Un hombre piadoso tenía una mujer muy celosa. Poseía una sirvienta tan hermosa
como las huríes. Su mujer, para protegerlo de la tentación, se las arreglaba para no
dejarlo nunca solo con ella. Ejercía un control permanente, tanto que estos dos
enamorados nunca encontraban un instante propicio para su unión.
Pero, cuando la voluntad de Dios se manifiesta, las murallas de la razón se
derrumban bajo los golpes de la inadvertencia. Cuando la orden de Dios aparece, ¡qué
importa la razón! ¡Incluso la luna desaparece!
Un día, la mujer partió para el baño, acompañada de su sirvienta. Pero, en el
camino, se acordó de pronto que había olvidado traer su barreño. Dijo a su sirvienta:
«¡Corre! ¡Ve como un pájaro a la casa y tráeme mi barreño de plata!».
La sirvienta se llenó de alegría al ver realizarse su esperanza. Se decía:
«El amo debe de estar en casa en este momento. Así que podré unirme a él».
Corrió, pues, hacia la morada de su amo, con la cabeza llena de estos agradables
pensamientos. Desde hacía seis años, en efecto, llevaba en su interior este deseo.
Vivía con la esperanza de pasar un rato con su amo. Así que no corrió hacia la casa.
No, más bien voló hacia ella. Encontró allí a su amo solo. El deseo entre estos dos
enamorados era tan intenso que no pensaron siquiera en cerrar la puerta con llave. Se
sumergieron así en la embriaguez y mezclaron sus dos almas.
La mujer, que seguía esperando en el camino del baño, se dio cuenta
repentinamente de la situación.
«¿Cómo he podido enviar a esta sirvienta a la casa? ¿No es esto acercar el fuego a
la estopa? ¿O el carnero a la oveja?».
Corrió hacia su casa. La sirvienta corría bajo el imperio del amor, pero ella corría
bajo el imperio del temor. Y es grande la diferencia entre el amor y el temor. En cada
aliento el sabio se acerca al trono del sha, pero el hombre piadoso hace en un mes el
trayecto de un día.
La mujer llegó finalmente a la casa y abrió la puerta. El chirrido de los goznes
puso término a la felicidad de los enamorados. La sirvienta se levantó de un salto,
mientras que el hombre, prosternado, se puso a rezar. Viendo a su sirvienta
descompuesta y a su marido en oración, la mujer fue presa de sospechas. Levantó la
túnica de su marido y comprobó que su miembro estaba manchado, igual que sus
muslos y sus piernas. Se golpeó la cabeza con las manos.
«¡Oh, imprudente! ¡Así es como rezas! ¡Es digna del estado de oración y de
evocación esta suciedad sobre tu cuerpo!».
Si preguntas a un infiel quién ha creado el universo, te responderá: «¡Dios! Él es
quien lo ha creado, como atestigua toda la creación». Pero las obras de los infieles,
que sólo son blasfemias y malos pensamientos, no corresponden apenas a esta
afirmación, como sucede con el hombre de nuestra historia.
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