Don Dionisio Ocmata, natural de Pomacochas, tenía
la mala costumbre de ir a leñar los domingos; su monte
favorito era Tresleras, en el camino a Yambrasbamba.
Allí se dirigió un domingo de esos; y cuando se disponía
a cargar su leña escuchó que por el camino venían
gritando varios arrieros. Para no ser atropellado esperó al
borde del camino. Pasaron los arrieros y sus bestias; ya don
Dionisio se disponía a marcharse, cuando vio venir detrás
a la que, según él, era la patrona: una mujer blanca, de pelos
rubios y hermoso aspecto, ricamente vestida y montada
sobre un fogoso caballo blanco. Por poco se le caen
los ojos de emoción a don Dionisio. La desconocida dama
le habló con cariño, y le hizo muchas preguntas. El viejo
estaba tan embobado que no se dio cuenta de que la tarde
oscurecía. Luego que notó las sombras, se sintió un tanto
avergonzado y quiso ponerse nuevamente en marcha. Pero
la hermosa dama lo contuvo, y le dijo: «Aquí pasaremos
una nochecita, pues no me puedes dejar sola». Y los dos se
acostaron en el tambo de Tresleras. Como el pobre leñador
no había comido ni un grano de mote, sintió hambre.
La dama lo notó al punto y le convidó algunos bizcochos.
Después de devorarlos con apetito, guardó don Dionisio
el sobrante en su alforja, y se quedó profundamente dormido.
Soñó cosas bonitas, y no hubiera cortado su sueño
si no siente que pasan por el camino nuevos arrieros que
venían de Lambrasbamba, y que, creyéndolo borracho, lo
sacudieron del brazo. Al despertar vio con asombro que el
día estaba claro, calculó que eran más o menos las dos de
la tarde. Preguntó, por si hubiera dormido mucho, «¿qué
día es hoy?», y los arrieros le contestaron que era domingo.
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