En Araba encontramos brujas en Urkiza (Peñacerrada), en Agurain (Salvatierra), en Gatzaga (Salinas de Añana) y en otros muchos sitios. En Arrizala, una pequeña aldea cerca de Agurain, existe un dolmen al que llaman Sorginetxe (la casa de la bruja) y que, según cuentan, se construyó con las piedras que bajaron desde las peñas de Entzia.
También se dice que las brujas vivían en la fuente de Lezao y que solían ir al dolmen a peinarse. Todos saben que a veinte pasos del dolmen está enterrada una piel de toro llena de oro, aunque puede que las brujas se diviertan cambiándola de sitio, pues todavía nadie ha podido encontrarla.
Don Joxe Miguel de Barandiaran, a quien nunca estaremos suficientemente agradecidos por habernos devuelto las raíces de nuestro pueblo, recoge el siguiente relato en su obra «Brujería y brujas en los relatos populares vascos».
Una vecina del pueblo alavés de Gatzaga (Salinas), después de hacer la colada, colgaba la ropa entre las ramas de los árboles para que se secara, y la dejaba allí durante toda la noche.
En una ocasión encargó a su marido que se quedara vigilando la ropa, pues desde hacía algún tiempo notaba que le faltaban prendas, y era necesario pillar al ladrón y darle un buen escarmiento para que nunca más se le ocurriera robarle la colada.
El hombre cogió un buen trozo de tocino, una barra de pan y una bota de vino y se dispuso a pasar la noche en vela. Preparó un buen fuego con unas cuantas ramas, atravesó el trozo de tocino con una vara y lo puso a asar. Estaba tranquilamente untando un pedazo de pan con la grasa y pensando cuánto mejor estaría calentito en su cama cuando, sin él enterarse, apareció una bruja.
Era un ser horrible. Tenía un solo ojo en medio de la frente y el pelo le cubría todo el cuerpo. Llevaba en la mano una vara en la que estaba atravesado un sapo. Se sentó delante del fuego, al lado del hombre, y puso su sapo a asar. Mientras untaba el pan con su sapo, le dijo al hombre:
—Si tú haces past-past, yo hago lo mismo...
El hombre se llevó tal susto al ver a la bruja sentada a su lado comiéndose el sapo que cogió su vara y se la metió en el ojo, dejándola ciega. La bruja pegó un grito tan fuerte que se oyó en toda la región, y después, sin dejar de gritar, preguntó:
—¿Quién eres? ¿Quién eres?
El hombre no sabía qué responder.
—¿Quién eres? ¿Quién eres? —insistía la bruja.
—¡Yo soy yo! —respondió finalmente el hombre.
Y salió corriendo hacia la casa, mientras la bruja seguía gritando y pidiendo ayuda a sus hermanas brujas. Armó tal escándalo que sus compañeras llegaron volando desde todos los lugares de Euskal Herria.
—¿Quién te ha hecho eso? —le preguntaron.
Y ella contestó:
—¡Yo! ¡Yo! ¡Yo soy yo!
—Pues si has sido tú, ¿por qué nos molestas? ¡Aguántate!
Y las brujas desaparecieron en la noche tal y como habían llegado, dejando a la desgraciada gritando de dolor y sin saber qué hacer.
A partir de entonces, la casera de Gatzaga pudo colgar la ropa lavada en las ramas de los árboles, y nadie volvió a robarlas.
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