El jueves tercero de Cuaresma, del mes de marzo de 1658, día del glorioso San
Benito —dice un diario de la época— llegaron nuevas procedentes de la Habana a la
ciudad de México, sobre el feliz alumbramiento de la Reina de las Españas, doña
María Ana de Austria, que había dado a su monarquía un nuevo Infante y a su esposo
un nuevo hijo, el 7 de diciembre del año anterior de 1657.
El martes siguiente, a las seis de la tarde, llegó de la Veracruz el correo que todos
esperaban con aquella y otras faustas nuevas, principalmente los individuos
agraciados con nombramientos; como que habían sido electos obispos de Oaxaca, el
Dr. D. Alonso de Cuevas Dávalos, y de Yucatán, el Maestro Fr. Luis de Sifuentes, que
a la sazón era provincial de Santo Domingo y confesor del Virrey.
Pero la noticia del alumbramiento de Su Majestad absorbió por completo la
atención de gentes del gobierno y de particulares, y el nombre de «Felipe Próspero»,
que así se llamaba el príncipe heredero, andaba en boca de todos; y más cuando el
repique de la Catedral, al que secundaron todas las campanillas de todas las iglesias,
por espacio de una hora anunció al vecindario ruidosamente aquel acontecimiento,
uno de los pocos que de cuando en cuando, excitaban los tranquilos nervios de los
flemáticos habitantes de la capital de la Nueva España.
Luego que se recibió la noticia del natalicio del hijo de Felipe IV, el Virrey, don
Francisco Fernández de la Cueva, Duque de Alburquerque y Grande de España, pasó
del Real Palacio a la dicha iglesia, para «dar gracias a nuestro Señor» por tan
plausible suceso.
En la misma iglesia Catedral, el jueves inmediato, «se juntó todo el reino»; y
descubierto el Santísimo Sacramento, lo mismo que en los conventos de monjas y
frailes, se cantó en medio de alegres repiques el «Te Deum Laudamus» y una
solemne misa.
Y a la hora de la procesión, que se hizo en tomo de la iglesia, viéronse al
Arzobispo que llevaba la Custodia, acompañándole en el cortejo el Virrey, «muy
galán», y «muy galanes» también los oidores de la Audiencia, los regidores del
Cabildo y los ministros de los tribunales.
Cerca de las dos de la tarde terminó la ceremonia religiosa, en la que ofició de
pontifical el Arzobispo; y este prelado, junto con el cabildo eclesiástico, salió en la
tarde de su palacio en carroza para ir a dar el parabién al Duque de Alburquerque por
el nacimiento del príncipe. Le acompañaron a la vez los individuos que formaban su
clerecía, montados en mulas con gualdrapas, y no cesando de repicar las campanas
durante el acto; «y luego por tres días continuos se encendieron luminarias en toda la
ciudad, y cesó la Audiencia por nueve días».
Pero aquí se me permitirá que ceda la palabra al cronista contemporáneo de estos
sucedidos, el señor licenciado don Gregorio Martín de Guijo, persona muy estimable
que he tenido ya oportunidad de presentar o de citar a mis lectores, siempre que me
he ocupado en recordar asuntos de la centuria decimaséptima.
«En orden —habla el señor licenciado—, y con la noticia que el asistente de
Sevilla le dio al Virrey en el aviso referido, del feliz parto de nuestra reina y señora,
hizo el Virrey nómina de ciento y cincuenta hombres, vecinos de esta ciudad, así de la
nobleza della, títulos y de órdenes, corregidor y regidores, contadores mayores y
menores, como de muchos hombres de baja suerte y cajeros de algunos mercaderes; y
les hizo su acostumbrada plática con inserción de servicio de Su Majestad, para que
cada uno se previniese para salir en su compañía, domingo in albis 28 de abril, lunes
y martes siguientes, a las ocho de la noche, a pasear la ciudad en máscara,
obligándoles a que habían de ser vestidos de calzón, ropilla y capa de balleta de
Castilla de grana; y poniendo dificultad algunos, dónde podían hallar tantas varas
como eran necesarias: “Los remitía a tales partes”, tiendas y almacenes, con que les
obligó a que le comprasen “sus balletas”; dióles la traza del vestido y guarnición, que
fue de listón de hoja de plata falsa y seda de que iban guarnecidos, y las vueltas de
volante, y que ninguno sacase pluma blanca: muchos de los mercaderes y cantadores
se excusaron por impedimentos de salud, y no saber ruar en caballos, a los cuales les
costaba a 200 y 300 pesos que daban de contado con “título de mantillas” para el
príncipe, con que recogió mucha suma de ducados…».
Como se ve, el negocio para Su Excelencia fue seguro. Porque, o le compraron
«en determinadas partes», tiendas y almacenes, suyos o de sus confidentes, o pagaban
a «título de mantillas» los 200 o 300 pesos, a aquellos que se excusaban por algún
motivo de concurrir al paseo.
La mascarada se ordenó para los días mencionados y a las dichas horas;
permitiéndose a los de la comparsa que durante los tres días, acudiesen al Real
Palacio a pie, con las libreas o vestidos de gala que gustasen: y que a las oraciones de
las noches de los días supradichos, tuviesen ya enjaezados los caballos que habían de
montar, y listos los pajes, que de cuatro a seis en grupo, a cada uno habían de
acompañar.
