bien, en estos parajes había un bosque rodeado de marismas, en el que reinaba
un león, gran cazador. Este león se encontraba entonces agotado y malherido como
consecuencia de un combate con un elefante. Estaba tan débil que ya no tenía fuerza
para cazar. Tanto, que él y los demás animales se encontraban privados de alimento.
Estos últimos tenían, en efecto, la costumbre de alimentarse con los restos de la
comida del león. Un día el león ordenó al zorro:
«Ve a cazarme un asno. Busca uno en el prado y arréglatelas para traerlo aquí por
astucia. Comiendo su carne recuperaré fuerzas y me pondré de nuevo a cazar.
Necesitaré muy poco y os dejaré el resto. Practica tus sortilegios y tráeme un asno o
un buey. Emplea cualquier medio a tu conveniencia, pero arréglatelas para que se
acerque a mí.
—Soy tu servidor, dijo el zorro. Estoy en mi terreno cuando se trata de astucia.
Mi camino aquí abajo consiste en guiar a los que abandonan el buen camino».
Partió, pues, hacia el prado. Pues bien, en su camino, en medio de un desierto,
vino a dar con un asno que vagaba, flaco y demacrado. Se acercó y entabló
conversación con este inocente.
«¿Pero qué haces tú en este pedregoso desierto?
—El que yo coma espinas o que esté en el jardín del Irem Dios lo ha querido así y
yo le doy gracias por ello. Se deben agradecer los beneficios tanto como las
decepciones. Pues en el destino existe lo peor de lo peor. Como es Dios quien hace el
reparto, la paciencia es la llave de todo favor. Si me ofrece leche, ¿por qué habría de
pedirle miel? De todos modos cada día trae su parte de tormentos.
—Pero, replicó el zorro, la voluntad de Dios es que busques la parte que te está
destinada. Este es un mundo en el que reina el pretexto. Si no hay pretexto ni razón
aparente, tu parte se te escapa. Por eso es por lo que es importante reclamar.
—Lo que dices, dijo el asno, prueba tu falta de confianza en Dios.
Pues El que da la vida dará también el pan. El que es paciente acaba por encontrar
su parte, tarde o temprano y, con seguridad, más rápidamente que el que no sabe
esperar.
—¿La confianza en Dios? respondió el zorro. Eso es algo muy escaso. Y no creas
que tú o yo la tengamos. Hay que ser muy ignorante para pretender conseguir lo
escaso, pues no a todos les es dado llegar a sultán.
—Tu discurso está hecho sólo de contradicciones, replicó el asno.
Aquí abajo, todas las desgracias provienen de la codicia. Hasta hoy, nadie ha oído
hablar nunca de una muerte causada por la moderación y nadie ha llegado a sultán
sólo por la fuerza de su ambición. Los perros no comen pan y los cerdos tampoco. La
lluvia y las nubes no son fruto de una acción humana. El deseo que tienes de
conseguir tu parte no tiene igual sino en el deseo que tu parte tiene de unirse a ti. Si tú
no vas hacia ella, ella vendrá a ti. En esta búsqueda, la precipitación sólo puede traer
decepciones.
—¡Eso no es más que una leyenda! se burló el zorro. Hay que hacer un esfuerzo,
aunque no sea más que para obtener una semilla. Puesto que Dios te ha dado manos,
debes usarlas. Tienes que trabajar, aunque sólo sea para ayudar a tus amigos. Puesto
que nadie puede ser a la vez sastre, aguador y carpintero, el universo encuentra
equilibrio en la distribución del trabajo y de las ganancias. Es un error creerse libre
porque se consume gratis.
—Yo no conozco mejor ganancia que la confianza en Dios, dijo el asno; pues
cada vez que se dan las gracias a Dios, aumenta nuestra ganancia».
Conversaron así durante mucho tiempo y acabaron por agotar las preguntas y las
respuestas. Finalmente, el zorro dijo al asno:
«Es una idiotez esperar en este desierto de piedras. La tierra de Dios es vasta. Ve
mejor al prado. En él, todo es verde como en el paraíso. La hierba crece abundante.
Todos los animales viven allí alegres y felices. La hierba es tan alta que incluso un
camello podría ocultarse en ella. Unos arroyos de agua pura amenizan este Edén por
aquí y por allá».
El asno ni siquiera dudó en responder:
«¡Oh, traidor! Si vienes de ese paraíso, ¿por qué estás tan flaco? ¿Y dónde está, tu
alegría? La debilidad de tu cuerpo es peor que la mía. Si eres un mensajero de los
arroyos de lo que me hablas, entonces ¿qué mensajero enviará la sequía? Tú cuentas
muchas cosas, pero apenas presentas pruebas».
