Ninguna fiesta ha llegado a adaptarse tanto al carácter de la raza, hasta tomar un aspecto indígena en sus manifestaciones, como el carnaval. Las clases populares, sin exclusión de sexos y edades, la esperan con ansias, se ejercitan con anticipación en las danzas; acopian de antemano provisiones de boca y licores para celebrarla con el mayor entusiasmo posible.
Llegado el domingo de Carnaval, el deseo de gozar se apodera de todos los corazones; una corriente de alegría comienza a hormiguear en los espíritus, aumentando de intensidad, y a medida que avanzan las horas, que se consumen bebidas y se propaga el entusiasmo y la zambra.
En la mayor parte de las ciudades y pueblos, se usa harina de maíz o trigo acondicionada en pequeños cartuchos para arrojarse y empolvarse unos a otros, el rostro, la cabeza y todo el cuerpo. Los indios se echan con flores y confites, con la denominación de chayahua, y se golpean las espaldas con el fruto del membrillo o la lucma, embutidos en unos aparatos colgantes, tejidos de hilos de lana de colores diversos y pintorescos, llamados huichi-huichi.
El domingo, trajeados con sus mejores vestidos entran a bailar sus khachuas a la plaza del pueblo, seguidos de sus mujeres y después de haberse regocijado bastante, se retiran a sus estancias a continuar la diversión los siguientes días del carnaval, quedando en el pueblo, alguna que otra pandilla de indios moradores de las proximidades, que penetran a bailar a la plaza, de tarde en tarde.
En la ciudad de Oruro se singulariza la entrada de carnaval, ingresando a la población el domingo, cada tropa de bailarines, acompañada de un cargamento de camas, y petacas, aseguradas en mulas, cubiertas las cargas de vajilla de plata y enseres nuevos de cocina, y colocado en la cima, un niño, perro y mono. Los organizadores o jefes de cada comparsa, comprometidos a fomentar la borrachera, vienen en traje de camino detrás de las cargas, caballeros sobre bestias bien enjaezadas y en monturas chapeadas con plata, espuelas del mismo metal, cual si vinieran de larga distancia, acompañados de sus mujeres que también visten de viaje. Se dirigen a la plaza, seguidos de comparsas de pintorescos bailarines; de aquí continúan al templo, donde el sacerdote que los espera, recibe algunas ofrendas y les da su bendición. Cumplida esta ceremonia en la que se mezclan íntimamente, lo pagano con lo religioso, se retiran a sus casas a entregarse a la diversión más desenfrenada.
Con todo eso, quieren significar, que durante el año se han fatigado, han trabajado mucho para adquirir aquellos objetos, y que ahora llegan cansados para gozar del fruto de sus esfuerzos; que son portadores de la alegría: viajeros que hacen su parada en la vida para divertirse y, después de agotados sus dineros, volver a la dura labor del trabajo cotidiano.
El domingo de tentación, acostumbraban salir en el día al campo las familias que deseaban rematar la fiesta, y regresaban en la noche formando pandillas de bailarines, al son de bandas de música, cada mujer cubierta con alguna prenda de vestir del varón, de cuyo bracero venía agarrada, y este con las enaguas de su pareja, puestas al cuello, llevando su sombrero en la cabeza. Ambos entraban entonando alegres cantares que finalizaban con el estribillo: a pesar de todo—hoy y mañana—¡viva la nación boliviana!
La mujer casada sólo podía entregar sus enaguas y sombrero a su esposo y la soltera a quien tenía compromisos de amor con ella o era su amante, no eran arbitrarias y sin sentido prácticas semejantes.
Algunas veces, durante el día, no faltaba alguien en el campo que, para amenizar la fiesta hacía de cura y comenzaba a casar a las solteras con los solteros, a las viudas con los viudos, en medio de estrepitosos aplausos, risas y alusiones picantes. Los novios carnavalescos, apenas recibían la zurda bendición del falso clérigo, se hacían deferencias, terminando algunos por cortejar deveras a su supuesta esposa y tratarla con más soltura y confianza. Estos matrimonios en broma, solían convertirse en verdaderos o ser comienzos de concubinatos.
En los pueblos de provincia, los funcionarios indios acostumbran visitar a sus autoridades el martes de carnaval, llevándoles muchos obsequios y en seguida vestir al sub-prefecto y a su esposa, si la tuviera, o alguna otra mujer que le den por pareja, o al corregidor y a su compañera, con trajes indígenas y sacarlos a la plaza a bailar con ellos, en correspondencia a las atenciones y servicios que le han prestado durante el año.
En muchos pueblos se llevan a cabo carreras de caballos el miércoles de ceniza, en las que arrancan sortijas y concluyen la diversión colocando un gallo vivo en reemplazo de la sortija, el que es disputado por los más diestros ginetes, colmándose de aplausos al que a toda carrera de su caballería se lleva consigo el bípedo, y después finalizan el día guerreándose entusiastas con peras y duraznos.
En la generalidad de los pueblos se despide el carnaval la tarde del domingo de tentación, haciendo que un grupo de personas disfrazadas de viejos, encorbados y con inmensas jibas conduzcan guitarras e instrumentos músicos destemplados, botellas vacías y vasijas rotas y se dirigen a las afueras de la población, en medio de un bullicio ensordecedor, gritos, vociferaciones de muchachos y personas alegres, o que exteriorizan su contento a voces y allí, en el sitio de costumbre, descarguen los objetos, templen las guitarras y acompañándolas con los otros instrumentos, hagan oír aires nacionales, y dancen contentos, interrumpiéndose sólo cuando tienen que servirse copas de algún licor embriagador, lo que se repite a menudo. Momentos después resuenan carcajadas frenéticas, crece el clamoreo, los bailes se suceden unos a otros y en el auge de la fiesta asalta a alguno la idea de que este carnaval será tal vez el último que pase, porque presiente su muerte. La idea se propaga. Los ánimos se ponen sombríos porque todos se ponen en el mismo trance: la risa se paraliza en los labios de muchos; se acuerdan de sus sufrimientos; pugnan por salir las lágrimas de los ojos y terminan algunos por llorar.
En las mayores diversiones del indio, del cholo y del mestizo, apenas se marean, nunca faltan los ayes de pesar, arrancados por el recuerdo de su vida miserable o de sus desgracias. En su naturaleza está ese algo tierno, triste, intensamente agriado y lastimado por los hombres y las cosas, que de súbito rompe con el olvido y se abre camino y nublando sus horas de regocijo estalla en sollozos. El Momo indígena es llorón. La mueca del dolor, condensación de honda amargura de siglos de sufrimiento, no desaparece por completo de su rostro risueño por grande que sea su alegría.
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