El estado de la ciudad colonial fue muy diverso en el curso de las tres centurias de
dominación hispánica, pero en general las calles y las plazas presentaban hasta antes
del virreinato del segundo Conde de Revilla Gigedo, un aspecto asqueroso y poco
culto.
Las calles se veían casi siempre encharcadas con aguas sucias y pestilentes,
desempedradas, sin aceras o banquetas, casi a obscuras en los siglos XVI y XVII, y
apenas alumbradas en el siglo XVIII.
Los vecinos arrojaban desde las ventanas y balcones de los pisos altos, y desde las
puertas de las accesorias de los pisos bajos, basuras, trapos viejos, tiestos rotos,
perros y gatos muertos y cuantos desperdicios les estorbaban; no siendo extraño que
en las noches algunos vecinos, al transitar por las calles, recibieran el contenido nada
limpio de vasos reservados.
Las plazas no guardaban mejores condiciones que las calles. Inclusive la Mayor,
servían de mercados públicos, de ordeñas de vacas, de chiqueros de cerdos y aun de
rastros para hacer la matanza de los carneros y reses que consumía diariamente la
ciudad. Así, hablando de la Plaza Mayor —dice el doctor Marroquí—, que «allí se
mataban y desollaban los animales, sin atender a la molestia que resultaba de la
hediondez de la sangre podrida, del copioso número de moscas que allí se oreaban y
de los muchos perros que en pos de los desperdicios acudían al mismo sitio».
«Lugar había también destinado para vender los caballos y otro para el tráfico de
los esclavos… Hacia el lado del Empedradillo estaba el corral de los toros, situado de
sur a norte, frente al actual Montepío; servía en parte de techo o resguardo a este
corral, un portal que tenía la ciudad, sin otro destino que presenciar allí los regidores
las fiestas que en la plaza se hacían… Bien pronto conoció el Ayuntamiento el error
cometido en permitir el comercio de cerdos en este mercado, y queriendo
enmendarle, señaló para él un sitio tras el convento de Santo Domingo, el día 4 de
enero de 1627. Era ya tarde: la costumbre y el interés lucharon contra este acuerdo y
le vencieron, siguiéndose a vender los puercos en la Plaza Mayor. La propensión de
estos animales a trozar para formar oquedades en donde revolcarse en su propia
suciedad, el mal olor que despiden y su número, que aumentaba cada día, llegó a
hacerlos casi insoportables; al mismo tiempo había aumentado mucho el número de
carneros que se traían al mismo mercado, y entre ambos ganados ocupaban no corta
extensión de la plaza, que tenían siempre llena de inmundicias».
No menos repugnante es la descripción que nos dejó en sus «Noticias de México»
el librero don Francisco Sedano sobre el estado de la plaza principal en los dos tercios
primeros del siglo XVIII; por las sombras de petates de los puestos, por los charcos de
agua y lodazales del piso, por el beque público, desde donde volaban las moscas para
posarse en las frutas y en las fritadas al aire libre; y por la fuente, de aguas siempre
turbias, que lo mismo servía de abrevadero a las bestias que de piscina a la desnuda y
harapienta plebe de vendedores y compradores.
Las ventanas y balcones de las casas eran tendederos al aire libre de ropas recién
lavadas, o de convalecientes que apenas acababan de levantarse de sus lechos,
después de sufrir enfermedades contagiosas.
Las tiendas tenían los mostradores en las mismas puertas, de manera que los que
iban a comprar se detenían en las calles para proveerse de las mercancías,
obstruyendo el paso a cada instante y golpeándose las cabezas con muestras o letreros
colgantes, que entonces no se ponían fijos sobre los muros, sino pendientes de
mástiles, más o menos inclinados. Muchos balcones sobresalían de las fachadas,
cubiertos con vidrieras, tejados y celosías; y no era raro que los vidrios rotos o las
maderas viejas cayeran, descalabrando a los que atravesaban por las calles.
Las calles, aparte de su mala pavimentación, veíanse invadidas por infinidad de
comerciantes ambulantes; pero no pocas eran mansión tranquila de caballos, asnos,
mulas, vacas y otros animales que comían o rumiaban las pasturas que sus dueños les
esparcían a la orilla de las banquetas o en medio de la vía.
Abundaban los mendigos: unos ciegos, cojos y mancos; otros arrastrándose o
enseñando asquerosas llagas o monstruosas y desnudas piernas; porque en aquella
ciudad colonial dotada de hospicios, hospitales, casas de recogimiento y beaterios, la
miseria reinaba por todas partes; y la misma plebe que servía en los amasijos de pan,
en los obrajes, en las fábricas de puros y cigarros, y en otros centros industriales,
vivía casi desnuda, en la mayor pobreza, no sólo por los cortos salarios que percibía,
sino por sus muchos vicios, predominando en ella la embrutecedora embriaguez y el
juego en todas sus formas, dando origen muchas veces a riñas callejeras que
proporcionaban presos a las cárceles y cadáveres a los cementerios, pues tales riñas
eran frecuentísimas por la carencia de policía que había entonces en la ciudad y por
falta de respeto a los alguaciles y alcaldes de Casa y Corte, no obstante sus altas varas
y sus enormes golillas.
