viernes, 1 de marzo de 2019

Tres verdades

Al salir de una tertulia en Gantzaga (Aramayona) un grupo de hombres y mujeres hilanderas vieron luz a lo lejos, en el monte. Era medianoche y las mujeres se pusieron a temblar.

  Como los hombres se reían de su miedo, una de ellas, picada en el amor propio, dijo:

  —¿Queréis apostar a que el más valiente de vosotros no va hasta donde está la luz?

  Nadie quería ir, pues aunque se reían por fuera, por dentro todos tenían miedo también. Al fin acordaron que, al que fuera, le darían un duro de plata.

  Un muchacho joven, fornido y robusto, se decidió a ir hasta la luz. Pero para probar que había llegado hasta la misteriosa luz, tenía que traer una rama de un pino que crecía en aquel mismo lugar.

  El valiente muchacho echó a andar en plena oscuridad y, tras mucho caminar, cuando se acercaba hacia la luz, le salió al encuentro un enorme perro que, ladrando, le preguntó:

  —¿A dónde vas, muchacho?

  —Hemos hecho una apuesta —replicó el muchacho dando diente con diente.

  —¿Y cuál es esa apuesta?

  —A que llego a donde está esa luz. Además, como señal de que lo he hecho, tengo que bajar una rama de ese pino.

  Entonces dijo el perro:

  —Puedes llevar esa rama, pero antes me tienes que decir tres verdades.

  El muchacho, respirando fatigosamente por efecto del miedo, respondió de esta manera:

  —He aquí la primera verdad. El día más oscuro es más claro que la noche más clara.

  —Bien —ladró el perrazo—. Ahora la segunda verdad.

  —La segunda verdad es que la madre propia, por mala que sea, es mejor que la mejor madastra.

  —¡La tercera verdad! —exigió a ladridos.

  —Pues la tercera verdad es que tengo veinticuatro años y tres meses, y jamás he visto un perro mayor que tú.

  —Bien —ladró el animal—. Sube ahora a mi espalda y coge una ramita del extremo superior del árbol.

  Cuando después de coger la rama, el joven bajó a tierra, el enorme y terrible perro le dijo estas palabras:

  —No hagas otra vez tal apuesta. Para los que son como tú, se ha hecho el día; la noche para los que son como yo.

  —¿Y la luz? —se atrevió a preguntar el muchacho—. Todavía no he visto la luz.

  —La luz aquí está.

  Y abriendo desmesuradamente la boca, vio el muchacho que la luz la tenía el perro en el paladar y brillaba tanto, que la podían ver las hilanderas.

  El muchacho, trastornado por el encuentro con aquel ser diabólico, se retiró a casa, se acostó y ya no se levantó más.

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