Cuando el jefe de una familia tiene que emprender viaje largo, o de importancia, consulta al brujo para que le diga, si ha de ser aquel propicio o desgraciado; si conviene realizarlo o no, y según su respuesta, lo efectúa, alegre o triste. A falta de brujos hace los vaticinios con las hojas de la coca y también se guía por la manera de arder de la vela que ha encendido con ese objeto al santo de su devoción.
El día de la partida acompañan al que viaja hasta cierta distancia del camino, haciéndole beber chicha y licores en el trayecto, y después lo despiden vertiendo lágrimas, por lo que a este acto se llamaba jacharpaaña, es decir, despedir con lloriqueos y con pena de que se vaya; palabra que adulterada por el uso se ha convertido en cacharpaya, con la que actualmente se la conoce. Llenado el cumplido, regresa la comitiva embriagada no sin antes desear al viajero que le vaya bien en el camino y sea protegido por sus divinidades. Algunos, el momento de la separación echan sobre brasas encendidas alguna resina o queman algo en homenaje de la deidad que debe proteger al caminante.
Si el momento de la partida cruza raudo por los aires un cóndor, es signo de que el viaje será feliz y motiva la alegría del que lo efectúa, que desde ese momento camina alborozado, no dudando ya de su buen éxito.
Si un zorro se le presenta o aparece por el lado derecho del camino, anuncia al viajero que le sobrevendrá alguna desgracia, que puede evitarse invocando la protección del Huasa-Mallcu, y tomando las precauciones necesarias, pero si se muestra por el lado izquierdo, lo cree de pésimo augurio, no faltando quien renuncie al viaje, temeroso de lo que pueda ocurrir.
Ha llegado también a infiltrarse en las costumbres indígenas, la preocupación española de no principiar ningún negocio ni partir de su casa el día martes. El conocido adagio: «día martes, no te cases ni te embarques, ni de tu casa te apartes», lo repite con frecuencia y es imposible que lo infrinja; si por mucha urgencia lo ha hecho, atribuye las desgracias que le suceden en el camino a esta circunstancia.
Constituye otro augurio funesto, que anuncia el seguro fracaso de lo que se proyecta o del objeto de un viaje, el encontrarse al salir de casa o en el trayecto con un tuerto. Por el contrario, si el encuentro es con un cojo, se tiene como buen presagio. Los negociantes y viajeros huyen siempre de la presencia del tuerto y buscan con ansia la del cojo.
Cuando el indio se ve cruzado en su camino por una vicuña, sigue tranquilo, pero si por huir tropieza con ella, es señal de que morirá; igual temor se apodera de su ánimo cuando el hecho le sucede con un venado.
Al paso tardo de las llamas o del poco ligero de las acémilas y burros, atraviesa largas distancias, entretenido en esas horas lentas y cansadas, en relatar historietas a sus compañeros o en escuchar las que ignoraba, referentes a sus antepasados, o a los lugares que toca, o a lo ocurrido en viajes anteriores, mientras con las manos, hila alguna vez, o hace labores de punto. En los viajes descubre el indio secretos de familia, porque se vuelve indiscreto y comunicativo, y adquiere experiencia y conocimientos útiles.
En las noches prefiere alojarse y dormir en campo raso, al aire libre, tanto por hábito adquirido, como porque sus bestias aprovechen del pasto existente, siéndole indiferentes los rigores del clima y de la intemperie. Su sueño es ligero y despierta al ruido más débil. Antes de acostarse se encomienda al Huasa-Mallcu, señor de los caminos y desiertos, para que los ladrones no le roben. Al día siguiente, si algún animal se le ha perdido o extraviado durante la noche, por el rastro que dejan sus pisadas, por ténues que sean, lo encuentra con seguridad. Rara vez falla en sus investigaciones; para que tal cosa suceda, es necesario que el viajero sea novel y poco ejercitado en rastrear. Al indio avezado a los viajes, le basta el más ligero indicio para dar con su semoviente perdido: es un rastreador insigne. Le roban, sólo cuando se ha dormido, y ésto, atribuye a haber empleado el ladrón algún brujerío con él para adormecerlo y hacer que nada sienta. A su vez, los ladrones indígenas son muy astutos, ágiles, listos y ejercitados para el robo. Ellos prefieren, sustraer sin dar muerte a su dueño, al contrario de lo que hacen el mestizo blanco, que en más de los casos matan para robar.