Al lado de los individuos de la plebe —muchos sin calzones y sólo embozados
con mantas, tilmas o simples «ayates»— pasaban por las calles los severos clérigos
con lucientes sotanas y capas negras; los frailes franciscanos, dominicos,
mercedarios, carmelitas, dieguinos y betlemitas con sus hábitos de diversos colores,
según la religión a que pertenecía cada uno, y con sombreros de diversas formas;
pasaban los nobles o los ricos con trajes ostentosos, a pie o en coche, a caballo o en
silla de manos; pasaban los esclavos negros, hombres y mujeres, los unos con
galoneadas libreas y las otras con chillantes sedas; pasaban también de continuo
procesiones, ya de las cofradías o de los gremios que iban a festejar en una ermita o
en una iglesia al santo patrono de su devoción o industria, con sendos estandartes,
bordados los escudos o las imágenes, e izadas en mástiles de madera o de plata
maciza; procesiones de penitentes que vestían lobas y capuces, o que desnudos de
pechos y espaldas iban azotándose con fuertes disciplinas, cubiertos de sudor,
sangrándoles las carnes, fatigados por el cansancio o la sed; penitentes que
expurgaban así sus pecados o que impetraban del propio modo la misericordia divina
en las calamidades públicas.
Pasaban asimismo con frecuencia, por las calles de la ciudad colonial, los reos
que iban a ser ejecutados en la horca, montados en flacos rocines o escuálidas mulas
y azotados por el verdugo públicamente, en virtud de una sentencia pronunciada por
la Sala del Crimen, por el Tribunal de la Acordada o por la Santa Inquisición, según
que el delito había sido, respectivamente, del orden común, perpetrado en el camino
real o contra la fe cristiana; pasaban a la vez los pregoneros de bandos o edictos con
sus trompetas; los «convites» para las peleas de gallos, las corridas de toros, los
circos y maromas de barrio, con payasos que iban recitando versos o diciendo
chascarrillos; los convites para los certámenes y vejámenes de la Real y Pontificia
Universidad; en los cuales el aspirante a una cátedra o el futuro bachiller o doctor,
caminaba en medio o seguido de alegre turba estudiantil que, con los vestidos
habituales o disfrazados con máscaras y vestimentas más o menos ridículas, hacían
reír a los pacíficos vecinos que encontraban al paso, a las recatadas doncellas que
asomaban los juveniles rostros por las celosías de las ventanas, o a las beatas
melindrosas o de caras avinagradas, que salían de los templos musitando rezos o
murmurando del prójimo.
Y entonces también se veían por aquellas plazas y calles mencionadas, muchas
costumbres y gentes hoy desaparecidas, como el paso del Viático, ante el cual todos
se arrodillaban y descubrían.
En las plazas, los primeros frailes y los clérigos, que predicaban el cristianismo a
los indios y que les representaban ahí, así como en los atrios de los templos, de bulto
y muy a lo vivo todos y cada uno de los pasos y misterios de la Pasión de Nuestro
Señor Jesucristo, o los autos sacramentales a lo humano y a lo divino en las
festividades del Corpus; en las plazas celebraba pomposos autos de fe el Santo Oficio
y después de ellos, por las calles transitaban los penitenciados, durante algunos meses
y aun años, portando los sambenitos de cruces o aspas y las corazas complementarias;
en las plazas y en tablados especiales, se hacían las juras solemnes de los monarcas; y
en las entradas públicas de los virreyes, levantábanse en las bocacalles arcos
triunfales, llenos de emblemas y jeroglíficos, de estatuas mitológicas y de figuras
simbólicas, con leyendas y sentencias latinas o castellanas y en loas alegóricas
compuestas por poetas o anticuarios, como son Juana Inés, o Sigüenza y Góngora, se
explicaban todos aquellos laberintos, recitando las loas un niño o dándolas a luz un
tipógrafo.
La vida colonial hablaba en las calles y en las plazas por boca de los ciegos que
declamaban oraciones, pidiendo en verso o en prosa una corta caridad; por boca de
los cocheros y carreteros, que prorrumpían en crudas injurias y en atroces
desvergüenzas; por boca de los indios, mestizos, mulatos y de otras castas, que
pregonaban sus mercancías en variados tonos, cantando o simplemente enumerando
las legumbres, frutas, dulces y otras golosinas.
Y como para imponer silencio a la bulliciosa vida diurna, en las noches desfilaban
los cofrades del «Rosario de Ánimas», que al son del «tilín tilín» de su campanilla,
suplicaban se rezara un padre nuestro y una ave maría por el descanso eterno de tal o
cual difunto.
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