La vida de la vieja ciudad colonial se regía por los toques de las campanas de la
Catedral y de las muchas torres de sus iglesias.
Las campanas anunciaban el perezoso amanecer con el toque melancólico de las
«Ave-Marías»; llamaban, nerviosas, a las primeras misas; después, alegres, a las
fiestas titulares, y lánguidas, a las doce, para comer; hora en que invariablemente se
daba cuerda a los relojes y se sentaban todos a la mesa.
Solemne era el toque de las tres de la tarde, dado por la Campana Mayor de
Catedral, que repetían con golpes interpolados todas las campanas de las torres, altas
y erguidas sobre el caserío de la ciudad, recordando la pasión de Cristo, en memoria
de la cual los devotos rezaban tres credos, hincados de rodillas y descubiertas las
cabezas, en las calles o en las casas, si ya habían salido o aun dormían la calurosa
siesta confortada, al despertar, con el espumoso chocolate de la merienda cotidiana.
En los intervalos de tan solemnes toques, se escuchaban las pequeñas campanas
de los monasterios que reglamentaban la vida de las monjas y de los frailes, así de día
como de noche; lo mismo que la de los estudiantes en la Real y Pontificia
Universidad y en todas las escuelas o colegios.
Descubiertas las cabezas y de rodillas también, en las vías públicas, en las plazas
o en el interior de las habitaciones, los cristianos habitantes rezaban con mucha
unción, al anochecer, la triste salutación del «Angelus», llamada por el vulgo «las
oraciones», hora en la cual ninguna hembra, joven o anciana, estaba fuera de su casa.
A las ocho de la noche, la mayoría de los vecinos, unos encerrados en sus piezas,
otros ya recogidos en sus lechos y no pocos en las calles, oían durante un cuarto de
hora «la plegaria de las Ánimas», y en el curso de la novena que presidía a la
conmemoración de los difuntos, en el día de finados y en su octava, a continuación de
la plegaria seguía «el doble», prolongado casi siempre media hora y a veces más.
Las personas de honestas costumbres que no gustaban de andar en aventuras
mujeriles ni en casas de juego, ni en riñas callejeras, se retiraban a sus casas antes del
«toque de la queda», que en el siglo XVI duraba de las nueve a las nueve y media de la
noche, y hasta las diez, en los tiempos posteriores.
Este toque fue antiquísimo, y se regularizó en la ciudad de México a moción que
presentaron en Cabildo cuatro regidores, para que el toque se diera por los alguaciles
o por orden de ellos, pues los proponentes se dolían de que la guarda y ronda de la
ciudad, en la noche, no se hacía como era debido, «y que por esta causa andaban
muchas personas a esa hora con armas, de que resultaban escándalos y robos».
Aceptada y promulgada la ordenanza respectiva, a los que después del «toque de la
queda» encontraba «la ronda» en la calle, les recogía las armas si las portaban y si era
gente sospechosa, con armas o sin ellas, se le conducía a la cárcel, con el fin de que
justificase por qué transitaba a tales horas, prohibiéndoles también a los mendigos
que después de aquel toque de reposo pidieran limosna.
A media noche interrumpían el tranquilo silencio de la vieja ciudad virreinal, las
campanitas de los conventos, que congregaban a los frailes y a las monjas para rezar
«los maitines» en los coros.
Tristes y dolientes fueron los clamores y los dobles por los muertos, y se abusó
tanto, que por la pena que causaban a los enfermos, a los moribundos y a las almas
afligidas, hubo que reducirlos a cuatro toques: uno al saberse la muerte de la persona;
otro, al salir de las parroquias los acólitos con la cruz y los ciriales, y los clérigos
revestidos y con sus breviarios, para traer el cuerpo del difunto; otro, al entrar de
regreso a los templos, y el último, al darle aquí sepultura al cadáver, o en el atrio o en
el camposanto.
Las campanas de la Catedral anunciaban las muertes de los reyes o de los
virreyes, de los arzobispos o de los capitulares, con repetidos golpes, pausados y
sonoros. Cien tañidos de la Campana Mayor de la Catedral, seguidos por un triple
doble de todas las campanas mayores y menores, eran anuncio que secundaban con
clamores y dobles los campanarios de las parroquias, de los conventos, de las ermitas
y de los hospitales que había en la ciudad, y que como un ¡ay! prolongado y triste
repercutían los campaniles de los pueblos y aldeas cercanos o lejanos; repetido en la
misma lúgubre forma nueve días consecutivos durante media hora, a las doce del día
y a las oraciones de la tarde.