A fuerza de insistencia, el zorro consiguió arrastrar al asno hacia el bosque. Lo
condujo hacia el cubil del león. Cuando estaban aún bastante lejos, el león cargó,
lleno de impaciencia. Con un terrible rugido, se precipitó hacia el asno, pero sus
fuerzas lo traicionaron y el asno, medio muerto de miedo, logró refugiarse en la
montaña. El zorro dijo entonces al león:
«¡Oh, sultán de los animales! ¿Por qué has actuado así contra toda razón? ¿Por
qué te has precipitado? Si hubieras sabido esperar, era asunto resuelto. Al verte, el
asno ha huido y tu debilidad, revelada a la luz del día, te cubre de vergüenza.
—Yo creía poseer mi fuerza de otros tiempos, dijo el león. Ignoraba que estuviera
debilitado hasta este punto. El hambre me ha hecho olvidar todo. Mi razón y mi
paciencia se han evaporado. Utiliza, por favor, tu inteligencia una vez más y
tráemelo. Si lo consigues, te estaré agradecido para siempre.
—Si Dios lo quiere, dijo el zorro, la ceguera de su corazón le hará cometer de
nuevo el mismo error. Quizás olvide el miedo que acaba de experimentar. ¡No sería
muy extraño por parte de un asno! Pero si lo consiguiera, no peques por exceso de
precipitación para no arruinar mis esfuerzos.
—Ahora ya tengo experiencia, dijo el león. Ya sé que estoy débil e inválido. Te
prometo no atacarlo hasta que esté a mi alcance».
Así que el zorro volvió a ponerse en camino rezando:
«¡Oh, Dios mío! ¡Ayúdame! ¡Haz que la ignorancia oscurezca la inteligencia de
este asno! Debe de estar ahora arrepintiéndose y jurando no dejarse engañar nunca
más por las promesas del prójimo. Ayúdame para que pueda engañarlo una vez más.
Pues soy enemigo de toda inteligencia y traidor a todo juramento».
Cuando llegó junto al asno, éste le dijo:
«¡Déjame en paz, oh cruel! ¿Qué te he hecho para que me arrastres así ante un
dragón? ¿Por qué has atentado contra mi vida? ¿Qué ha causado esta animosidad? La
causa de todo esto es, sin duda, tu perversa naturaleza. Eres como el escorpión que
pica a los que nada le han hecho. O como el diablo que nos hace daño sin razón
alguna.
—Lo que has visto, dijo el zorro, no era sino una aparición creada por los
artificios de la magia. Puedes suponer que, si no existieran tales sortilegios, todos los
hambrientos se habrían citado en ese lugar. Si esta ilusión no existiera, la comarca se
convertiría en refugio de los elefantes y nada quedaría en pie. Yo quería avisarte para
evitarte este terror, pero mi piedad por ti y el deseo que yo tenía de ayudarte, todo eso
me quitó esta precaución de la cabeza. Si no, estoy seguro que te habría advertido de
ello.
—¡Oh, enemigo! dijo el asno. ¡Desaparece de mi vista! ¡No quiero verte más!
Ahora lo comprendo: ¡desde el principio, no buscabas más que mi vida! ¡Después de
que he visto el rostro de Azrael, tienes aún el descaro de intentar engañarme! Soy la
vergüenza de la especie de los asnos, te lo concedo. Soy incluso, si tú quieres, el más
vil de los animales pero, sin embargo, vivo. Un niño que hubiera vivido lo que yo
acabo de vivir se habría convertido en un anciano. Prometo ante Dios que nunca más
creeré las mentiras de los impostores».
El zorro replicó:
«No existen heces en lo puro. Pero la duda existe en la imaginación. Tus
sospechas están injustificadas. Créeme. No hay mentira alguna en mis palabras ni
traición en mis intenciones. ¿Por qué afligir a tu amigo con tales sospechas? ¡Aunque
las apariencias estén contra ellos, no desconfíes de tus hermanos! La sospecha aleja a
los amigos, unos de otros. Te lo repito: ese león sólo era una ilusión. La duda y el
miedo no son sino obstáculos en tu camino».
El asno intentó resistirse a las mentiras del zorro, pero la falta de alimento había
agotado su paciencia y oscurecido su entendimiento. El cebo del pan ha costado,
ciertamente, muchas vidas y atravesado muchas gargantas. Y el asno era prisionero
de su hambre. Se decía:
«Si la muerte está al final del camino, eso sigue siendo, a pesar de todo, un
camino. Y, al menos, me libraré de este hambre que me atenaza. ¡Si la vida consiste
en este sufrimiento, acaso valga más morir!».
Había tenido desde luego un destello de inteligencia, pero, a fin de cuentas,
prevaleció su asnería. El zorro lo condujo, pues, ante el león y éste lo devoró. Tras
este combate, el león tuvo sed y partió hacia el río para saciarla. Mientras estaba
ausente, el zorro comió el hígado y el corazón del asno. A su vuelta, viendo que el
asno no tenía hígado ni corazón, el león preguntó al zorro:
«¿Adónde han ido a parar su corazón y su hígado? No conozco criatura que esté
desprovista de estos dos órganos».
El zorro replicó:
«¡Oh, león! Si hubiese tenido hígado y corazón, ¿habría vuelto aquí por
segunda vez?».

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