La veterinaria indígena se reduce al empleo de la orina y el alcohol, puestos en fomento a las bestias, en los casos de hinchazón, o para lavarles la matadura, si ésta se ha abierto. Sin embargo, si el indio pudiera emplear todos los remedios posibles para sanar a sus animales lo haría con la mejor voluntad. En las mañanas, lo primero que hace, antes de volver a aparejarlos, es examinarles el lomo y la barriga y cuando encuentra alguna lastimadura siente un profundo pesar y se esmera en curarla. Es imposible que monte a su acémila por molido y cansado que esté, temeroso de maltratarla; sólo cabalga a la bestia agena. Cuando la suya se cansa, gustoso se echa a la espalda la carga, y la lleva hasta que se encuentre en posibilidad de conducirla de nuevo. Nunca castiga a los animales inofensivos, creyendo que quien, por maldad lo ejecuta, caerá en algunas desgracia.
Merced a ese inmenso cariño, el ganado lanar acrescienta en su poder. Apenas pare una llama u oveja, abriga a la cría, la coloca aún junto a su cuerpo para trasmitirle calor y sólo la aparta, cuando la vida del animalillo se halla salvada. Los mismos cuidados prodiga al ganado mayor que se enferma. La muerte de un cordero le hace sufrir mucho, y mayor es su pesar cuando se trata de un buey, o de un burro o acémila. La desesperación que experimenta entonces es superior a la causada por la muerte de un hijo.
Los indios esquilan el vellón de las llamas y corderos con el cuidado más exquisito, y cuando las llamas se encuentran en celo, realizan una fiesta ruidosa: mezclan a los machos con las hembras y les ayudan a introducir a éstas el miembro de aquellos.
Antecedentes tales pesan de sobra para que se hallen los aborígenes familiarizados con sus animales domésticos y aún salvajes, que viven en sus casas o en los campos. Triscan los corderillos junto a ellos, se les apegan y les siguen obedeciendo sus mandatos; el buey se hace manosear y uncir al yugo sin resistencia y el macho mañero o indómito les cede; el gallo canta a su lado, sin mostrarse uraño; las mismas viscachas tan ariscas para personas extrañas, cuando ellos andan cerca a sus madrigueras, no se espantan. Pero nada ama tanto el indio, en su simplicidad, como la naturaleza varia y libre, que le rodea. Lejos de las ciudades, albergado en casuchas miserables, ante montañas elevadas y erizadas de peñascos o cubiertas de nieves eternas, ante vastas y silenciosas llanuras y hondos valles, supone estar en su verdadero centro y vive contento. A la vista de las primeras flores, que en cada primavera, brotan en el campo y en sus sembrados, siente transportes y raptos vivos y profundos: su espíritu parece renacer con las plantas y vincularse más a la tierra, así como se entristece, cuando el invierno la amortaja y las heladas destruyen el tallo, hojas y botones de los vegetales. En los actos religiosos, el momento más solemne, se arrodilla, inclina la cara hasta pegar al suelo y lo besa con reverencia difícil de pintar, cual si para él no existiese otra deidad que la tierra. En los caminos, sigue su ruta contento; su alma se expansiona y gozoso da rienda suelta a los efluvios del inmenso amor que siente por todo lo que le rodea.
El indio idolatra la naturaleza, a la que considera como la divinidad suprema, porque cree que la Pacha-Mama encierra en su seno las fuerzas creadoras de vida, que las prodiga a quienes confían en ella. Aprovechado de las condescendencias y avidez precuniaria de los clérigos, la rinde culto haciendo celebrar Misas a los cerros, campos, terrazgos, frutos, casas, lagunas, ríos y al ganado, y oyéndolas con profunda devoción, en el concepto, de que en esos objetos visibles la está adorando.
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