Llamábase «toque de vacante» el que avisaba la muerte de los prelados y
dignidades eclesiásticas, porque su empleo quedaba «vaco». Según la categoría así
era el número de veces que tañía la Campana Mayor: «sesenta», si era el prelado de la
iglesia; «cuarenta», por alguna de las dignidades; «treinta», por los canónigos;
«veinte», por los racioneros; y «diez», por los mediorracioneros; pero solamente a la
hora en que morían, en los funerales o en los entierros.
Por el modo de combinar el toque, se llamaba «de rogativas» el que se daba a fin
de implorar y alcanzar remedio en alguna grave necesidad, especialmente pública,
como cuando había fuertes granizadas, tremendas tempestades de rayos y centellas,
sequías angustiosas, epidemias desoladoras, guerras sangrientas, terremotos
espantosos, o al salir la procesión de la «Cruz Verde», la víspera de los autos de fe.
Pero si había «toques» melancólicos, fúnebres, pausados, solemnes y suplicantes,
los había a la vez regocijados y entusiastas, ya fueran «repiques», si los bronces se
tocaban con sólo los badajos; ya «a todo vuelo», cuando se alternaba armoniosamente
el tocar de las campanas con el voltear de las esquilas.
Unos y otros pregonaban festividades o noticias religiosas o civiles: el Año
Nuevo, el Corpus, la Ascensión, la Trinidad, el día de San Pedro y San Pablo, el de la
Virgen de Guadalupe; la salud de los monarcas, de los príncipes, de los virreyes, de
sus consortes, de sus hijos; las juras, las tomas de posesión, las bodas, los bautizos, la
llegada del correo, esto es, de la nave llamada de «Aviso», que era la que conducía la
correspondencia del extranjero, tanto para las autoridades como para los particulares;
y el arribo de la famosa «Nao de China» al puerto de Acapulco, esperada con tanta
ansia por los ricos comerciantes de aquella época, a quienes los efectos que les
enviaban les producían pingües ganancias y esperada también con alborozo de las
señoras y señoritas, pues bien sabían ellas que la célebre «Nao» les traería ricas sedas
de la China, mantones de Manila, lujosos tápalos, calados abanicos de marfil,
biombos bordados con figuras de aves y plantas fantásticas, valiosos tibores de
porcelana, vajillas expresamente fabricadas para los que tenían títulos de Castilla, con
escudos y blasones de sus armas nobiliarias.
Los toques de campanas menos frecuentes fueron los de «arrebato», cuando la
ciudad recibía una noticia alarmante o se conmovía por algún acontecimiento
inusitado. Por ejemplo, la toma de los puertos por piratas o corsarios holandeses,
franceses o ingleses, que en aquellos tiempos infestaban los mares por todas partes y
eran el azote de Acapulco, Veracruz, Campeche y de otros lugares de las costas;
cuando había un terrífico tumulto producido por un levantamiento popular, como el
de 1624 o el de 1692, acompañados de saqueos de casas y tiendas de comercio y de
fuego pegado aun a edificios por todos respetados, como las Casas de Cabildo o el
Real Palacio; o para llamar, a fin de que acudiesen a sofocar un voraz incendio, las
autoridades, los vecinos y las comunidades, con sus santos venerados y reliquias
milagrosas.
Entre los toques extraordinarios y no comunes, hay que recordar las
consagraciones de las campanas por obispos y arzobispos, en las cuales, aparte de
ponerles nombres de vírgenes, santos y ángeles, eran saludadas por sus compañeras al
bajarse de las torres para fundirlas de nuevo o colocarlas en otros sitios, o al elevarlas
por primera vez en los campanarios.
Así se bajó la campana grande, llamada «Doña María», el 24 de marzo de 1654,
para llevarla de una torre a otra de la Catedral, y el 29 del mismo mes y año, la vieron
subir los vecinos, con general clamor de las otras campanas, «porque no le sucediese
desgracia a la dicha Doña María».
Los toques de las campanas cesaban por completo, del Jueves Santo al Sábado de
Gloria, y se tocaban sólo en los grandes terremotos.
Muchos repiques históricos podrían recordarse de los tiempos virreinales; pero
uno se hizo célebre en el periodo de la guerra de insurrección, el del «Lunes Santo»,
8 de abril de 1811, al recibirse la tarde de este día la noticia de la prisión de Hidalgo,
Allende y demás caudillos iniciadores de la Independencia; repique que llenó de
gusto a los realistas y que sonó como doble en los oídos de los insurgentes.
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