Todos estarían con hachas encendidas en el parque o jardín del Real Palacio,
«para que cuando fuesen avisados subiesen a caballo, y con orden que ninguno
pretendiese lugar superior; sino que cada uno con su compañero, que el virrey señaló,
fuesen a lugar que les cupiese…».
La mascarada, así dispuesta, recorrió el domingo in albis el frente del Palacio; dio
vuelta por la hoy Calle de la Moneda, a fin de que la pudiese ver el Arzobispo
asomado a los balcones de su casa episcopal; «luego bajó» por la Inquisición, Santo
Domingo, Carmen, Colegio de San Pedro y San Pablo, Merced, Jesús María, Santa
Inés, Balvanera y Santa María de Gracia, volviendo al Real Palacio a las once para
despedir a los acompañantes.
Los días lunes y martes, 29 y 30 de abril como el anterior, se repitió la mascarada
que desfiló por los dos restantes tercios de la ciudad, en la que iban al principio de la
comitiva «un clarín y luego un enano a caballo, y luego el señor Virrey, solo y sin
compañero; y luego el resto de los demás con sus compañeros, hasta llegar en número
de ciento veinte hombres de todas suertes, sin cubrir los rostros…».
Las monjas, desde la azotea de sus conventos, y los frailes desde los cementerios
de sus iglesias, vieron pasar aquella mascarada.
También los padres de la Compañía de Jesús, con estudiantes del Colegio de San
Pedro y San Pablo, resolvieron sacar otra mascarada el 3 de mayo, pero habiendo
muerto el Provincial, Juan del Real, el día 30 de abril y enterrándose el 1.º de mayo,
la Virreina mandó suspender el paseo, pues había sido su confesor el citado padre.
Pero la mascarada se verificó el día cinco, saliendo del dicho colegio a las tres de
la tarde, con gran número de estudiantes «a lo faceto y ridículo»; iban disfrazados de
negros y negras, de mulatos, de vaqueros, de micos y galenos y de indios, entre los
cuales caminaban Moctezuma y la Malinche «costosamente aderezados». Luego le
seguían los que representaban la Corte de Madrid; el Capitán de la Guardia «con
bizarro vestido y librea»; y luego «un carro triunfante, y en él formada una pirámide
con arquitectura, leones y castillos en las esquinas, y por remate un trono donde
estaba sobre dos almohadas de terciopelo carmesí una corona y un cetro, y en las
cuatro esquinas cuatro banderas; al pie de esta pirámide o palacio, iba el rey de
España y reina con notoria gravedad y autoridad y costa, sentados en sus sillas, y el
príncipe heredero del lado izquierdo del rey, a sus pies el paje guión, y a los de la
reina un enano»; luego se seguía «el caballo con rica cubierta de terciopelo, que
llevaban cuatro lacayos destocados, y luego iba el caballerizo costosamente vestido, y
tras él cuatro carrozas de cuatro mulas…».
Los alegres estudiantes recorrieron las principales calles de la ciudad de México,
desde las tres de la tarde hasta las siete de la noche, pasando a esta hora por el frente
del Palacio, donde en los balcones que caen a la plaza estaban el Virrey, la Virreina,
los oidores y los amigos suyos, deudos y servidores.
Detúvose aquí un rato la mascarada, ínterin un colegial dijo una loa, y después
siguió caminando frontero a las casas arzobispales para que la viera Su Señoría
Ilustrísima, y de allí volvió al colegio todavía «con luz… y sin desgracia notable».
Como «no hay sermón sin San Agustín», no hubo en la época colonial festejo
público que no se celebrase con corridas de toros; y con ocasión del nacimiento de
Felipe Próspero, «se hizo desocupar la plaza principal… que lo estaba con los
mercaderes de cajones desde que gobernó el Marqués de Cadereita, y se pasaron a
diferentes puestos».
Despejado el sitio, la ciudad celebró allí corridas de toros los días 20, 21 y 22 de
mayo, a las que asistió selecta concurrencia y numeroso público, inclusos el Virrey y
su familia y el arzobispo y los canónigos.
Pero no contento el Duque de Alburquerque con haber hecho gastar, en provecho
suyo y para celebrar el natalicio del infante Felipe Próspero, grandes sumas de dinero
en los anteriores festejos públicos, todavía a fin de lisonjear y «hacer caravana con
sombrero ajeno», a Sus Soberanos, con sólo una insinuación verbal, logró que —dice
don Lucas Alamán— la ciudad de México, en 4 de mayo de 1658, ofreciera «un
donativo para mantillas del niño, de doscientos cincuenta mil ducadas» anuales,
durante quince años, lo que hace una suma de más de «dos millones de pesos».
No fue único tan espléndido donativo. Desde el mismo reinado de Felipe IV —
refiere el Gral. Mendiburu— algunos virreyes, cuando se trataba de que el rey
contrajese matrimonio, abrían una suscripción entre autoridades civiles y
eclesiásticas, nobles y acaudalados, para comprar «chapines a la reina»; obsequio que
hoy llamaríamos canastilla de boda.
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